Jornada Semanal
Harold Alvarado Tenorio
A La invención de Morel
(1940) debe Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, 1914-1999) buena parte
de su prestigio. Es una suerte de diario llevado por un fugitivo
“venezolano” que, evadiendo la persecución policial, encuentra refugio
en una isla, aparentemente desierta, en medio del océano. Pronto
descubre unos extraños edificios (un museo de tres pisos con una torre,
donde hay una biblioteca; una capilla oblonga y una piscina de piedra
sin pulir) habitados por gentes que ignoran su presencia y, bajo
inusuales circunstancias, parecen tomar parte en un ritual de intrigas y
convencionales rutinas sociales. El prófugo se enamora de una de esas
figuras pero finalmente descubre, luego de un peregrinaje donde ve el
fenómeno fantástico de dos soles y dos lunas, que no son seres humanos
sino imágenes proyectadas por la compleja máquina de Morel que,
regulada por la marea, suministra energía a los motores para producir
fluido eléctrico y crea las figuras. La máquina tiene tres partes: la
primera registra, la segunda graba y la tercera proyecta. Las personas
desaparecen al desconectarse el aparato. También descubre que Morel ha
construido una suerte de paraíso circular donde las acciones y los
gestos de las figuras se repiten con la inexorable periodicidad de los
cambios lunares. Pero antes de llegar a esta conclusión, la imaginación
del protagonista se puebla de sospechas y conjeturas que consigna en
el diario que leemos tras su muerte. Todo ello provee de suspenso y de
una peculiar atmósfera surrealista a la historia.
Esta novela fue durante la vida de Borges uno de
los hitos latinoamericanos de la literatura llamada de ciencia ficción.
El tema de la inmortalidad está en su origen. La fascinación de Bioy
Casares por los espejos y el recuerdo de La isla del Dr. Moreau, de H. G. Wells, y El castillo en los Cárpatos,
de Julio Verne, donde un científico crea “homunculi” y usa técnicas
especiales para reproducir figuras humanas, son otras de sus
arqueologías.
Bioy pasó su infancia entre la estancia de su padre
en la provincia de Buenos Aires y la mansión de la familia en la
capital. Durante los estudios de bachillerato se interesó por las
matemáticas pero nunca abandonó su interés por la literatura. Terminó
su primera obra en 1928, un cuento fantástico y policial, y al año
siguiente publicó su primer libro de cuentos. Fue para ese entonces
cuando descubrió la novela española del siglo XIX, la Biblia, la Comedia, de Dante, el Ulises,
de Joyce y los clásicos argentinos, las novelas desechables y las
tiras cómicas. Como la mayoría de los jóvenes de clase alta de su
tiempo, se inscribió en la Facultad de Derecho de la Universidad de
Buenos Aires, pero al no encontrar éxito alguno en sus estudios se
cambió a Filosofía y Letras, pero no llevó a término carrera
universitaria alguna y prefirió administrar la estancia de su padre. En
1932, gracias a los buenos oficios de Victoria Ocampo, conoció a Jorge
Luis Borges, iniciando así una de las amistades y alianzas literarias
más ventajosas del siglo.
Borges logró convencer a Bioy de que la actividad
literaria excluye a las otras. Crearon una casa editorial y fracasaron.
Durante estos años Bioy leyó con avidez bajo la tutela de Borges a
todos aquellos autores que este último consideró, entre otros, los más
importantes para el desarrollo de una personalidad literaria: Johnson,
Gibbon, De Quincey, Butler, Stevenson, Kipling, Wells, Conrad, Proust,
Hawthorne, James y Kafka.
Bioy rechazó siempre sus primeros libros pues para él su carrera literaria comenzó con La invención de Morel,
que ganó el Premio Municipal y fue inmediatamente traducida al
italiano y al francés en una época donde los libros latinoamericanos
eran raramente tenidos en cuenta en Europa. Ese mismo año publicó junto
con Borges y Silvina la prestigiosa Antología de la literatura fantástica y harían aparición H. Bustos Domecq, autor de Seis problemas para Don Isidro Parodi (1942) y Dos fantasías memorables (1946), y B. Suárez Lynch, autor de Un modelo para la muerte (1946). En 1945 publicó Plan de evasión
y aceptó codirigir con Borges una colección de novelas policíacas
inglesas. Al año siguiente Silvina y Bioy entregaron al público una
novela detectivesca, Los que aman, odian, y en 1948 uno de los libros de cuentos de Bioy que mejor suerte ha tenido, La trama celeste, en el cual el propio autor dice haber encontrado por vez primera su real voz de narrador.
Bioy publicó una media docena de novelas y otros
tantos libros de cuentos, pero es quizás en un libro póstumo, titulado
meramente Borges, donde descansará su eternidad.
Como se sabe jorge luis borges
murió en Ginebra el 14 de Junio de 1986. Veinte años después, una
editorial argentina puso en circulación un obeso volumen de mil 700
páginas, cuyo autor gastó los dos últimos años de su vida en la puesta a
punto del quizás mejor retrato íntimo de uno de los más grandes
hombres que haya existido jamás. Un ciego de Buenos Aires, la ciudad
eterna como el agua y el aire.
El chisme da cuerpo a todo el volumen. Bioy no se
cansa de anotar que Borges viene a cenar, dejando por sentado que comía
prácticamente de su bolsillo. Es asombroso certificar la incansable
voluntad de Bioy por no dejar pasar detalle de lo que Borges le cuenta,
le comenta, le trasmite en llamadas telefónicas, sobre el extenso
círculo de amistades del rico heredero de La Martona, la más grande
procesadora de lácteos de Buenos Aires a mediados del siglo pasado. Un
círculo de amistades que presidía otra rica heredera, su cuñada
Victoria Ocampo, otra de las argentinas más celebres, no por su belleza
sino por su inteligencia y sus contribuciones a la literatura de
nuestra lengua, directora de la revista y la editorial Sur, amiga de Ortega y Gasset, Neruda, Lorca, Tagore, Camus, etcétera.
Adolfo Bioy Casares hace del chisme la cicuta que
va envenenado la lectura de sus recuerdos de Borges. Ni la amistad, ni
la prudencia o el respeto a las damas e iguales impiden que, con pasmosa
ingenuidad y propósito, Bioy vaya registrando la frase ingeniosa o
hiriente, la parcialidad de juicio, la tozudez contra quien se
malquiere o se odia, la misoginia, el racismo, los complejos de
superioridad argentinos, el antiperonismo, el anticomunismo y el
escepticismo tanto suyo como de Borges, a medida que van creando una
obra hecha de mutilaciones, modificaciones, suplantaciones y falacias
cuyo propósito es la creación, tanto en carne como espíritu –de eso es
testimonio este libro–, de una fábrica inmortal de palabras.
Porque nadie se salva en este extenso escrutinio y
saqueo del mundo, donde Borges y Bioy = Biorges, diseccionan pasajes,
examinan estrofas y rimas de un verso, impugnan locuciones, festejan
sonoridades, ríen de la aspereza y la ausencia de buen gusto de un
autor, o rescriben poemas por el mero gusto de ejercer el oficio que
mejor conocen: escribir.
El Fausto, de Goethe: “¿No te parece –dice Borges–, es el mayor bluff de la literatura?”. Shakespeare es “the divine amateur”, siempre usa el “mot injuste”;
el surrealismo, “contrariamente a otras ideologías invasoras de lo
literario, el catolicismo y el comunismo, prescinde del propósito de
lograr obras legibles”; los poemas de Alejandra Pizarnik son “absurdas
cacografías”; a Ezra Pound “lo consideran el il miglior fabbro,
pero nadie lo lee”; “Thomas Mann era un idiota”; “Le dieron el Premio
Nobel a Juan Ramón Jiménez… Primero Gabriela Mistral, ahora Juan Ramón.
Son mejores para inventar la dinamita, que para dar premios… Gabriela
Mistral no ha escrito un poema bastante bueno… Los premios no ayudan,
en la posteridad a nadie…”; “¿Qué puede saber de nada un bruto como
Hegel?”; (Oliverio Girando) “su obra no es nada”… “Fue un peronista
inmundo”; “Neruda gusta porque a veces es cursi sin asco”; “Lorca
escribió poemas horribles”; “Ya me habían dicho que los músicos no
tenían oído. Piazzolla no sabe leer los versos”; “Sábato también
desaparecerá, sin dejar rastro, después de la muerte”; “Si comparás la
muerte de Sócrates y la de Cristo no hay duda de que Sócrates era el
más grande de los dos. Sócrates era un caballero y Cristo un político
que buscaba la compasión.”
Y si el chisme es el hueso, la maledicencia es la
medula que amarra esta amistad y la hace compadrazgo. Si Borges es un
facón de hielo, Bioy es la perfidia misma y ambos son tóxicos y
mortíferos. Bioy, entre líneas, va dejando sentado que Borges tiene una
puritana antipatía por los temas amorosos y la incomodidad que siente
ante las alusiones literarias a la vida sexual, justificando muchas
veces que lo erótico es inferior a lo épico. Pero la cúspide de las
insidias se alcanza cuando hacen referencia a las mujeres que les han
interesado sentimentalmente. De Haydee Lange, la bella pelirroja
libertina que fue una de sus (de JLB)
pasiones de madurez, quien lo dejó por Oliverio Girondo y, con la
complicidad de Lorca, hizo el amor una noche en una terraza con Neruda,
dice que“vive idiotizada por el alcohol”; Estela Canto, a quien dedicó El Aleph
y le regaló el manuscrito que luego ella vendería en una subasta
pública, y que escribiera un libro sobre su relación con Borges, la
considera “este pilar de la rectitud”; Silvina Bullrich es una “gorda
raviolera del barrio de Flóres”; Susana Soca, una mecenas uruguaya, es
“una opa”, y otro tanto de colores locales por las rivalidades y
envidias entre las bellas y elegantísimas para Susana Bombal, Carmen
Gándara, las hermanas Grondona, Wally Zenner, Marta Mosquera, Esther
Zemboráin de Torres (con quien vino a Colombia por vez primera) o
Pipina Dile y Elvira de Alvear, a quien en su postrer locura y pobreza,
Borges visita infaltable cada fin de año.
Capítulo aparte merece el primer matrimonio de
Borges, cuando a los sesenta y ocho años decide casarse, ante la
posible desaparición de su madre, con una vieja novia de juventud: Elsa
Astete, viuda de Albarracín, un ser de otro mundo, menos del borgiano.
“Pongo mi destino en manos de una desconocida”, dice Borges.
“No se parece a las que él nos tiene acostumbrados –confía doña Leonor
Acevedo a Bioy. Y más adelante los celos de Elsa con sus amigos, sus
viajes, sus homenajes, mientras el viejo y ciego poeta cada vez más
rico va comprándole vestidos, abrigos de piel, apartamentos o zapatos de
segunda mano.
Al final, por supuesto, llega el turno a María
Kodama, con quien casó por poder cuarenta y cinco días antes de morir.
Bioy guarda la más estricta prudencia sobre ella, quizás para no ofender
la memoria de su amigo y maestro.
Bioy Casares confesó que para él la vida y la
literatura eran la misma cosa, que adeudaba tanto a los libros como a su
intensa existencia. Su novela predilecta fue Dormir al sol.
Creyó, además, que el cuento terminará derrotando a la novela pues
puede tener todas las virtudes de la novela sin sus defectos,
principalmente, su extensión.
De ahí que quizás sean sus cuentos de la vida
sentimental de los machos y las hembras de la clase alta argentina de
mediados del siglo pasado lo mejor de su obra narrativa. Guirnalda con amores (1959) y El héroe de las mujeres (1978) reúne una buena parte de ellos, contados a partir de esa técnica recreada por el noveau roman
de ofrecer al lector la sensación de una conversación privada entre
quien lee y quien narra, partiendo sin duda de experiencias reales,
nada ficcionadas. El macho de Bioy devela sus miserias, pero sigue
oculto entre los clisés del lenguaje, mientras las hembras son heroicas
en su extensa frivolidad. Bisoños románticos, asustadizos y fatuos que
comprueban cada noche su fracaso con “ellas”, para quienes la vida es
una gran diversión y nada saben de la muerte ni la fealdad o el
envejecimiento.
El 14 de Junio de 1986, un desconocido, en un
quiosco de periódicos, cerca de La Biela, reveló a Bioy que Borges había
muerto. “Seguí mi camino –anota Bioy–. Fui a otro de Callao y
Quintana, sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin
Borges.” Antes de morir, apunta, alguien grabó a Borges cantando
tangos: “Dicen que en esa grabación Borges ríe con la risa de siempre.”
El círculo del cielo mide mi gloria,
las bibliotecas de Oriente se disputan mis versos,
los emires me buscan para llenarme de oro la boca,
los ángeles ya saben de memoria mi último zéjel.
Mis instrumentos de trabajo son la humillación y la angustia,
ojalá yo hubiera nacido muerto.Abulcásim el Hadramí.
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