domingo, 6 de marzo de 2016

Centro Mexicano de Escritores

6/Marzo/2016
Confabulario
Huberto Batis

Cuando me presenté en el Centro Mexicano de Escritores (CME) con la carta de recomendación que me dio Agustín Yáñez pregunté por Margaret Sheed, la directora. El secretario del Centro, Felipe García Beraza, me dijo que ella estaba en Estados Unidos, pero me invitó a las reuniones de los becarios. Ahí conocí algunos amigos míos, como Sergio Galindo, Emilio Carballido, Luisa Josefina Hernández, Marco Antonio Montes de Oca y otros. Cuando salíamos de las sesiones nos sentábamos en la banqueta para beber cervezas envueltas en bolsas de papel —como en las películas gringas— que comprábamos en una tiendita que había cerca del CME.

Sergio Galindo y yo fuimos muy buenos amigos. Me invitaba a comer a su casa, incluso en las Navidades, y me empezó a publicar en la revista La Palabra y el Hombre, de la Universidad Veracruzana. También fuimos compañeros en el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). Cuando fui director de la Revista de Bellas Artes, él era director de las casas de la cultura en el país. Una década después, en los años 70, coincidimos en la Dirección de Literatura de la Secretaría de Educación Pública (SEP), que estaba a cargo de María del Carmen Millán. Ahí, Gustavo Sainz y yo lo invitamos a trabajar con nosotros, pero nos dejó para regresarse al INBA, donde fue su director. Al día siguiente de que dejó su cargo en Bellas Artes no tenía lana para comer. Le dieron chamba en la UNAM como corrector de estilo en el Instituto de Investigaciones Estéticas. Después, el presidente Miguel Alemán –que era miembro honorario de la Academia Mexicana de la Lengua– le regaló una casa en la colonia Anzures. También coincidimos en la Feria de San Marcos, de Aguascalientes, como jurados del Premio de Poesía que otorgamos a José Emilio Pacheco, y en el relajo de la feria.

Agustín Yáñez me quiso nombrar académico de la Lengua cuando lo designaron su director. Lo propuso en una reunión en casa de María Amparo Dávila, en la colonia Anzures, pero José Luis Martínez se opuso diciendo que era muy joven. Entonces Yáñez le pidió que cuando muriera y él lo sucediera en la dirección, me nombrara, cosa que nunca ocurrió. Ante ese mandato hereditario, José Luis me contestó que no podía hacer nada, que los académicos me tenían que proponer. Nunca lo han hecho, y eso me enorgullece.

El Centro Mexicano de Escritores acostumbraba invitar a personajes de la literatura, mexicanos o extranjeros, para que nos hablaran de sus trabajos. En una ocasión invitaron al poeta Carlos Pellicer. Nos insultó por estar recibiendo dinero y becas de Estados Unidos y tener a una gringa como Margaret Shedd enseñándonos a escribir. Su enojo se debía a que lo habían encarcelado junto con el poeta José Carlos Becerra por sus protestas en el centro de la ciudad en contra del gobierno de Estados Unidos. Cuando se cansó de insultarnos se levantó y se salió. Una secretaria lo detuvo y le dio un sobre con dinero por su conferencia brevísima. Entonces, Pellicer se regresó y dijo, sacando el dinero de la bolsa de su saco: “Ya también me han comprado. Hablemos de literatura”. Y nos dio una conferencia magistral.

Otro de mis amigos en el Centro Mexicano de Escritores fue el dramaturgo Emilio Carballido. Él me invitó a dar clases de “Comprensión de textos” a los estudiantes de la Escuela de Teatro del INBA. Ésta ha sido una de las encomiendas más difíciles que he tenido. En la clase los actores hablaban en voz alta sin ponerme atención. Se ligaban entre sí, se reclamaban y los que estaban por representar inmediatamente algún papel se cambiaban de ropa ahí mismo. Así que tenía que ver desnudos a alumnos y alumnas que sin pudor se cambiaban de ropa. Me harté cuando las alumnas empezaron a tirarme la onda. Cuando me subía a mi coche, ellas se subían y no las podía bajar. “No se va hasta que nos dé un beso”, me decían. Harto de todo jamás regresé. Carballido me perseguía para que calificara a los alumnos, pero siempre me negué a pasarlos gratis.

¿El Colmex o el CME?

Puedo decir que en los inicios de mi formación tuve doble alma mater: la UNAM y El Colmex. Cuando intenté entrar al Centro Mexicano de Escritores, Alfonso Reyes me dijo que esa beca era incompatible con la de El Colmex y que debía elegir entre ambas. Me decidí por la segunda opción porque creía que era indefinida. Pero a la muerte de don Alfonso Reyes en diciembre del 59, su nuevo presidente, Daniel Cosío Villegas, decidió deshacerse de esos “vagos poetastros y dizque literatos”. Entre ellos estaba Octavio Paz, a quien le fue rescindida su beca. En respuesta, Paz escribió una carta en la Revista de la Universidaddenunciando al “cuentachiles” de Daniel el travieso.

Antonio Alatorre nos quiso salvar a mí y a Augusto Monterroso, que también era becario. Nos ofreció empleo en el Departamento de Historia. El trabajo consistía en fichar toda la correspondencia diplomática del siglo XX del Archivo de Relaciones Exteriores. Nos hicieron una prueba con cronómetro para ver en cuánto tiempo podíamos hacer una ficha de un embajador que decía: “Celebramos el 15 de septiembre El Grito, con invitados de todos los países” y demás asuntos de tanta importancia. Esa era la ficha. No nos iban a dar la correspondencia secreta, la delicada, con mensajes en clave. Esos asuntos importantes no estaban allí. A los dos días Monterroso y yo nos vimos las caras y nos  dijimos: “¿Cómo vamos hacer este trabajo inmundo, de esclavos, de galeotes?” Abandonamos El Colmex sin despedirnos. Tiempo después, Cosío Villegas, que tenía mucha influencia en el Banco de México, donde yo trabajaba, le pidió al director general, Rodrigo Gómez, que me comisionara a ese trabajo. Le dije al director que no quería hacerlo. Me respondió: “Pues no te puedo obligar”. Y por segunda vez escapé de las garras del gran autor de la Historia general de México, que me persiguió con su paraguas un día al salir del elevador y que coincidimos. Todo eso se lo conté a Enrique Krauze cuando estaba escribiendo la biografía de Cosío Villegas y no lo consignó.

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