Milenio
Añadir un libro a la biblioteca supone siempre un ritual. Es un tema sobre el que muchos han opinado en función de su experiencia, determinada por espacio y presupuesto.
No bien finaliza febrero, las novedades librescas se agolpan en la mesa del comedor, como excelentes platillos disponiéndose a ser presentados y engullidos. Aunque forman un conjunto respetable, lucen humildes ante los volúmenes que ya encontraron colocación en los libreros cercanos. Reclaman mi atención en plena mudanza, justo cuando viejos cariños reaparecen ante mí: libros que vuelvo a tener entre las manos después de un tiempo de ausencia; textos que significan ya parte de un paisaje sin el cual no entiendo mi hábitat, no digamos mi memoria.
En el reacomodo que supone un nuevo domicilio, los libros recientes aspiran a ocupar anaqueles vírgenes, acaso el librero que mandamos hacer ex profeso para ese hueco del estudio o el que improvisamos con ladrillos y tablas (siempre quise hacer uno con esta combinación de materiales), pero al final —siempre que nuestra biblioteca tenga alguna lógica— terminan reunidos de un modo u otro con los autores próximos, las materias semejantes o sus pares del mismo tamaño (casi nadie lo confiesa, pero en medio de la estrechez y obligados a acomodar cientos o miles de libros, apelamos necesariamente a uno de los criterios más simplones que hay para organizar los libros: el tamaño de éstos. Y luego el azar dispone que un libro que quedó junto a otro sólo por su altura o peso, tenga al final alguna relación con él más allá de sus dimensiones físicas).
Añadir un libro a la biblioteca supone siempre un ritual. ¿Dónde quedará ubicado? ¿Por qué ahí? ¿Lo encontraremos fácilmente? ¿Se cubrirá de polvo por intocado? ¿Acompañará bien a sus vecinos? Es todo un tema sobre el que muchos han opinado, siempre en función de su experiencia, la cual está determinada casi siempre por el espacio y el presupuesto del que disponemos para esos libros que nos acompañan. Miente, o no tiene idea del asunto, quien afirme que es tan sencillo como saber de qué se trata y colocarlo al lado de sus parientes temáticos o autorales. La discusión entre los poseedores de una cantidad respetable de libros es infinita a este respecto, pero aquel que realmente los valora y utiliza no pierde su ubicación precisa, por más extraviados o confundidos que parezcan entre los demás. Siempre en la cabeza tenemos una suerte de mapa que da con ellos, así se encuentren en el piso amontonados, debajo de la cama o de la mesa.
Estas últimas imágenes sólo sorprenderán a algún recién llegado. Los que todo el tiempo estamos constituyendo —armando y desarmando, instalando y mudando— nuestra biblioteca, sabemos que no son pocas las ocasiones en que los libros quedan por temporadas en el piso o en apretadas cajas. Nunca sobran los metros cuadrados ni los anaqueles para el propietario de una colección respetable.
Acerca de las cajas de libros diré que, pasado un tiempo sin ser abiertas, generalmente después de una mudanza, suelen sorprendernos nuevamente con su contenido: nos recuerdan otras casas, otros libreros y, sin embargo, son los mismos textos de un bagaje que llevamos años preparando, los mismos compañeros de un viaje que nunca termina.
La regla es que lo nuevo se mezcle con lo viejo. Así también los volúmenes recién adquiridos van a dar a un sitio donde otros ya estuvieron o siguen estando con sus amarillentas páginas, memorial de intereses intelectuales, pasiones literarias, recordatorios de trabajos pendientes o incluso de las grandes frustraciones por lo que ya, quizás, nunca leeremos (“hay una… que nunca leeré… de otros).
Ahora bien, en todo tránsito hay libros perdidos. Son los más queridos, pero quién sabe que malhadado destino los alejó de nosotros para siempre. Y son como los difuntos, que extrañamos cuando queremos evocar una frase, una imagen o una historia suya. Así me pasó ayer cuando buscaba un libro de relatos (sueños, en realidad) de Leonora Carrington; sigo sin encontrarlo y me preocupa no volver a ver esa foto maravillosa donde la artista posa con un grupo de amigas, bellísimas, todas fingiendo estar dormidas, muy a la manera de un ejercicio surrealista.
¿Dónde está? ¿Lo presté —craso error— y ya no recuerdo? ¿Me fue robado? No tengo idea, y lamento mucho esta ignorancia tratándose de un libro.
De todas formas, los nuevos y viejos libros de nuestras bibliotecas seguirán encontrándose para —ahora mismo y siempre— sustentar las palabras de Borges:
“Un cúmulo de polvo se ha formado en el fondo del anaquel, detrás de la fila de libros. Mis ojos no lo ven. Es una telaraña para mi tacto.
“Es una parte ínfima de la trama que llamamos la historia universal o el proceso cósmico. Es parte de la trama que abarca estrellas, agonías, migraciones, navegaciones, lunas, luciérnagas, vigilias, naipes, yunques, Cartago y Shakespeare.”
Una y otra vez, todas las cosas y los sueños. Todas las realidades. Los libros.
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