sábado, 18 de febrero de 2012

Desacralizar los Premios

18/Febrero/2012
Laberinto
Armando González Torres

Solemos profesar un culto ingenuo al Premio como un indicador de prestigios infalibles que legitima nuestro gusto en arte y literatura. En realidad, esta fe animista en el premio es profusamente manipulada por los mercaderes contemporáneos de la fama (véase a James English en su The economy of prestige…) y, por ejemplo, en el mercado editorial el premio generalmente funciona como un instrumento mercadotécnico no para reconocer, sino para producir mérito y conferir valor agregado al producto. Se supone que, precisamente para contrarrestar la lógica comercial, existen premios literarios institucionales, en los que se honra el mérito mediante el juicio de los pares. En México, el Xavier Villaurrutia, de “escritores para escritores”, es uno de los más prestigiados. Por supuesto, no es inmune a críticas y un vistazo a su historial muestra la huella de forcejeos entre grupos de poder literarios. Pero nunca, como cuando se le dio a Sealtiel Alatriste, había despertado tal polémica. ¿Por qué? Al menos uno de los jurados, Ignacio Solares, tenía vínculos amistosos y laborales con el premiado y, por ende, un conflicto de intereses. Además, existían cuestionamientos previos y fundados sobre la legitimidad como escritor del premiado (los plagios demostrados y confirmados por su patética defensa de una “poética” basada en reproducir fragmentos de otras obras como “homenaje”).

Gracias a la presión social, el Sr. Alatriste ya se separó de un puesto altamente simbólico en la UNAM y ya renunció a que su singular concepción de la intertextualidad y el homenaje fuera premiada con el Villaurrutia. De cualquier modo, el mundo de las letras tiende a ser fagocitado por muchos Alatristes que buscan imponer los fueros obtenidos en otras esferas y aspiran a obtener reconocimiento literario por una vía más expedita que el aburrido oficio de escribir. A ésos habría que cerrarles el paso a los reconocimientos que se pretendan serios, y, sobre todo, que impliquen recursos públicos (las editoriales comerciales están en su derecho de invertir en crear genios semestrales y el consumidor está en su derecho de creerles). Para ello, simplemente hay que introducir un poco de transparencia y sentido común en la deliberación de los premios institucionales. Prácticas como, entre otras, transparentar la relación laboral o familiar de jurados y candidatos; solicitar requisitos mínimos de trayectoria a un ganador y subir a internet la lista completa de obras que fungieron como candidatas y la versión estenográfica de la deliberación brindarían elementos de juicio al público y ayudarían a limitar la impunidad. Nada garantiza que los premios sean incontrovertibles, con todo, disminuir la sacralidad-opacidad que los rodea y exponerlos a un mayor escrutinio al menos haría más difícil materializar la propensión de muchos a traducir poder burocrático en prestigio literario y a figurar como autores sin escribir o, peor, apropiándose de textos de otros.

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