Suplemento Laberinto
Como si fuese una epidemia más que de un conflicto social, el narcotráfico —y en especial la guerra contra el narcotráfico— parecen haber contaminado todos los órdenes de la vida pública de México y otras naciones. Poco importa que el principal problema de América Latina continúe siendo la inequidad: los políticos de todos los colores, apuntalados por los medios de comunicación, no cesan de referirse al narco como la mayor amenaza, desatando una histeria que no se corresponde con las estadísticas. Contaminados de puritanismo anglosajón, nuestros gobiernos han transformado a los cárteles en monstruos siempre al acecho, dispuestos no sólo a mantener sus negocios ilícitos, sino a “destruir nuestras libertades” o “atentar contra la democracia”, empleando la retórica aplicada a los terroristas. Lo anterior no quiere decir, por supuesto, que los niveles de violencia no se hayan incrementado drásticamente —sobre todo cada vez que un capo es capturado y sus subordinados se despedazan entre sí—, sino que el inflamado lenguaje de los poderosos es responsable de que el narcotráfico haya rebasado la esfera policial para convertirse en una obsesión omnipresente.
El arte no podía escapar a esta tendencia: más allá de la popularidad de los narcocorridos, la “literatura del narco” se ha convertido en el nuevo paradigma de la literatura latinoamericana (o al menos mexicana y colombiana): donde antes había dictadores y guerrilleros, ahora hay capos y policías corruptos; y, donde antes prevalecía el realismo mágico, ha surgido un hiperrealismo fascinado con retratar los usos y costumbres de estos nuevos antihéroes. Desde que Fernando Vallejo escribiese la primera cumbre del género, La virgen de los sicarios (1994), la novela del narco se ha convertido en el subgénero dominante de nuestras letras, con un imaginario bien asentado a partir de las primeras obras de Jorge Franco o Élmer Mendoza. A partir de entonces, un alud de historias vinculadas a este universo ha inundado las librerías: cuando se creía que los rasgos distintivos de la literatura latinoamericana se habían desvanecido —que McOndo había triunfado sobre los epígonos de Macondo—, el narco vuelve a concederle a América Latina el carácter violento y exótico que se espera de ella. En una época aséptica, dominada por la desconfianza hacia lo político, los lugares comunes se refuerzan: adolescentes pobres, reclutados por las mafias hasta convertirse en sicarios; hermosas jóvenes utilizadas como moneda de cambio; pistoleros enfrentados sin otra razón que el vacío existencial; héroes y villanos patéticos, ni siquiera fáciles de distinguir; policías torpes y mal pagados, siempre vendidos al mejor postor; y, por supuesto, unos cuantos capos convertidos en multimillonarios, dueños de ejércitos y haciendas, capaces de cometer las mayores excentricidades.
Por fortuna, a lo largo de la historia siempre han aparecido artistas capaces de subvertir las reglas de la moda, de torcer sus modelos y clichés: obras que surgen dentro de un género pero que, a fuerza de retorcerlo, acaban con él. El Quijote frente a las novelas de caballería sería el mejor ejemplo, pero se podría decir lo mismo de Pedro Páramo frente a la novela de la Revolución. Con sólo dos novelas, el mexicano Yuri Herrera (1971) parece decidido a llevar a cabo esta tarea frente a la inercia que predomina en las novelas del narco. En Trabajos del reino (2004), Herrera construyó una inteligente e insólita manera de aproximarse a este territorio: el arribo de un compositor de corridos al círculo íntimo de un capo es narrado como si fuese el encuentro de un antiguo bardo y un señor del medioevo. La metáfora funciona de manera sorprendente y, sin necesidad de reproducir la jerga de sus personajes, condensa en unas cuantas páginas lo que a otros narradores les lleva cientos: esa feria de lealtades y traiciones que circunda a los jefes; la vileza, la impericia y el miedo de los sicarios; la irredimible corrupción del entorno; y, sobre todo, la manera como el arte se vuelve cómplice del delito. Novela del narco y crítica implícita de las novelas del narco, Trabajos del reino era ya una pequeña joya literaria.
Cinco años después, Herrera ha superado cualquier expectativa con Señales que precederán al fin del mundo (2009). Algunos de los elementos presentes en su primera novela también se renuevan aquí: la sabia reinvención del habla coloquial del norte de México; la mezcla de distintos niveles de lectura; la creación, con apenas unas pinceladas, de personajes memorables; una trama que puede leerse en varios niveles. Pero Herrera se ha vuelto dueño de sus recursos y los lleva a extremos de una enorme eficacia y belleza lingüística, como si los nietos de Pedro Páramo o Susana San Juan se hubiesen convertido en mojados a principios del siglo XXI. De hecho, Señales… no es una novela del narco, o lo es sólo de manera tangencial: contada a manera de fábula, es más bien una reflexión sobre la frontera, donde se narra la aventura de Makina, una joven astuta, libre, temperamental, que ha de transitar de un mundo a otro en busca de su hermano desaparecido. El homenaje a Rulfo es claro, pero no se queda en eso: Makina sobrevive en el mundo machista del Norte, como una pícara del Siglo de Oro escapa de un sinfín de entuertos —no sin magulladuras— y, cuando por fin consigue su objetivo, éste terminará transformándola, muy a su pesar, en otra. Su odisea posee obvias referencias míticas, provenientes tanto de la tradición occidental como de la indígena —el impagable episodio del cruce a nado del río que es como la Estigia, el otro lado visto como territorio de los muertos—, pero sin jamás perder la turbulenta y conmovedora humanidad de su protagonista: Makina está destinada a convertirse en un personaje imprescindible de nuestro tiempo. El sorprendente final, que otorga su verdadero sentido al título de la novela, revela más sobre la dolorosa y extrema vida de los migrantes que cientos de estudios académicos. Señales que precederán al fin del mundo aparece como una de las mejores novelas mexicanas de los últimos años e invita a ver en Yuri Herrera a uno de los más lúcidos observadores de nuestro tiempo.
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