sábado, 20 de julio de 2013

López Velarde, lector de Sigüenza y Góngora

20/Julio/2013
Laberinto
Evodio Escalante

 
Uno de los misterios que envuelve a La suave patria de López Velarde tiene que ver con el adjetivo “suave”. ¿Cómo se le ocurrió o de dónde lo tomó el poeta? Hace unos días, al leer El Pegaso o el mundo barroco novohispano en el siglo XVII de Guillermo Tovar de Teresa, me encontré con una cita de Farnesio que explica a la perfección el sentido del título. Sostiene Farnesio: “es, pues, la Patria una cosa saludable; su nombre es suave y nadie se preocupa de ella porque sea preclara y grande, sino porque es la Patria.” Esta definición, nada grandilocuente sino, por el contrario, afectuosa y a ras de tierra, tenía que haberle simpatizado a López Velarde. La cita de Farnesio aparece en el libro Teatro de virtudes políticas del eminente intelectual novohispano Carlos de Sigüenza y Góngora, título al que me volqué de inmediato en busca de otros indicios que pudieran confirmar que en efecto López Velarde se documentó en él para poder escribir su poema. Lo primero que pude advertir es que el propio Sigüenza utiliza con generosidad el adjetivo, que brota dos veces en su prosa: “atendí a la explicación suave de mi concepto”, “sea esto por el medio suave de la pintura” y una vez más en un verso que dice: “suave articuló trompa canora.” Diré más: en otro de sus libros, Mercurio volante, apenas en el tercer renglón vuelvo a encontrar el término: “el suave yugo del Evangelio.” Esta reiteración, empero, no constituye la parte fuerte de mi argumento. La cita de Farnesio embona tan bien en la filosofía del poema del zacatecano y es, además, tan contundente al declarar: su nombre es suave, que parece incontestable la atribución.
¿Hay otros datos que confirmen que López Velarde leyó este libro de Sigüenza? Yo diría que sí. Lo extraordinario del asunto es que la influencia del intelectual novohispano no se limita a éste, más otros dos o tres “préstamos lexicales”, sino que acaso el eje más notable de La suave patria, la exaltación de Cuauhtémoc como “único héroe a la altura del arte”, también deriva en lo esencial de la visión que propone Sigüenza. Escrito en ocasión de la llegada a la ciudad de México del conde de Paredes, nombrado Virrey de la  Nueva España, el Teatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe advertidas en los monarcas antiguos del mexicano imperio, es un documento de erudición y de bienvenida que resalta por el talante criollo de su ideología: lo que Sigüenza se propone es ni más ni menos que aleccionar al nuevo soberano con el ejemplo de las virtudes con que habrían ejercido el poder doce sucesivos emperadores de la nación mexica. Los cimientos de la mexicanidad se empiezan a calar aquí, en la medida en que el arte de gobernar no se aprende en los libros de la historia europea, ni atisbando en las rancias genealogías de las casas reales francesas, germánicas o españolas, sino estudiando los procederes de doce monarcas de este suelo nativo.
Este giro impresionante lo justifica el propio Sigüenza cuando hace suya una declaración de Calancha que lo pinta de cuerpo entero: “con estos párrafos les he pagado a los indios la patria que nos dieron.” En consecuencia con ello, elabora un catálogo de ejemplos por el que desfilan (respeto su grafía de los nombres) Huitzilopochtli, Acamapich, Huitzilihuitl, Chichimalpopocatzin, Itzcohuatl, Motecohzuma Ilhuicaminan, Axayacatzin, Tizoctzin, Ahuizotl, Motecohzuma Xocoyotzin, Cuitlahuatzin y, por último, ensalzado por “la invictísima paciencia” con que sufrió el tormento cuando le quemaron los pies, el joven Cuauhtemoc, quien hace honor al lema “No se inclinará”.
López Velarde repite el gesto de Sigüenza. De todos los personajes de la historia de México, el único que alcanza la dimensión estética es Cuauhtémoc. “Con ello —sostiene Víctor Manuel Mendiola en El ángel que acompañó a Tobías—, no solo descartó a la inmensa galería de héroes consagrado a lo largo de la violenta historia mexicana, sino —y esto es lo más importante— a los recién muertos o a los recién llegados…” Obregón, Zapata y Villa vienen de inmediato a la mente. A diferencia de Mendiola, estimo que por un principio de acumulación histórica tendrían que pesar todavía más en la mente de López Velarde personajes como Hidalgo, Iturbide, Morelos, Guerrero y Benito Juárez. Ninguno, empero, y la declaración es categórica, está “a la altura del arte”. ¿Esteticismo? ¿Arrogancia de artista? En dado caso, el poeta se reserva el derecho de decidir quiénes pueden ingresar o no en el espacio del poema.
Que Cuauhtémoc, y solo él, al lado de la Malinche, merezca este privilegio, es algo que ya se anticipa de algún modo en el texto de Sigüenza. Como parece anticiparse este famoso dístico que resulta esencial para entender el surgimiento de nuestra identidad. Así se lee en La suave patria: “Anacrónicamente, absurdamente,/ a tu nopal inclínase el rosal.” No es la cultura más atrasada, supuestamente la azteca, la que se “dobla” ante la española, sino al revés. Por eso “al idioma del blanco, tú lo imantas”. Si se ven las cosas con cuidado, se notará que esta “inversión” cultural ya se presiente en el lema que corresponde a Cuauhtémoc en la visión de Sigüenza: “No se inclinará.” E, incluso, en la propedéutica toda de su escrito.
Es tan mayúsculo su respeto, por otra parte, a Cuauhtémoc, que él mismo anota que sobre su cabeza, en lugar de corona, deberá colocarse la siguiente inscripción: “La mente permanece inconmovible.” Si se repara en que esto lo propone un eminente letrado que conoce muy bien una tradición que se remonta a la Metafísica de Aristóteles, se alcanzará a advertir el toque sublime que encierra este elogio.
Un dato más, y con esto termino. La palabra “diamantina”, que mucho llama la atención cuando López Velarde la utiliza para definir a la patria (“Diré con una épica sordina:/ la patria es impecable y diamantina”), también aparece en uno de los epigramas con que elogia Sigüenza y Góngora a Cuauhtémoc. Va la estrofa completa:
La columna diamantina,
que este rey con persistencia
abraza, no a la violencia,
no al infortunio se inclina;
porque la guerra, la muerte,
y el hambre, sin contrastarle,
sirven solo de aumentarle
prerrogativas de suerte.

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