Jornada Semanal
Enrique Héctor González
I
Ocurre que siendo como es de biunívoca la ecuación Cervantes-El Quijote,
se olvida a menudo que, entre los cuatrocientos años cumplidos ya por
la primera parte de su obra magna y los dos que faltan para que la
segunda cruce tal umbral, se publicaron, en 1613, doce narraciones
breves que, muy al uso de la época, el autor tituló Novelas ejemplares. Junto a las otras tres obras narrativas de Cervantes (la previsible Galatea, los póstumos Trabajos de Persiles y Sigismunda
y su novela por antonomasia), las breves narraciones que hace cuatro
siglos vieron la luz pueden considerarse el punto de partida de un
subgénero literario, la novela corta, respecto del que, si bien es
abusivo asegurar que haya sido inaugurado por el autor del Quijote, no es exagerado reconocer que, dados su peculiar concepto y ejecución, tiene en las Novelas ejemplares su primer corpus unitario en nuestra lengua.
Es posible que la apuesta del autor por La Galatea,
obra escrita en el afán de adscribirse a un género –el de la novela
pastoril– que ya había dado sus mejores frutos en 1585, sólo sea un eco
del escaso éxito que Cervantes cosechaba ya en la poesía y, sobre
todo, en el teatro. Aunque, como observa Américo Castro, “la intuición
del fenómeno íntimo”, del carácter y la psicología de los personajes,
sea uno de los méritos mayores de aquella forma novelística, no se
trata de una historia caracterizada por su lozanía y donaire, ese
desenfado natural que resulta irrepetible en la prosa quijotesca. Otro
tanto puede decirse de la última entrega narrativa de Cervantes,
aparecida un año después de su muerte: Los trabajos de Persiles y Sigismunda,
laborioso ejercicio en que, “por carta de más”, como diría su autor,
esto es, por una barroquizante elaboración de la estructura, de los
encuentros y desencuentros de la pareja protagónica, la novela se envara
en vericuetos que la vuelven un tanto ampulosa y, de nuevo, poco digna
de la gratísima sencillez alcanzada en su obra mayor.
Las Novelas ejemplares, en cambio, participan del equilibrio que Cervantes consiguió en el Quijote.
Casi todas fueron escritas mucho antes de su publicación y se llaman
así porque “no hay ninguna de la que no pueda sacarse ejemplo
provechoso”, según su autor. Pero lo que parecería una olvidable
diligencia didáctica (el adjetivo “ejemplares”), estorbosa para el
ámbito lúdico en que Cervantes gustaba de escribir, deviene, en algunas
de las historias, una lección de ambivalencia sólo comparable a la del
“entreverado loco lleno de lúcidos intervalos” que es don Quijote,
según lo define Lorenzo de Miranda en algún capítulo de la segunda
parte.
Se trata de una docena de textos que, cada uno por
sí, no rebasa las cincuenta páginas y es semejante, en su tratamiento y
extensión, a las dos narraciones largas interpoladas en la primera
parte del Quijote: la Historia del cautivo y la Novela del
curioso impertinente; y curioso es, precisamente, que el término
“novela” se atribuyera, en la época de Cervantes, a obras breves y
amorosas como éstas y no a los textos de más largo aliento, de modo que
cuando hablamos de novela picaresca, pastoril o de caballerías
estamos cometiendo una evidente anacronía en demérito del término
“historia”, reservado entonces a narraciones largas como el Amadís o la Dorotea.
Pero al margen del nombre empleado para referirnos a ellas, las
novelas ejemplares cervantinas son textos en que la amalgama de
naturalidad y convencionalidad es así de pródiga que resulta imposible
decidir si las obras nos atraen por la avezada verosimilitud de sus
situaciones o por la ingeniosa manera como se enredan para afinar la
trama. Los personajes de este dodecaedro narrativo son tipos sociales
que encarnan modelos de conducta, oficios o roles propios de su época,
pero están plenamente individualizados, además de que sus historias
traslucen una organicidad, una unidad de estilo y una semejante manera
de abordar la anécdota que las armoniza entre sí, dándoles un aire de
familia inobjetable.
En Erasmo y España –libro, si los hay,
ejemplar por su irrepetibilidad de asunto y de enfoque–, Marcel
Bataillon observa que “la obra de Cervantes es la de un hombre que
permanece, hasta lo último, fiel a las ideas de su juventud, a ciertos
hábitos de pensamiento que la época de Felipe II
había recibido de la del Emperador”. Es extraño que tan persistente
conservadurismo termine por facilitar antes que entorpecer la
ductilidad de sus textos, pues una suerte de identidad ideológica, que
muchas veces puede confundirse con el estilo mismo, insufla claridad a
las tramas y a las reflexiones. Basta reconocer en los personajes y
narradores del Quijote, por ejemplo, los juicios que sobre la
vida y la literatura ilustran los del propio Cervantes, para confirmar
que la aleccionadora unidad de las Novelas ejemplares no sólo
pasa por el filtro de los años y aun décadas que mediaron entre su
escritura y su publicación, sino que asimismo va sostenida por el mismo
ánimo de enmienda que, ante lo injustamente aceptado, ante lo
miserable o mezquino del mundo, priva en su visión de la sociedad del
siglo XVI lo mismo que en la del naciente XVII.
II
Como las horas del reloj y los convidados a célebre
cena, son doce –queda dicho– las historias del libro, casi todas de
tema contemporáneo. Asuntos de celos y desencuentros amorosos, sátiras
sociales y caricaturas de psicosis muy personales, protagonizan estos
relatos. Pero los rasgos más acabadamente cervantinos son los que han
prevalecido hasta hoy: la visión lúdica del mundo, el irrestricto elogio
de la libertad y la condición de que honra y linaje no dependen del
juicio ajeno sino del propio, pues al final “uno es hijo de sus obras”.
El que Cervantes, como cualquier escritor, esté atrapado en más de un
sentido en la mentalidad de su época no obsta para que, a la distancia
de cuatro siglos, un rasgo esencial del Quijote se trasmine, por así decirlo, en las Novelas ejemplares: su generosa conciencia de la ambivalencia de sentidos que puede desprenderse de las situaciones y las actitudes humanas.
A diferencia de la novela sentimental y de corte
pastoril, que también trataba asuntos amorosos, cruces inexactos de
destinos adversos, errancias irreales (y “errar” era casi siempre errar, equivocarse)
por derrotas hechizas (y la palabra “derrota”, como camino, tendría
luego una evolución que confirmaría la mala ventura de quien huye o
busca y sólo se pierde), las ejemplares historias cervantinas son, por
así decirlo, de carne y hueso, pues tratan “problemas del corazón
humano en sus conflictos íntimos”. No dejan de ser artificiosas, para
el gusto moderno, porque la estética de la época alababa y avalaba los
sinos sublimes, los enredos inverosímiles y la piadosa solución de los
conflictos más intrincados. Pero eso no obsta para que Cervantes,
aturdido por una suerte de celosa voluntad de radiografiar el alma de
sus criaturas, en comedidas dosis y trazos estrictos alcance la nitidez
que le convenía a la brevedad de sus relatos.
Sea a partir del matrimonio de un viejo y una joven que, naturalmente, le es infiel en El celoso extremeño;
resulte del feliz descubrimiento de un estudiante cuando advierte que
la sirvienta que ama es de origen aristocrático, según sucede en La ilustre fregona; pase por la locura de creerse de cristal, como el Tomás Rodaja de El licenciado Vidriera,
quien ha caído en tan disparatada ocurrencia al comer el hechizado
membrillo toledano que le administró una mujer de ésas “que llaman venéficas, que no es otra cosa lo que hacen que dar veneno a quien lo toma”, la originalidad de las Novelas ejemplares
radica menos en la anécdota que en la precisión con que Cervantes
diseña los pormenores de la historia, en su ánimo de enfatizar una
personalidad o un dilema configurados siempre a partir del atinado tono
con que sabe entretener, divertir y diversificar la curiosidad del
lector.
No me detendría en cada relato sin abusar del espacio previsto. Decir que en la búsqueda de aventuras de Rinconete y Cortadillo, una de los mejor estudiados, hay algo de don Quijote, y que la vida licenciosa retratada en El casamiento engañoso
no carece de la savia y sabor que a una buena historia le procuran el
conocimiento de primera mano de tal ambiente, recreado con lujo de
verosimilitud verbal como los diálogos entre Sancho y su amo, significa
reconocer el arte con que fueron concebidas y escritas estas novelas
ejemplares. Sin embargo, querría arrendar, así sea brevemente, en una
cuyo asunto es fantástico y que indaga, a través de un discurso tanto
cortesano como filosófico, en la “gana de hablar” de los canes Cipión y
Berganza. La trama de El coloquio de los perros explora, de
manera festiva, el don articulatorio de dos animales, anomalía matizada
por su comedido agradecimiento de este bien (que ellos saben haber
recibido inmerecidamente) y por la asombrosa angustia de ignorar en qué
momento perderán la facultad oral. En una palabra, Cervantes nos los
muestra como genuinos seres humanos apremiados por la contingencia.
En su despilfarrada conducta, sin embargo,
predomina un espíritu racional que recuerda menos a la fábula
grecolatina que a la novela de aventuras, donde el personaje errabundo,
durante su viaje, aplica una lógica que resulta impecable porque de
ella depende, muchas veces, su sobrevivencia. Los perros, en apología
del nomadismo, coinciden en señalar como fuente de su gran discreción
el haber vivido en muchos lugares, lo que los faculta para hablar,
incluso, de literatura.
En efecto, su lúcida, incesante conversación
satiriza en algún momento la escasa verosimilitud de las novelas
pastoriles casi sin percatarse de que son ellos, unos perros, quienes
denuncian tal irrealidad. A más de esto, se advierte en Berganza que,
conforme más habla, menos razona y mayormente le preocupa lo que le
falta por decir, en un irónico, cervantino dibujo de la esquizofrenia
humana. La primigenia humildad deviene entonces perplejidad; el antiguo
agradecimiento es ahora cómico desconcierto: la exquisita ambivalencia
del humor.
Como ocurre en esa preclara historia del siglo segundo de nuestra era, El asno de oro,
de Apuleyo, fue un conjuro el que produjo este doble parto canino: los
perros parlantes son producto de un encantamiento. Pero si aquel
animal podía recuperar su naturaleza humana sólo masticando unas rosas,
Cipión y Berganza lo harán cuando ocurra la humillación de los
soberbios y la elevación de los humildes, es decir…
Estas historias de juego y hechicería, herederas de las fábulas milesias y la literatura que, desde Bajtin, llamamos de carnaval,
son de amplia aunque soslayada prosapia y presencia en la cultura
popular europea desde tiempos antiguos. Que su espíritu lúdico haya
contagiado a algunos autores cultos será siempre en beneficio de los
lectores dispuestos a solazarse con historias no por exageradas y
fantasiosas menos dignas de ser reconocidas como andamios en la
entreverada escalera donde, peldaño a peldaño, dialogan el
entretenimiento y la visión crítica del mundo, el desenfado y la puesta
en jaque de la realidad y sus inexactas jerarquías.
Sólo críticos de viejo cuño, como Unamuno o
Rodríguez Marín, pudieron alentar la especie de que el espíritu de la
narrativa cervantina, cuyo ápice se plasma en la pasmosa perfección del
Quijote, recela del limitado entendimiento de su autor, pues si bien las Novelas ejemplares
no alcanzan en todos los casos la genialidad del libro más importante
de Cervantes, sus innumerables virtudes son suficientes para confirmar
el talento de un escritor que, casi siempre, estuvo a la altura de su
obra.
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