Luvina
Josu Landa
100 años de Octavio Paz
1.
En el fondo, Octavio Paz es un poeta: un poeta absoluto, cuya capacidad
de hacer decir al lenguaje lo que sólo el poeta puede hacerle decir
fulge con intensidad y pregnancia, tanto en sus versos como en su prosa.
En la superficie, en la escena histórica del siglo xx, Octavio Paz es un intelectual moderno: una combinación de profeta con sofista.
En ambos niveles, el relieve cultural y político de Octavio Paz supera con creces el de José Vasconcelos y Alfonso Reyes. A juzgar por la magnitud, calidad y vigor de su obra, el gran poeta de Mixcoac es el más eminente intelectual mexicano del siglo xx.
2. La Época Moderna generó su propia variedad de profeta: el intelectual.
Según su significado originario, profeta es el que se adelanta a hablar y, al hacerlo, somete a crítica situaciones indeseables y anticipa acontecimientos decisivos en la suerte de una comunidad y del orden político que aquélla padece.
En un principio —sobre todo, en el ámbito semítico—, esa audacia implicaba el respaldo de la divinidad: el profeta alzaba su voz ante el rey injusto o el tirano, cuando contaba con la anuencia del poder divino o incluso éste lo inducía a ello.
El laicismo triunfante en la Época Moderna, junto con la expansión del libre examen y el espíritu crítico, así como de un novedoso y eficaz modelo de ciencia cuya hegemonía persiste y se afirma en nuestros días, confieren al profeta moderno un fundamento distinto al de origen sagrado.
El ideólogo y el intelectual de los últimos tres siglos han ignorado el modelo de hombre encarnado por el sabio clásico —casado con el bien, la verdad, la justicia, la belleza, la eudaimonía y toda otra expresión de lo absolutamente real— para asumirse como mónadas poco menos que omniscientes —«el único y su propiedad» stirneriano. Al intelectual moderno le basta su voluntad de poder, su «pasión crítica» y un dominio instrumental de ciertos saberes extraídos de los campos de la ciencia, las ideologías y la reflexión filosófica, para justificar su audacia de alzar la voz ante la sociedad y el Estado. Un profeta de la doxa: así puede caracterizarse al intelectual moderno. Así puede definirse al intelectual Octavio Paz.
3. Ese nexo con la doxa —la opinión pre-epistémica, en cualesquiera de los niveles de aproximación a lo real, incluidas las ideas bien fundadas sobre equis asunto— hace del intelectual-profeta moderno un sofista.
La palabra sofista no tiene buena prensa en la tradición filosófica, pero no siempre tiene una connotación peyorativa. Sócrates y Platón, acaso quienes más se afanaron en aniquilar la sofística en general, reconocieron la valía de sofistas como Gorgias, Protágoras y Pródico, en contraste con mediocridades patéticas, como Hipias, o feroces pancraciastas del verbo, como Trasímaco. Vistos a la luz de la auténtica filosofía, hay sofistas buenos y malos, mejores y peores.
El intelectual moderno practica una suerte de neosofística, en la medida en que se siente impelido a alzar la voz, para proferir y esgrimir una serie de certezas dóxicas, en actos de poder destinados a ejercer su influjo en un ámbito político-social dado. Desde luego, es imperioso distinguir la neosofística que se despliega en ámbitos de la cultura moderna, como el periodismo, la doxa mediática, las universidades... de la que cultivan intelectuales como Steiner, Magris, Judt, Hitchens y Zaid, entre otros.
Octavio Paz participa con denuedo y perspicacia de la más estimable neosofística moderna. Octavio Paz no sólo asume, así, su condición de intelectual moderno, sino que, dando un adicional giro de tuerca al espíritu modernista, se ceba en la tematización dóxica de la propia Modernidad.
4. Toda formación cultural, toda tradición, trae aparejadas ciertas tendencias al cambio, a la novedad. Las modernizaciones son el modo en que se cumple el eterno retorno de lo humano. Esto hace que la Modernidad occidental no sea un fenómeno único, exclusivo de los últimos tres siglos de nuestra historia. Justo lo que garantiza la permanencia de todo ser social-cultural es su apertura a la modificación, la alteración. En el ámbito de las estructuras humanas, sin transformación, no hay continuidad; sin modernización, no puede persistir una tradición. La idea paceana de «la tradición de la ruptura» (Los hijos del limo) no se limita al ámbito de la poesía y el arte.
Octavio Paz conocía como pocos esa inveterada dialéctica. Dedicó a ella páginas insuperables en toda una ristra de obras que va desde algunas de sus «primeras letras» y, sobre todo, El laberinto de la soledad, hasta La otra voz, pasando por Corriente alterna, Conjunciones y disyunciones, los artículos y notas que componen El signo y el garabato, las conferencias de Los hijos del limo, El ogro filantrópico, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, Tiempo nublado y otras, como el entusiasta himno a su propia condición moderna, compuesto por el poeta para la ceremonia de recepción del Premio Nobel de Literatura en 1990.
Tan amplia y perseverante dedicación a desentrañar las cifras de lo moderno evidencia una obsesión. Esa actitud de Paz, colocada en la heterogénea atmósfera cultural del siglo xx mexicano, se antoja acorde, en lo esencial, con el espíritu de época que encarnaron tanto los ateneístas y los Contemporáneos como los Estridentistas, al mismo tiempo que procura ir más allá, ser acaso más radical que todos ellos.
En un libro insoslayable, La construcción del poeta moderno. T. S. Eliot y Octavio Paz, Pedro Serrano rastrea y exhibe el proceso en virtud del cual el mexicano arma gradual y deliberadamente, al menos, desde los tiempos de la Guerra Civil española, una identidad estético-política sustentada en un modernismo militante. «Quise ser un poeta moderno», reconoce el poeta en «La búsqueda del presente», y lo logró, si por tal se entiende la concreción del modelo de artista que viene pariendo una vetusta Modernidad pagada de sí a las puertas de la desazonante y confusa condición posmoderna. Los réditos de esa voluntad y sus consiguientes maniobras, en términos de poder, llegan a su máxima expresión en el momento en que Octavio Paz se convierte en el caudillo cultural que nos tocó conocer. Esa deriva política de una operación inicialmente autopoética se sostuvo en una suerte de biomodernización, por la que el poeta, ya en su madurez, termina articulando su vida toda —en sus dimensiones biológica y existencial— de acuerdo con los ideales modernos —en último término, burgueses— en los planos de la cultura, el arte y la política: libertad, espíritu de vanguardia, democracia al estilo yankee, libre mercado (aunque «de rostro humano»: no neoliberal), pasión crítica, culto al futuro y a la novedad en sí (pero morigerado por la conciencia de los excesos del progresismo y el utopismo, extremos de la concepción lineal del tiempo), omnipotencia del hombre (en su avatar fáustico o al modo del revolucionario, el artista, el empresario...), laicismo, autonomía moral y estética, confianza en el trabajo en detrimento de la inspiración, supremacía de lo urbano ante lo rural, prevalencia de la cultura burguesa sobre la popular, exaltación de las tradiciones que enriquecen y engalanan lo moderno (por ejemplo, el caso de Japón, en Tiempo nublado), etcétera.
5. Octavio Paz intuyó con nitidez la naturaleza finalmente ilusoria de lo moderno. Advirtió, asimismo, la rareza histórica que comporta el hecho de que una era asuma la modernidad como significación de su esencia (Los hijos del limo), como si esa época no tuviera más fondo que su proclividad a huir hacia delante. Captó la quiebra de los proyectos políticos de innegable cariz moderno, sustentados en la concepción judeocristiana del tiempo, por lo menos, desde fines de los años sesenta del siglo pasado —en Conjunciones y disyunciones habla de «el fin del tiempo lineal»—, o incluso desde los tiempos en que madura su crítica a la idea de revolución, en Corriente alterna (antes de 1967). Corrigió hasta donde le resultaba posible el occidentalismo prevaleciente en su idea de la Modernidad, al menos, desde las reflexiones que registra El ogro filantrópico (1979). Percibió con tino que la llamada posmodernidad no ha sido sino «una modernidad aún más moderna», lo cual implicaba la decepción y la desazón de un anclaje en un orden civilizatorio sin futuro claro, justo por haberse consumido en el ara del culto al futuro en sí.
Pese a todo ese despliegue de lucidez crítica, Octavio Paz nunca renegó de un modo especialmente problemático de entender y asumir la ya referida dialéctica de lo moderno. Sus brillantes intuiciones postreras sobre el presente y sus relaciones con el pasado, especialmente en el ámbito latinoamericano y mexicano, ostentan la impronta del modernismo raigal que caracterizó al pensamiento y a la obra del poeta.
Abducido por la dialéctica de lo moderno, Octavio Paz cayó en su trampa más temible: el ejercicio de una crítica de la Modernidad que termina siendo absorbida por ésta. Uno de los secretos de la asombrosa continuidad de la manera moderna occidental de ser en el mundo radica en el rejuego —otro avatar de la dialéctica de la historia— de su intrínseca apertura a la crítica y su capacidad para neutralizar sus efectos y ponerlos a su favor. Desde luego, la misma metacrítica a la que sirven ciertas zonas del discurso paceano —en último término, sólo metadoxa, pese a sus pretensiones teorizantes— pierde fuerza entrópica y termina siendo asimilada por la modernidad hegemónica. Practicar la crítica al modo de Paz o de los ideólogos revolucionarios es jugar el juego conveniente al espíritu modernista: aceptar una dinámica donde la casa siempre gana.
Esa paradoja —con todo y su ingrediente de pasión inútil— ya se veía trenzada con el destino del intelectual moderno, en el siglo xix. Esto es algo que demuestra, por ejemplo, la actitud «intempestiva» (unzeitgemäss) con que el joven Nietzsche se enfrentó a la Modernidad todavía pujante del último tercio de ese siglo. De lo que se trataba, según el pensador alemán, no era de asumir la lógica de lo moderno aun por medio del ejercicio de la impugnación crítica de sus limitaciones, excesos y malas secuelas, sino de oponerse al espíritu de la época, es decir: de evadir dicha lógica.
La solución nietzscheana, la salida intempestiva ante una modernidad hegemónica, no está exenta de dificultades. La dialéctica de lo moderno opera como virtualidad inmanente a la realidad social. La actitud intempestiva no puede ignorar ese hecho, pero tampoco puede aceptar que se le imponga su lógica. La respuesta a esa tensión no consiste en producir más discurso crítico, para ser metabolizado por la lógica de esa posibilidad de lo moderno, sino impugnar desde la raíz el «espíritu» por el que fluye, la imagen del mundo que la sostiene: rechazar y soslayar el espíritu de la época, la manera hegemónica de ser moderno: nadar contra la corriente del tiempo: eso es lo que exige lo unzeigemäss, la condición intempestiva. Octavio Paz impugnó ciertas cifras de una época, de una concreción de la historia, pero su pasión crítica se con-fundió con las aguas del modernismo burgués y occidental, siempre vocado al futuro del futuro, y se negó así a cualquier otra modernidad. El propio poeta lo confiesa: «Quería ser de mi tiempo y de mi siglo».
6. Su ferviente modernismo impidió a Octavio Paz apreciar o siquiera atisbar una posibilidad dialógica de lo moderno, distinta y aun opuesta a la modernización rupturista vigente en los últimos tres siglos. A un lado de la vertiente del espíritu que impulsa una modernidad a la postre reñida con el espíritu, corre con el vigor que da la humildad un impulso modernizador que dialoga con la tradición clásica —es decir: con el mundo grecolatino y, más limitadamente, con la Edad Media, el Renacimiento y el Barroco— y procura, así, su continuidad renovada. En la primera corriente, fluyen Bacon, Descartes, Locke, Hegel, Comte, Marx, Bakunin y afines; en la segunda, Montaigne, Vico, Spinoza, Nietzsche, Unamuno, Machado, Santayana y congéneres, sin olvidar a románticos como los hermanos Schlegel, Novalis, Kleist, Byron, Leopardi y pocos más.
En esas listas obviamente simplificadoras, los primeros cortan en lo posible las amarras de la tradición que obturan el despliegue de su pasión por el futuro, la novedad y el cambio en sí. Los segundos optan por un curso de cambios e innovaciones que dialoguen con todo avatar de lo clásico y lo actualicen. Aunque siempre son limitantes los contrastes reductivos, los planos en blanco y negro, no es descabellado sugerir que, en general, los pensadores del primer grupo asumen una idea lineal del tiempo, mientras que los del segundo pueden abrirse, de maneras no siempre claras ni uniformes, a una visión cíclica del tiempo. Pero acaso el punto de mayor contraste entre ambas corrientes es otro: el modernismo rupturista tiende a preterir el alma humana, el dialógico nunca se desentiende de ésta. El modernismo rupturista rompe con los avances éticos impulsados por la filosofía clásica y estimula el olvido del alma —parejo al olvido del ser— en la tradición filosófica. Ya en el colmo de la simplificación, impera una Modernidad «sin alma», mientras apenas se ha hecho sentir una Modernidad «con alma». Desde luego, Octavio Paz advirtió muchas veces la vacuidad del modernismo hegemónico y protestó contra ella. Todo indica que éste asimiló esos afanes del poeta sin el menor empacho.
7. La Modernidad rupturista y, a su modo, «desalmada», implica necesariamente la figura del intelectual moderno: el híbrido de profeta con sofista referido al comienzo de estas reflexiones. Su ámbito representativo —inevitablemente pre-epistémico— es el de la doxa: la opinión en cualesquiera de sus alcances, intensidades y profundidades. Su dominio existencial es el de los múltiples avatares de la experiencia. Al «sofoprofeta» —o intelectual moderno en la mayoría de sus variantes— le tiene sin cuidado la consideración del fundamento de sus representaciones y sentimientos; de ahí la endeblez de sus nexos con la verdad y con el bien. La tierra que pisa es la de la doxa y actúa como los antiguos sofistas, sólo que ahora cuenta con más información, datos, así como con medios de mayor poder para influir en las invertebradas sociedades contemporáneas.
Cabe advertir, entonces, que estamos en una situación análoga a la de Atenas en los tiempos de Sócrates (finales del siglo v, a. C.): crisis ético-política, en una atmósfera de auge sofístico y vencimiento o insignificancia de las implicaciones humanas de la originaria filosofía de la fisis. Esto viene a ser un retroceso, de cara a los diversos avances del discurso ético de estirpe socrática. Toda proporción guardada, nuestro presente puede dibujarse, a modo de esquema, con esos trazos.
Esa situación exige, ahora, reinventar el alma humana y colocarla en el centro de atención de la praxis filosófica; dejar atrás el eruditismo —con frecuencia, en nuestro medio, una especie de «orientalismo» endógeno— y el enciclopedismo de cariz ilustrado (y su derivación wikipedista). Reclama, asimismo, resignificar los avances de la ética en la historia del pensamiento, reimpulsar una genuina filo-sofía: la actitud que cimienta un modo de vivir vocado al constante examen racional de las cosas: un ferviente amor por la verdad: un compromiso raigal con el bien y una apertura gozosa y realizadora a lo bello. Junto a esto, redimensionar el valor del diálogo vivo, reduciendo al máximo el papel de todo lo que implique mediaciones en la comunicación iluminadora y formativa entre personas.
A fin de cuentas, el problema que motiva las reflexiones precedentes no es sólo Octavio Paz, sino su siglo: un tiempo de desmesura sofística y profetismo: una era de saturación dóxica y de una cuasiepisteme científica postrada ante la técnica y su reducción instrumentalista de la vida: una época cuyo caquéctico espíritu moldean unos medios de barbarización masiva y expresan los productos de la industria cultural. La poesía de los buenos versos y la mejor prosa de Octavio Paz sobrenadó en esas aguas de cariz estigio. Lo contrario de su enjundia dóxica, su palpitación profético-sofística, trituradas en la noria de la modernidad hegemónica. La andadura o historia intelectual de Octavio Paz aparece, así, como la consumación de todo un orden del discurso. Su silencio definitivo el 19 de abril de 1998 marca la clausura de una posibilidad del verbo; lo que no impide que la neosofística moderna siga su curso, pero sólo como estertor de un espíritu en agonía. Poco a poco se abre paso, otra vez, el tiempo de la filo-sofía, la hora de la verdad, la hora de la buena voluntad, la hora de los nuevos avatares de lo bello. Nada nuevo bajo el sol del tiempo, ciertamente; pero, todo nuevo bajo el sol del logos amaneciendo a la boca de la caverna o antro de las ilusiones.
Ciudad de México, febrero de 2014
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