Jornada Semanal
José María Espinasa
¿Por qué las antologías de poesía mexicana recientes, pero en realidad desde hace más de medio siglo, no consiguen dar un rostro medianamente reconocible de nuestra lírica? Creo que las razones son muchas y muy variadas: la más grave, por ser la más profunda, es que todas ellas se hacen con Poesía en movimiento en el horizonte proyectando una sombra opresora, tanto por el novedoso planteamiento que representó en su momento –ya han pasado casi sesenta años– como por la efectividad que tuvo en la proyección de un canon. Baste recordar que borró de un plumazo a su antecesora, La poesía mexicana moderna, de Antonio Castro Leal, justamente al reformular la idea de modernidad.
También opacó, cosa más difícil, dos antologías importantes casi paralelas: Poesía mexicana del siglo XX(con varias reediciones ampliadas), de Carlos Monsiváis, y Ómnibus de la poesía mexicana, de Gabriel Zaid. El dispositivo teórico de Poesía en movimiento es altamente eficiente, pero justamente por esa eficiencia provocó que el destinatario de las antologías posteriores no fueran los lectores sino los propios poetas, que seguros de lo que hacían buscaban reconocerse en un mapa colectivo. Zaid, con su Asamblea de poetas jóvenes, anunció que la multitud no tiene rostro.
Sandro Cohen, en Dos décadas de poesía mexicana, que ya cumplió treinta años, ha hecho la mejor de las selecciones que continúan a Poesía en movimiento, empieza donde aquella acaba, y se plantea sobre todo como un mapa orientador sin intención canónica. Después, todas las selecciones buscaban sin éxito establecer una nómina de imprescindibles. Pero, si tomamos por su sencillez y su efectividad la división por décadas, las dos décadas que Cohen antologa –los nacidos entre 1940 y 1960– caen en una tierra de nadie que las selecciones de Langagne, Von Ziegler, Francisco Serrano, Jorge González de León, Evodio Escalante, Víctor Manuel Mendiola, Manuel Ulacia y yo mismo, todos ellos inmiscuidos generacionalmente, no consigue poblar. Se trata de una tierra de nadie densamente poblada, como muestra 359 delicados con filtro (Pedro Serrano/Carlos López Beltrán), publicada en 2012, el intento más serio recientemente de cubrir ese lapso.
Con el trabajo de Alejandro Sandoval, Ávidas mareas, empieza una toma de distancia al ampliar la perspectiva hasta 1965. Como se dijo líneas arriba, ninguna funcionó del todo adecuadamente ya sea porque no se hizo, cuando se intentó un atinado aparato teórico y de notación; y en otras ocasiones, también, por ser fruto del oportunismo revanchista, o de no partir de un gusto concreto o una toma de posición estética. Ejemplos como El manantial latente y Vientos del siglo lo muestran. Las antologías posteriores con todo tipo de cortes temporales son legión. Así a las selecciones hechas como promoción de nuevas generaciones o grupos dentro de ellas se suma una absoluta dispersión de los ejercicios críticos encaminados a dibujar ese rostro.
La reacción crítica se redujo, a partir de Poesía en movimiento, al constante descubrimiento de la joven promesa, del libro insustituible, del estilo nuevo. Así David Huerta, Coral Bracho, Alberto Blanco, Fabio Morábito, Ricardo Castillo, José Luis Rivas, eran erigidos como referentes sucesivos y desechados después, en los ochenta, sin ponerlos en juego en la lectura con otras voces, como calas estandarizadas de lo que se debía escribir. Eso llega hasta el día de hoy convertido ya en mecánica: el movimiento le ganó la carrera a la poesía. Y como el movimiento no se detiene y la crítica sí, el desfase se agudiza.
Creo que habría que volver a donde Zaid dejó la Asamblea: solucionar –superar– el problema estadístico y/o demográfico partiendo de elementos sociológicos comprobables. El primero es entender la limitación de los tradicionales vehículos de mediación con el lector: las editoriales. Si sumamos el catálogo de poetas mexicanos posteriores a 1965 –límite de Ávidas mares– de El Tucán de Virginia, Ediciones Sin Nombre, Aldus y muchas otras editoriales del período 1980-2015, estaríamos hablando de más de mil poetas, ya no de los cien y un pico que reunió la Asamblea. Imposible abarcarlos si no se instauran filtros selectivos.
En la mayoría de los casos se utilizan algunos parámetros de tipo biográfico –poetas de los noventa, del nuevo siglo– o geográfico –poetas de Jalisco o de la frontera norte, etcétera, pero no sirven esos parámetros sino para delimitar poblaciones de poetas seleccionables. ¿Por qué no regresar al tan criticado gusto personal y a partir de allí crear recorridos? Porque se quiere ser representativo, es decir, tener una respuesta a plazo inmediato o muy corto, y no mediano y largo, como los políticos. Otra posibilidad, aunque todavía claramente estadística: los premios. Hay que revisar su historia, no este o aquel fallo, sino su discurso a lo largo de varios años.
Lo más triste del asunto es la pérdida de lectores. Lo que hay que trazar es ese mapa que Octavio Paz dibujó de manera tan brillante en los años sesenta para la generación de Pacheco y Aridjis. Hoy, que ese canon empieza a ser cuestionado y redibujado, la crítica debe aprovechar para retomar la estafeta. Si se crea una narrativa del viaje lírico los lectores volverán poco a poco al género. Por ejemplo, recordando que Paz confió en el azar –el I ching– como factor combinatorio, muy en el tono de la época y adecuado para el impulso lírico de una generación que era un enigma y por la que él apostaba, y también adecuado para el tono juguetón y festivo que impulsó en función de una estética, la de una idea de la modernidad a ultranza. ¿Por qué no pensar de nuevo en ese azar, pero ya no como un acto adivinatorio sino como condición necesaria?
Habría que abandonar, por ejemplo –es una sugerencia–, esa idea tan querida por el siglo XXI del autor, y volver a la de obra, abandonar también la idea de que, si la poesía no da lectores, da poder, pues ya sabemos que no es cierto ahora si acaso lo fue un día. Se trata de una actitud, no necesariamente de un método. Volveremos sobre el asunto •
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