sábado, 15 de octubre de 2011

El caudillo cultural

15/Octubre/2011
Laberinto
Enrique Krauze

En 1920, tras el triunfo de la Rebelión de Agua Prieta (encabezada por los generales sonorenses fieles a Obregón contra Carranza), Ulises-Vasconcelos regresa a Ítaca-México para hacerse cargo, primero, de la rectoría de la Universidad de México y, tiempo después, de la nueva Secretaría de Educación Pública. La correspondencia con Reyes contiene una revelación sorprendente. El “afán místico” se resuelve y encuentra forma concreta:

Ahora para mí el mundo no es más goce. Mi cuerpo todavía esclavo puede sufrir y a veces sufre, pero mi alma vive de fiesta. Esto, ya te digo, es la gracia que yo hallé por el triple camino del dolor, el estudio y la belleza. El dolor obliga a meditar; el pensamiento revela la inanidad del mundo y la belleza señala el camino de lo eterno. En los intervalos en que no es posible meditar ni gozar la belleza, es preciso cumplir una obra; una obra terrestre, una obra que prepare el camino para otros y que nos permita seguir a nosotros mismos.

La gran novedad está en el proyecto de la “obra terrestre” que le insinuaba a Reyes. Para sorpresa de su generación y su época, José Vasconcelos estaba por convertirse en el san Pablo de Plotino... en México. Plotino quiso construir una ciudad en memoria de Platón. Su extraño sucesor americano quiso crear una obra en memoria de Plotino. La obra que acababa de emprender aspiraba a ser una arquitectura espiritual: una Enéada educativa.

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El rector Vasconcelos diseñó el emblema de la Universidad: un mapa de América desde el río Bravo hasta la Patagonia cuyo contorno recorre una frase de obvias resonancias arielistas: “Por mi raza hablará el espíritu”. El mapa, a su vez, estaba protegido por dos “águilas magníficas” y tenía como fondo los volcanes del Valle de México. “No he venido —dijo— a gobernar a la Universidad sino a pedir a la Universidad que trabaje para el pueblo”.

Para que la institución “derrame sus tesoros y trabaje para el pueblo”, una de sus ideas iniciales fue traducir libros clásicos y distribuirlos gratuitamente. Deslumbrada por Vasconcelos, la nueva generación acudía a su oficina para incorporarse a la nueva cruzada educativa que se anunciaba. Daniel Cosío Villegas fue uno de esos jóvenes: “Mire, amigo –le dijo–, yo no pienso gobernar la Universidad con el Consejo Universitario, ni me importa; yo voy a gobernar la Universidad de un modo directo y personal. Si usted tiene interés en participar en ese gobierno, véngase desde mañana y aquí [...] resolvemos los problemas de la Universidad”. Cosío Villegas se presentó a la cita y Vasconcelos le encomendó la traducción del francés al español de su libro de cabecera: Las Enéadas de Plotino.

En unos años, Vasconcelos publicó decenas de autores con el sello de la universidad. La colección, dirigida por el cultísimo ateneísta Julio Torri, estaba compuesta de hermosas ediciones empastadas en verde que se regalaban en sitios públicos, por ejemplo en la Fuente del Quijote del Bosque de Chapultepec. El presidente Obregón (que en octubre de 1921 lo llamaría a la Secretaría de Educación Pública) vería ese empeño con indulgencia irónica: ¿qué sentido tenía para los campesinos analfabetos y miserables editar los Diálogos de Platón? Todo el sentido, pensaba Vasconcelos: “Para hacer una obra de verdadera cultura —apuntó en el prólogo a las Lecturas clásicas para niños, que editaría después, a la manera de Martí, en La Edad de Oro— es menester comenzar con los libros, ya sea escribiéndolos, ya sea editándolos, ya traduciéndolos”. Por primera vez los dirigentes de México se sintieron responsables de la producción masiva de libros y se plantearon la idea de crear una industria editorial. Era el viejo proyecto de Martí, la salvación de Hispanoamérica a través de la lectura, pero llevado a cabo por un gobierno revolucionario.

Tratándose de una labor de redención, es significativo que Vasconcelos no editara libros humanistas sino libros de revelación, de anunciación profética. No había lugar para los enciclopedistas. Montaigne y la genealogía grecolatina, a excepción de Plutarco, le parecían intrascendentes. Era inútil traducir, según su fórmula, “libros para leer sentado”; amenos, instructivos, pero ineficaces para elevarnos. Había que editar libros inmortales, “libros para leer de pie”: “En éstos no leemos; declamamos, alzamos el ademán y la figura, sufrimos una verdadera transfiguración”. “La verdad sólo se expresa en tono profético”, y conforme a ese decreto diseñó el programa:

Se comienza con la Ilíada de Homero, que es la fuerte raíz de toda nuestra literatura, y se da lo principal de los clásicos griegos... Se incorpora después una noticia sobre la moral budista, que es como anunciación de la moral cristiana y se da enseguida el texto de los Evangelios, que representan el más grande prodigio de la historia y la suprema ley entre todas las que norman el espíritu; y La Divina Comedia, que es como una confirmación de los más importantes mensajes celestes. Se publicarán también algunos dramas de Shakespeare, por condescendencia con la opinión corriente, y varios de Lope, el dulce, el inspirado, el magnífico poeta de la lengua castellana, con algo de Calderón y el Quijote de Cervantes, libro sublime donde se revela el temperamento de nuestra estirpe. Seguirán después algunos volúmenes de poetas y prosistas hispanoamericanos y mexicanos [...] y libros sobre la cuestión social que ayuden a los oprimidos, y que serán señalados por una comisión técnica junto con libros sobre artes e industrias de aplicación práctica. Finalmente se publicarán libros modernos y renovadores, como el Fausto y los dramas de Ibsen y Bernard Shaw y libros redentores como los de Tolstoi y los de Rolland.

El plan daba preeminencia a cinco autores. Dos “místicos” antiguos: Platón y Plotino, y tres “místicos” modernos: Tolstoi, Rolland y –en el criterio de Vasconcelos– Benito Pérez Galdós. Mientras que de Shakespeare se publicarían (por “condescendencia con la opinión”) sólo seis comedias; de los tres visionarios modernos se editaría la obra completa en doce tomos cada uno. La de Galdós, por ser “el genio literario de nuestra raza... inspirado en un amplio y generoso concepto de la vida”. La de Rolland, porque “en sus obras se advierte el impulso de las fuerzas éticas y sociales tendiendo a superarse, a integrarse en la corriente divina que conmueve al Cosmos”. En cuanto a Tolstoi, su obra se editaría porque representaba la genuina encarnación moderna del espíritu cristiano. Aquella fue, diría después Vasconcelos, “la primera inundación de libros que registra la historia de México”. La labor se multiplicó en la Secretaría de Educación Pública.

Pese a su interés en las vertientes culturales no occidentales, en su personal (y dictatorial) criterio de editor, Vasconcelos se mantuvo de lleno dentro de la tradición cristiana, sin albergar dudas sobre su superioridad cultural y moral. Su actitud ante Shakespeare sugiere un rechazo instintivo (que se volvería mucho más marcado) hacia la tradición anglosajona. En cuanto a sus clásicos griegos, de la misma manera en que Plotino distorsiona a Platón, el Plotino de Vasconcelos es un Plotino trunco, con una hipertrofia de lo estético (que en realidad ocupa sólo una porción limitada de Las Enéadas). En última instancia, una figura mucho más equívoca y siniestra que Sócrates comienza a emerger como el daimon —el “espíritu primero” de Heráclito— que gobierna el carácter de Vasconcelos: el “rey filósofo” de la República de Platón.

Vasconcelos incluyó en su proyecto de publicación muchos “libros sobre la cuestión social que ayudan a los oprimidos, y que serán elegidos por un comité técnico junto con libros de aplicación práctica sobre artes e industria”. Pero todas esas lecturas presuponían un vasto esfuerzo de alfabetización. Vasconcelos quería que la educación fuese tarea de “cruzados”, de “fervorosos apóstoles” plenos de “celo de caridad” y “ardor evangélico”. El apostolado —recordaba Cosío Villegas, uno de esos “apóstoles”— comenzaba por el alfabeto:

Y nos lanzamos a enseñarles a leer... y había que ver el espectáculo que domingo a domingo daba, por ejemplo, el poeta Carlos Pellicer... llegaba a cualquier vecindad de barrio pobre, se plantaba en el centro del patio mayor, comenzaba a palmear ruidosamente, después hacía un llamamiento a voz en cuello, y cuando había sacado de sus escondrijos a todos, hombres, mujeres y niños, comenzaba su letanía: a la vista estaba ya la aurora del México nuevo, que todos debíamos construir, pero más que nadie ellos, los pobres, el verdadero sustento de toda sociedad... Y en seguida el alfabeto, la lectura de una buena prosa, y al final versos, demostración inequívoca de lo que se podía hacer con una lengua que se conocía y se amaba. Carlos nunca tuvo un público más atento, más sensible, que llegó a venerarlo.

Pedro Henríquez Ureña —el “Sócrates” del Ateneo de la Juventud— llegó de su exilio académico en la Universidad de Minnesota para hacerse cargo del Departamento de Intercambio y Extensión Universitaria. Con el escritor dominicano y Vasconcelos, Cosío Villegas recordaba haber ido a los estados de México, Michoacán y Puebla a obsequiar lotes de libros constituidos en buena medida por los clásicos. El Porfiriato había dejado un país con 80% de analfabetos. En el México de 1920 (país de 15 millones de habitantes) existían apenas 70 bibliotecas (39 de ellas públicas); en 1924 —cuando dejó el ministerio— había ya mil 916 y se habían repartido por todo el país 297 mil 103 libros. Había cinco tipos de bibliotecas: públicas, obreras, escolares, diversas y circulantes. La colección más sencilla se componía de doce volúmenes, que además de las materias habituales (aritmética, física, biología, etcétera) incluía Los Evangelios, El Quijote y la antología de Las cien mejores poesías mexicanas. A Vasconcelos le importaba mucho arraigar la biblioteca pública, tal como las había visto operar en sus largas temporadas de exilio y estudio en Estados Unidos, como un centro eficaz de vitalidad intelectual y conocimiento. “Entonces —escribió mucho después Cosío Villegas, con nostalgia— se sentía fe en el libro, y en el libro de calidad perenne; y los libros se imprimieron a millares y por millares se obsequiaron. Fundar una biblioteca en un pueblo pequeño y apartado parecía tener tanta significación como levantar una iglesia y poner en su cúpula brillantes mosaicos que anunciaran al caminante la proximidad de un lugar donde descansar y recogerse”.

El departamento que dirigió Henríquez Ureña fue el heredero de la Universidad Popular. Sólo durante los meses de julio a noviembre de 1922, los 35 profesores del departamento impartieron casi 3 mil conferencias a obreros: en la fábrica de calzado Excélsior, la Federación de Sociedades Ferrocarrileras, el Hospi- cio de Niños, el Sindicato de Mártires de Río Blanco, la Unión de Artes Gráficas, y muchos otros lugares. Los temas no podían ser más variados: patrióticos (los niños en nuestra historia patria), profilácticos (cómo atiende el Estado las necesidades de higiene), matemáticos, gramaticales, cívicos, geográficos, astronómicos, morales, vidas ejemplares, historia, división del trabajo, juegos infantiles. La Universidad Popular Mexicana mil veces amplificada.

Vasconcelos creía que “la biblioteca en muchos casos complementa a la escuela y en todos la sustituye”. Es significativo que el “Maestro de América” dijera: “Las escuelas no son instituciones creadoras”. La labor del maestro, las escuelas rurales y urbanas y la enseñanza de toda índole (científica, técnica, elemental, normal, indígena) tenían una importancia menor. Los maestros que en verdad le importaban eran los “maestros misioneros” que recorrían el país llevando (como nuevos franciscanos o dominicos) la nueva de un gobierno preocupado por su población más necesitada y ansioso de darle las luces de la cultura universal. Esa buena nueva no era una prédica, sino un paquete de libros. Los maestros traían consigo “bibliotecas ambulantes” compuestas —según explicaba Jaime Torres Bodet, secretario particular de Vasconcelos— “de cincuenta volúmenes que se hacen circular en una caja de madera que puede ser acarreada a lomo de mula, a fin de que llegue a regiones a donde no alcanza el ferrocarril”.

La palabra “misionero” tenía una deliberada connotación evangélica y se inspiraba en el apostolado espiritual de los frailes franciscanos y dominicos durante los primeros años de la Conquista. Pero la huella de la conquista espiritual estaba en todas partes. Un Ministerio de Educación que se limitara a fundar escuelas, pensaba Vasconcelos, sería “como un arquitecto que se conformase con construir las celdas sin pensar en las almenas, sin abrir las ventanas, sin elevar las torres de un vasto edificio”. Por eso ordenó el rescate y conversión de antiguos recintos religiosos en bibliotecas.

El edificio que reconstruyó para albergar a la nueva Secretaría de Educación tenía —en sus palabras— una “unción como de templo” no sólo por haber alojado en su origen al Convento de las Religiosas de la Encarnación (fundado a fines del siglo XVI), sino por representar una vuelta a la tradición urbana del virreinato, con sus vastos corredores, sus columnas y arquerías. En el cuadrángulo principal, Vasconcelos dispuso cuatro figuras que expresaban su utopía de fusión universal:

Grecia, madre ilustre de la civilización europea de la que somos vástagos, está representada por una joven que danza y por el nombre de Platón que encierra toda su alma. España aparece en la carabela que unió este contingente con el resto del mundo, la cruz de su misión cristiana y el nombre de Las Casas [...] La figura azteca recuerda el arte refinado de los indígenas y el mito de Quetzalcóatl, el primer educador de esta zona del mundo. Finalmente, en el cuarto tablero aparece Buda envuelto en su flor de loto, como una sugestión de que en esta tierra y en esta estirpe indoibérica se han de juntar el Oriente y el Occidente, el Norte y el Sur [...] en una nueva cultura amorosa y sintética.

Mientras tanto, el selectivo discípulo de Plotino dedicó gran parte de su tiempo libre al cultivo de la belleza con una buena colección de amantes. Cuando Berta Singerman, la famosa declamadora argentina (una profesión muy valorada en ese entonces), visitó México, Vasconcelos rindió homenaje al “refinado arte de los indígenas” haciéndole el amor en algún sitio del antiguo complejo de templos de Teotihuacán.

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Como correspondía a este “Plotino americano”, la otra palanca educativa eran las artes. Los exilios de Vasconcelos no habían sido sólo políticos o amorosos, sino intelectuales y sobre todo estéticos. Había recorrido con detalle los museos ingleses y norteamericanos. En sus ensayos filosóficos interpretaba el mundo como una danza del espíritu que se eleva hasta alcanzar una armonía musical, “pitagórica”. Sin ser poeta, novelista o ensayista, era todo ello en una síntesis literaria muchas veces desvariada, pero siempre poderosa, apasionante y genuina. Amaba la escultura (como atestigua la simbología del edificio) y tenía la mirada de un constructor renacentista. Se veía a sí mismo como un restaurador estético. En cuanto al estilo arquitectónico, quiso volver a la vieja tradición colonial, sobre todo al siglo XVIII. A Diego Rivera le encomendó ciertas soluciones fundamentales para concluir el estadio que se edificó en la ciudad de México, junto a la escuela Benito Juárez. La palabra construcción era clave: “Hagamos que la educación nacional entre en el periodo de la arquitectura”.

La estética dominaba todo su proyecto. “El Departamento de Bellas Artes —escribe en El desastre— tomó a su cargo, partiendo de la enseñanza del canto, el dibujo y la gimnasia en las escuelas, todos los institutos de cultura artística superior, tal como la antigua Academia de Bellas Artes, el Museo Nacional y los Conservatorios de Música”. La pedagogía para párvulos incluía cantos, recitaciones, dramatizaciones y dibujo. Muy ligados a esta concepción estaban los conservatorios, orfeones, el teatro popular, los métodos indígenas para la enseñanza del dibujo. Dos ideas afines eran el aseo obligatorio de los niños en las escuelas —jabón y alfabeto— y la curiosa ocurrencia de que escucharan música de Palestrina en la escuela. El teatro al aire libre que se escenificaría en el nuevo estadio tendría un papel estelar. Vasconcelos imaginaba fastos romanos: “Un gran ballet, orquesta y coros de millares de voces”, un arte colectivo que expresara las aspiraciones de redención estética de la humanidad. En esos días pensaba que la ópera —con algunas excepciones, perdone Wagner— tendía a desaparecer. La música y el baile —Isadora Duncan interpretando a Beethoven— serían el arte unificado del futuro.

Vasconcelos recogió el fermento artístico de 1915 y lo llevó a una dimensión insospechada en casi todas las artes, pero sobre todo en la pintura mural. El mérito de conjuntar a los pintores Rivera, Orozco, Siqueiros, etcétera, y darles los muros de edificios públicos para que reflejasen el renacimiento cultural del país fue indudablemente suyo. Hacia 1931, en el pequeño ensayo “Pintura mexicana”, subtitulado “El mecenas”, Vasconcelos pone nada menos que en boca de Dios estas palabras: “En el seno de toda esta humanidad anárquica aparecerán periódicamente los ordenadores: para imponer mi ley, olvidada por causa de la dispersión de las facultades paradisiacas. Serán mis hombres de unidad, jefes natos [...] ¡Por ellos vence el ritmo del espíritu! Budas iluminados unas veces, filósofos coordinadores otras, su misión será congregar las facultades dispersas para dar expresión cabal a las épocas, a las razas y al mundo”. Sin el fiat de su plan, de la doctrina religiosa que —como intermediario de Dios— les había transmitido, los muralistas —decía— habrían quedado en “medianías ruidosas”.

Más allá de esas exageraciones, los pintores muralistas a los que convocó tuvieron su época de oro. Algunos hicieron vitrales, otros murales con figuras ocultistas. Para “decorar” los muros centenarios de la Escuela Nacional Preparatoria (edificio que había alojado al antiguo Colegio de los Jesuitas), Vasconcelos había contratado a José Clemente Orozco, poderoso pintor de temperamento anarquista que había sido testigo directo de la Revolución mexicana. Sus murales, casi libres de fe ideológica, reflejarían el dolor y la tragedia que Orozco había presenciado, dándole sólo por momentos un aire de redención puramente humanista. Para la “decoración” de los lienzos del corredor de la Secretaría, Vasconcelos necesitaba una visión festiva, esperanzada, y para eso había invitado a “nuestro gran artista, Diego Rivera”. “La plástica —escribió en De Robinson a Odiseo— no es un asunto sino una de las maneras de expresar asuntos; una de las voces del ser y no el ser. Esto hace indispensable que el mecenas no sólo dé más monedas, sino también el plan y el tema”. Inspirado por esas directrices, Rivera tenía ya dibujadas “figuras de mujeres con trajes típicos de cada estado de la República y había ideado para la escalinata un friso ascendente que, partiendo del nivel del mar con su vegetación tropical, se transformaba en el paisaje de la altiplanicie y terminaba en los volcanes”. Ésas pudieron haber sido las pautas iniciales, algo inocentes, que el “mecenas” había sugerido al artista.

Pero luego todo el escenario fue de Diego. Tras pintar el Anfiteatro Bolívar anexo a la Escuela Nacional Preparatoria, en detrimento de otros pintores, Diego absorbió la obra completa: 239 tableros que abarcan una superficie de mil 585 metros cuadrados. Los temas específicos que fue hilvanando, desde 1923 hasta la culminación del conjunto en 1928, no pudieron haber sido dictados por Vasconcelos por las razones que él mismo da en uno de sus opúsculos, El pesimismo alegre: “Las mejores épocas artísticas son aquellas en que el artista trabaja con libertad personal, pero sujeto a una doctrina filosófica o religiosa claramente definida”.

Esa doctrina era la Revolución mexicana, interpretada por Diego con una carga de idealismo social y materialismo estético (e histórico) que no correspondía al talante de Vasconcelos. El mundo del trabajo (la hilandería, la agricultura, la minería, la tintorería), las fiestas mexicanas con todo su estruendo y colorido, y aun la famosa pintura de la maestra rural, dando clases a sus niños al aire libre, mientras un soldado revolucionario —fusil en mano— vigila la escena, no eran temas afines al temple místico del ministro, que condescendía poco, aun en sus memorias, a la descripción de los escenarios sociales. Los suyos eran el cielo y la naturaleza, escenarios de Dios, intocados por el hombre. O un solo hombre, él mismo, tocado por la pasión y el absoluto. Con todo, entre Diego Rivera y José Vasconcelos existió una corriente de simpatía: ambos (el filósofo y el artista) creían en la redención social a través del arte.

Como arquitecto espiritual, Vasconcelos tocó una fibra profunda en la historia mexicana. La llamada “Conquista espiritual”, la conversión de los indios, se había llevado a cabo en el siglo XVI no a través de sermones o libros sino a través de la vista. La pintura mural que los franciscanos y dominicos habían plasmado en tantos conventos de México fue una fuente explícita de inspiración para Vasconcelos. Sabía muy bien que los indígenas de México habían aprendido la historia sagrada en esas pinturas y posteriormente en las suntuosas fachadas y retablos del barroco. Vasconcelos no quería fundar, propiamente, una religión, pero sí pretendía llevar a todo el país el mensaje de la cultura universal (tanto occidental como oriental) complementándola con una extraordinaria valoración de la cultura mexicana junto a todos sus pasados: indígena, virreinal y liberal. La Revolución educativa representaba, por así decirlo, un orden nuevo, una catolicidad de la cultura.

“Que la luz de estos claros muros sea como la aurora de un México nuevo, de un México espléndido”, concluyó José Vasconcelos aquella mañana de julio de 1922, cuando inauguró el edificio de la Secretaría de Educación. Lo cierto es que nunca sospechó la tremenda significación histórica y política que adquiriría esa obra. Los murales de Rivera, Orozco, Siqueiros fueron el evangelio pictórico que fundó el mito de la Revolución mexicana. La historia mexicana apareció por primera vez, sobre todo en la obra de Rivera, como una Sagrada Escritura, una Pasión nacional: el paraíso indígena, el trauma de la Conquista, los oscuros siglos virreinales, la primera redención de la Independencia con respecto a España, la segunda reden- ción de la Reforma (contra la Iglesia), la dictadura de Porfirio Díaz y el advenimiento redentor de la Revolución. La interpretación de Orozco es menos lineal, más ambigua, profunda y pesimista. Pero en la rica floración material de Rivera, la Revolución se convierte no en lo que fue (bandos distintos de ideologías distintas, enfrentados entre sí, cientos de miles de muertos por hambre, enfermedad y guerra), sino en lo que hubiera querido ser, en lo que buscaba ser: un solo movimiento histórico, metahistórico, por encima de todas las diferencias, una epopeya en la que el pueblo mexicano había tomado en sus manos su destino para corregir los errores del pasado y construir un orden de justicia social en el campo y las ciudades, democracia, nacionalismo sano, educación universal y orgullo cultural por las raíces.

Lo que en aquellos tiempos se nos pedía hacer —explicaba Cosío Villegas refiriéndose a toda su generación, encabezada por el caudillo cultural Vasconcelos—:

Correspondía a toda una visión de la sociedad mexicana, nueva, justa, y en cuya realización se puso una fe encendida, sólo comparable a la fe religiosa. El indio y el pobre, tradicionalmente postergados, debían ser un soporte principalísimo, y además aparente, visible, de esa nueva sociedad; por eso había que exaltar sus virtudes y sus logros; su apego al trabajo, su mesura, su recogimiento, su sensibilidad revelada en danzas, música, artesanías y teatro.

Este mensaje redentor atrajo a intelectuales y artistas de toda América y aun de Europa que llegaron a México para fotografiar sus pueblos indígenas y coloniales, apreciar su paisaje, sus artes populares y su gastronomía, estudiar sus ruinas prehispánicas y sus conventos, traducir sus poemas y absorber su nacionalismo musical, admirar las escuelas indígenas o las de sus barrios pobres (inspiradas en John Dewey, que vino también) y, en no pocos casos (como el de D.H. Lawrence, que a raíz de su viaje escribió The Plumed Serpent), para adentrarse, participar y recrear en sus más sangrientos mitos. México, por unos años, fue el lugar de la utopía.



Director de la revista Letras Libres, autor de libros como Caudillos culturales en la Revolución Mexicana, La presencia del pasado y De héroes y mitos, Enrique Krauze desarrolla en Redentores, su nueva obra, “una historia de las ideas políticas en América Latina desde el fin del siglo XIX hasta nuestros días”, como explica él mismo en el prefacio. Lo hace a través de las biografías de Martí, Rodó, Vasconcelos, Mariátegui, Paz, Eva Perón, Che Guevara, García Márquez, Vargas Llosa, Samuel Ruiz, Subcomandante Marcos y Hugo Chávez, doce personajes entre los cuales, admite Krauze, hay notables diferencias, “pero esa variedad es en sí misma significativa de la diversidad de orígenes y experiencias en que han arraigado las principales ideas [en América Latina]. Todas esas figuras vivieron apasionadamente el poder, la historia y la revolución, pero también el amor, la amistad y la familia. Vidas reales, no ideas andantes”.

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