domingo, 27 de diciembre de 2015

La Revolución cubana y nuestros literatos

27/Diciembre/2015
Confabulario
Huberto Batis





En las oficinas de la revista Política, donde Carlos Valdés y yo empezamos a editar Cuadernos del Viento, también se reunían intelectuales como Carlos Fuentes, Víctor Flores Olea y Luis Villoro. Ellos hacían una revista que se llamaba El Espectador, feroz contra el gobierno de Díaz Ordaz.



Además de su simpatía por la Revolución cubana y por los movimientos de izquierda en América Latina, Carlos Fuentes se había mantenido como simpatizante de Fidel Castro, aunque cuidadoso. En una ocasión lo habían invitado a una reunión literaria, musical, teatral con John F. Kennedy. Fuentes llegó en avión a Estados Unidos, pero lo detuvieron en la aduana. Dijeron que era un comunista, un castrista. Sin mostrar la invitación, aceptó que lo detuvieran, le impidieran el paso y lo regresaron a México. Al llegar dijo: “El señor Kennedy no manda en su país, ahí manda la CIA porque él me invita y la CIA no me deja entrar”. ¡Qué colmillo tuvo Carlos Fuentes al manejar este asunto porque Kennedy envió su avión personal a recogerlo, ordenó que lo llevaran en bandeja de plata, para salvar esa metida de pata!



En cambio, Emmanuel Carballo estuvo muy ligado a Cuba. De ahí trajo originales de escritores que luego iban a ser mal vistos por Fidel Castro y por los comunistas que se apoderaron de la revolución. Trajo textos, entre otros, de Reynaldo Arenas, a quien publicó. También fue muy amigo de la Casa de las Américas, que dirigía Haydée Santamaría, en donde fue juez de concursos literarios.



A Cuba habían ido, de mis conocidos, Juan José Arreola, Jorge Ibargüengoitia, Juan García Ponce, José de la Colina y Jaime García Terrés, entre otros. De regreso, García Terrés dedicó un número de la Revista de la Universidad a la Revolución Cubana, que confiscó el gobierno. Habían regresado entusiasmados pero también críticos de lo que empezaba a ocurrir en Cuba, como la ejecución de homosexuales y los juicios en contra de algunos escritores que el gobierno cubano no consideró suficientemente revolucionarios, como Heberto Padilla. Fue un escándalo mundial porque Padilla fue humillado y obligado a explicar lo inexplicable: no ser lo suficientemente revolucionario. ¿Cómo te retractas de eso? De ser un burgués, de ser un capitalista, todavía.



Juan García Ponce iba a ser juez en una ocasión de los concursos de Casa de las Américas. En una reunión de esos concursos había conocido a Marta Traba, esposa de Ángel Rama. Traba era una crítica de arte muy famosa y su esposo el crítico literario de la revista Marcha, de Uruguay. García Ponce me contó que para verse con Marta Traba en el Hotel Hilton había pretendido ir a su cuarto. Tocó y entró en su habitación, pero rápidamente llegaron unos milicianos que les dijeron que no se podían reunir en una habitación, que debían salir a platicar en público. Y el mejor lugar que encontraron fue la plataforma de los clavados en una alberca, donde se acostaron. No sé qué más pasó, Juan sólo me contó que ahí pudieron burlar la mirada de los vigilantes.



Por esas fechas había jóvenes latinoamericanos en estos círculos. Algunos eran adictos a la Revista de la Universidad, como el cuentista Augusto Monterroso, que había llegado a México cuando el gobierno de Jacobo Árbenz lo nombró en un puesto en la embajada de Guatemala en México. Tengo que contarles cómo nació el cuento de “El dinosaurio”. El Dinosaurio era una persona real. Le decíamos así porque era grandote. Se llamaba José Durand, escritor y filólogo peruano que pasaba temporadas entre México, Estados Unidos y Perú. En una casa vivían varios latinoamericanos. Durand iba a visitarlos y se ponían hasta atrás. Una noche Monterroso dijo: “Estoy muy cansado. Me voy a dormir”. Cuando despertó, “El Dinosaurio todavía estaba allí”… hasta atrás, José Durand. Entonces Tito dijo: “¡Chin! Hice un cuento genial. La realidad me dio un cuento genial”. Era una bobada, un cuate al que le decían El Dinosaurio. Qué genialidad de Tito para convertirlo en un cuento hoy de fama universal. El mejor cuento breve que se ha escrito es casi un accidente de la literatura. Eso lo viví yo, cuando Tito me lo contaba, yo no lo podía creer: “Hay tesis sobre ese cuento, libros enormes. Todas las implicaciones que tiene de todos los posibles orígenes, un asunto baladí”.



En México hubo repercusiones por la Revolución cubana. A principios de los 60, el director del periódico Novedades pidió la renuncia de Fernando Benítez al frente del suplemento México en la Cultura. ¿Por qué? Por haber alabado a la Revolución cubana. El Novedades, que dirigía Ramón Beteta —que había sido secretario de Hacienda en el gobierno de Miguel Alemán— lo consideró un error y pidió su salida. Nos fuimos todos los colaboradores con él. El presidente Adolfo López Mateos todavía alcanzó a darle a Benítez un dinero para que intentara salvar su suplemento, y con ese dinero se fue a hacer La Cultura en México, se lo dio a José Pagés Llergo para que empezaran a pagar los suplementos insertos en la revista Siempre!. Todo mundo le decía a Benítez que por qué con ese dinero no hacia su publicación independiente. Él dijo que no, que era mejor que fuera un suplemento inserto en una publicación de circulación nacional, en una revista tan conocida y leída como Siempre!.



Oficialmente, la salida de Benítez de Novedades fue por ese número dedicado a la Revolución cubana. Pero en el fondo había un pleito entre Benítez y el reportero Carlos Denegri, del Excélsior. Mientras Denegri atacaba a Beteta, Benítez lo defendía. Y cada que lo defendía, Denegri atacaba más. Beteta le dijo: “Ya no me defiendas, compadre, porque recibo más cañonazos”. No sé qué pleito había entre ellos. Sólo sé que Denegri lo atacaba. Total que Beteta estaba muy molesto con Benítez. Lo de la Revolución cubana fue un pretexto para deshacerse de él.

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