Jornada Semanal
Quienes dicen que la única responsabilidad del escritor es escribir bien tienen alguna cosa más qué explicar que, por supuesto, nunca explican. Resulta obvio que quienes repiten este apotegma lo hacen con la seguridad de que es aplicable a ellos: no les cabe la menor duda de que son responsables como escritores, puesto que escriben bien.
Pero ¿qué es escribir bien? ¿Manejar estupendamente el lenguaje? ¿Conocer perfectamente el oficio? ¿Tener éxito de crítica y mercado? ¿Cómo sabe un escritor que escribe bien? ¿Quiénes se lo garantizan: los editores, los premios, la publicidad, las recensiones, el público lector?
Si se apela al lugar común de que “no hay mejores jueces que los lectores”, habría que explicar por qué los lectores encumbraron ayer a figuras literarias que hoy ya no son tales: olvidados autores de libros que ya nadie lee.
Creer que escribir bien es la única responsabilidad del escritor es confiarse, de algún modo, a una muy graciosa abstracción. Novelistas y poetas afirman esto, y todos debemos suponer que ellos escriben bien, pero lo dicen como si la escritura fuera nada más un dominio técnico que no implicara ideas, emociones, prejuicios, ideologías políticas y estéticas, convicciones, descreimientos, etcétera.
“Escribir bien”, por tanto, es una ingenuidad cuando se considera que sólo atañe al dominio técnico y a la consecución estética. Se puede ser el mayor esteta literario y, a la vez, el peor escritor, sin que esto excluya, por otra parte, ser un perfecto cabrón y una persona poco inteligente. ¿Eso es escribir bien?
Los ejemplos abundan. En tanto más se cree que la ética poco o nada tiene que ver con la literatura, peor se escribe. Las grandes obras que han sobrevivido al tiempo no lo han hecho, nada más, por sus valores estéticos, sino también por su comprensión de la realidad y por su vínculo solidario con el mundo: por todo aquello que va más allá de la “perfecta escritura” y tiene que ver con el común espíritu del ser humano. Shakespeare no es únicamente inglés, sino francés, alemán, español, mexicano, etcétera.
Es verdad que se puede ser un pésimo escritor de muy buenas intenciones sociales, pero tampoco es mentira que se puede ser también un pésimo escritor esteticista y egoísta, que cree que a la gente sólo le interesan esas cándidas abstracciones llamadas novelas, cuentos o poemas.
A muchos lectores nos parece que Borges, Rulfo, García Márquez y Vargas Llosa escriben bien y más que bien, pero no sólo por la sintaxis que manejan, ni por el uso extraordinario del idioma, ni por la perfecta construcción de sus artefactos verbales, sino porque en sus libros siempre hay algo más: más incluso que todo el concepto artístico de la obra literaria. Durante algún tiempo, muchos lectores llegaron a creer que José María Vargas Vila y Luis Spota escribían bien, ¿pero quién los lee ahora y quién lo cree todavía?
Parece obvio que César Vallejo, Pablo Neruda, Aurelio Arturo y Octavio Paz escriben bien, más que bien, extraordinariamente, pero no sólo por el lenguaje poético y los alcances universales de sus obras, sino siempre por algo más que nunca alcanzan los poetas correctos y precisos que nada o muy poco tienen que decir y que, sobre todo, no lo saben decir de manera diferente, original, impar.
¿Qué es escribir bien? Nadie sino el que escribe bien lo sabe, y a veces ni siquiera lo sabe exactamente, sino que lo intuye o lo presiente. Kafka sabía que escribía bien, pero no lo sabían los lectores de su tiempo. Por lo demás, ni siquiera compendiando los elementos de la buena escritura resulta factible conseguir que los que escriben mal escriban bien.
Escribir bien, entonces, es un don que no se les da a todos. Por eso no hay Vallejos, Nerudas, Aurelios Arturos y Paces en cada esquina de las calles de Lima, Santiago, Medellín, Bogotá, México, Monterrey y Mérida, pero sí muchos poetas que creen que “escriben bien” y que, además, afirman que su única responsabilidad es “escribir bien”.
Bien les vaya. Si eso creen, es que no han comprendido la diferencia que hay entre la escritura correcta y el genio literario, ese genio literario que no es fruto únicamente de la disciplina y el taller, sino de ese algo más que no todo el mundo alcanza ni podrá alcanzar jamás; ese algo más que a casi todo el mundo le falta porque escribir bien es siempre algo más que escribir bien.
Un émulo criollo de Juan de Mairena escribió: “Durante mucho tiempo me pareció que el aprendizaje tenía lógica y congruencia... hasta que conocí de cerca a mis maestros”.
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