domingo, 13 de mayo de 2012

Lizalde o la poesía del resentimiento

13/Mayo/2012 
Jornada Semanal
Mario Bojórquez

Cuando leemos un poema estamos leyendo toda la poesía universal; este trabajo en colaboración implica al idioma y a la experiencia vital del hombre sobre la Tierra. Cuando leemos a un poeta leemos también a aquellos otros que dieron testimonio de su vida y, aún más, los poemas que aún no han sido escritos por autores que aún no nacen. En la poesía de Eduardo Lizalde encontramos rasgos inequívocos de la obra de Ramón López Velarde. Esta influencia ha sido analizada y comentada por la crítica a partir de la publicación de El tigre en la casa y confirmada en Caza mayor y otros libros. La figura del tigre, se ha dicho, le ha llegado a Borges por Blake y a Lizalde por Darío. Esto puede ser cierto; de Borges sabemos su gusto por el trocaico tigre que “en las selvas de la noche es un brillo ardiente”, y en Lizalde recordamos su diálogo con Darío en “las fieras se acarician, Rubén,/ bajo las vastas selvas primitivas” que nos remiten al poema “Estival”. Sin embargo, nosotros creemos que es del texto “Obra maestra”, de Ramón López Velarde, que viene su final filiación; ya Vicente Quirarte ha apuntado a principios de la década de los noventas: “El tigre es el gran mendigo cósmico, el solterón lopezvelardeano, el de la inaudita belleza que atrae y que repugna”, y en otro momento Ramón Xirau se refiere así a El tigre en la casa: “Nace, ahora cercana a López Velarde –nuevamente punto de partida– ‘la amada’, pero surge en el ‘resentimiento’– ¿se trata de un re-sentimiento, un nuevo sentir?” Sí, nos parece que se trata de un nuevo sentir; pensamos que la poesía de Eduardo Lizalde ha renovado el discurso amoroso en la poesía española contemporánea, ha logrado inyectarle esa fiereza que viene de “Obra maestra”, esa desesperación que en el vértigo se abisma, ese girar sobre el signo del infinito. Desesperado, furioso, colérico, conocedor de la potencia que la naturaleza ha dispuesto en su semilla, pero al mismo tiempo excedido por no lograr la perfección, la indigencia espiritual que en racimos de ira, de odio en peso, en vilo, lacera las paredes del alma, injerta garras de amargo y dorado odio. Ya la perra enorme ha dado al dogo fiel vástagos de puerca en El tigre en la casa, y en Caza mayor la tigra destruirá a la camada y compartirá, con el tigre real, el amo, el sol, el solo, el soltero, las tiernas carnes del filicidio. En López Velarde leemos “El tigre medirá un metro. Su jaula tendrá algo más de un metro cuadrado. La fiera no se da punto de reposo. Judío errante sobre sí mismo, describe el signo del infinito con tan maquinal fatalidad, que su cola, a fuerza de golpear contra los barrotes, sangra de un solo sitio. El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad.” He aquí retratada la fiereza del tigre de Lizalde, su descarnada furia, que destruye porque la piedad no es un atributo de la belleza; aquí su maquinal fatalidad, su engrasada maquinaria de odio y de placer rencoroso; aquí el retrato del tigre-soltero: “El tigre en celo/ es como un pozo de semen,/ como un brazo de río:/ más de cincuenta veces en un día/ copula y se descarga largamente en la hembra,/ como un cielo encendido en éxtasis perpetuo,/ una tormenta de erecciones.”
Un poeta romántico mexicano casi desconocido para las nuevas generaciones, un autor digamos de culto, es quizá una de las fuentes del lenguaje injuriante en la poesía mexicana. Muchos poetas nuestros han establecido una suerte de diálogo con la obra de Antonio Plaza, pero será sin duda el poeta Eduardo Lizalde quien mejor reflejará esta influencia literaria. Su libro, El tigre en la casa, conserva rasgos definitivos de la escritura de “A una ramera”, el tema de la amada como el ser más vil y vicioso: en Plaza, la ramera; en Lizalde, la perra: “La perra más inmunda/ Es noble lirio junto a ella/ Se vendería por cinco tlacos a un caimán/ Es prostituta vil, artera zorra/ Y ya tenía podrida el alma a los cuatro años./ Pero su peor defecto es otro:/ Soy para ella el último de los hombres.”
Mientras que en Antonio Plaza reconocemos la devoción del amor por un ser manchado en el desprecio social, en Eduardo Lizalde esta visión se ha modernizado, incide en el destino de un hombre que ha tenido que sutilizar su amorosa entrega a alguien por quien él mismo siente ese desprecio: “¡Ámame tú también! seré tu esclavo,/ tu pobre perro que doquier te siga./ Seré feliz si con mi sangre lavo/ tu huella, aunque al seguirte me persiga/ ridículo y deshonra; al cabo, al cabo,/ nada me importa lo que el mundo diga./ Nada me importa tu manchada historia/ si a través de tus ojos veo la gloria.”
En sus poemas “Lamentación por una perra” y “La ciudad ha perdido su Beatriz”, Eduardo Lizalde consigue ir más allá en el uso violento del lenguaje con expresiones que causan pasmo en el sorprendido lector: “También la pobre puta sueña./ La más infame y sucia/ y rota y necia y torpe,/ hinchada, renga y sorda puta,/ sueña.” Con expresiones de amargo y ácido desencanto va colocando el repertorio de injurias: “despreciable perra”, “cloaca ambulante”, “perra innoble”, “perra sin límites”, “perra impune”, y aun las prostitutas al lado de esa “perra” se ven como decentes señoritas: “¡Grandes hetairas,/ qué pequeñas sois junto a ella!/ qué despreciables,/ qué puras.” En tanto que Antonio Plaza logra una mezcla agridulce de injurias y devoción enferma evidenciado en el uso del contraste, tal como en Petrarca reconocemos el tema de los contrarios en el amor con su Pace non trovo…, donde a cada proposición positiva en el discurso se alterna una proposición negativa en sus valores más eminentemente morales: “Mujer preciosa para el bien nacida,/ Mujer preciosa por mi mal hallada,/ Perla del solio del Señor caída/ Y en albañal inmundo sepultada;/ Cándida rosa en el Edén crecida/ Y por manos infames deshojada;/ Cisne de cuello alabastrino y blando/ En indecente bacanal cantando.”
Una de las figuras plásticas más impresionantes en la obra de Eduardo Lizalde es la de la mutilación y el desgarramiento; en el poema 3 del Retrato hablado de la fiera. Dice que “el amor era una fiera lentísima:/ mordía con sus colmillos de azúcar/ y endulzaba el muñón al desprender el brazo”. Y en el poema “Bellísima” de La zorra enferma afirma: “Si fuera usted un poco menos bella/ si tuviera un defecto en algún sitio/ un dedo mutilado y evidente.” Y más adelante insiste: “Y desespera comprender/ que aun la mutilación la haría más bella/ como a ciertas estatuas.” La referencia mexicana a este uso poético, donde se unen belleza y mutilación, la podemos encontrar en un hermoso poema, “Delicta Carnis”, de Amado Nervo, donde el poeta nayarita se duele en oración por su alma que se pierde entre los tormentos de la pasión carnal; rechaza a la Afrodita impura para alcanzar el sosiego de los justos, pero en sueños temibles la Venus de Milo lo persigue y desea: “Y no encuentro esperanza, ni refugio ni asilo,/ y en mis noches, pobladas de febriles quimeras,/ me persigue la imagen de la Venus de Milo,/ con sus lácteos muñones, con su rostro tranquilo/ y las combas triunfales de sus amplias caderas.”
Cuando leemos un poema leemos también de nuevo al hombre en su simpleza, en la modesta convencionalidad no heroica de sus ínfimos actos; leemos en ese verso la misma pulsión que gobernó el latido del aeda, y leemos al poeta futuro, aquel que volverá a cantar con nuevos acentos las melodías antiguas. Cuando nos acercamos a la obra de un poeta verdadero, como Eduardo Lizalde, nos acercamos a la historia del alma humana.

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