Confabulario
Ana Clavel
Pobre Eros… Como si no fuera suficiente tarea abrirse espacio en nuestras sociedades profanas pero fanáticas, híper informadas pero cada vez con menos contacto amoroso, ahora lo hemos traído a la mesa de discusión a partir de un fenómeno de mercadología comprobada:Cincuenta sombras de Grey. (Ahí están, por ejemplo, su génesis en un blog como vertiente erótica de la zaga vampírica de Crepúsculo y sus coqueteos con la estupenda películaSecretary de Steven Shainberg, de 2002, en la que un discreto Edward Grey sostiene juegos sádicos con su torpe y sumisa secretaria.)
Y las preguntas que vienen al caso: ¿Ha puesto esta obra en circulación de nueva cuenta al género erótico? ¿Aunque sea nula su calidad literaria, en estos tiempos post-feministas, liberaliza a las mujeres frente a sus fantasías de sumisión? ¿O cuando menos las gana como lectoras potenciales para otros géneros o abre puertas para captar nuevos lectores? Se le ha tildado de “mommy-porn” porque ha sido consumida por millones de lectoras en el mundo, muchas de ellas guarecidas en dispositivos electrónicos que impiden saber qué clase de libro están leyendo, en una gran mayoría jóvenes señoras medio aburridas, medio confundidas como la propia protagonista de la zaga: Anastasia Steele… Y uno se pregunta: ¿Qué clase de vida sexual deben llevar estas mujeres para excitarse con una obra tan anodina, una prejuiciosa telenovela rosa con tantita tinta roja-sado-maso, un estereotipado y simplista cuento de hadas a lo Bella y la Bestia –o más bien: la mujer Bestia y el Bello y poderoso señor? Y no es que les pida que disfruten 120 días de Sodoma porque la racionalización del sexo a niveles de profanación y perversión del Marqués no es para cualquiera.
Se trata sin duda de un fenómeno complejo del que sociólogos, semiólogos, filósofos de la nueva era digital podrían ocuparse. Pero al menos a mí me evidencia una ambigüedad, una contradicción, un síntoma de estas sociedades neo-puritanas que, espantadas de los excesos, propagan al menos en la superficie y de cara a los medios, la corrección política a ultranza –aunque me sospecho que en realidad buscan prevenirse, por demás inútilmente, de la obsolescencia, la vejez, la enfermedad, la locura, la muerte.
Tras las bambalinas del mercado
En Los siete pecados capitales (2005) Fernando Savater señala que nuestra sociedad de consumo nació en el siglo XVIII y, como bien dice el filósofo y médico británico Bernard de Mandeville en su obra Vicios privados, virtudes públicas (1714), esa sociedad de consumo vive precisamente “gracias a los vicios”. Desde entonces asistimos a la secularización escalonada de la satisfacción de los deseos en aras de intereses predominantemente económicos. De hecho, existe una industria cada vez más sofisticada para generar deseos y apetitos ficticios. Señala Omar Abboud, orientalista citado por Savater: “Estamos viviendo una época en la que muchos dicen no tener religión. Creo que pueden no tener creencias monoteístas o de cualquier otro tipo relacionado con dioses, pero sí tienen una gran religión: el capitalismo y el consumo llevados al paroxismo, como absolutos. Vivimos inmersos no en los pecados capitales, sino en los pecados del capitalismo”.
Sin duda, esta puesta en circulación de los deseos en aras del consumo va de la mano con la liberalización de la sexualidad y de los cuerpos a partir de la Revolución Industrial. En palabras de San Foucault en su Historia de la sexualidad:
Merced a una inversión que sin duda comenzó subrepticiamente hace mucho tiempo … hemos llegado ahora a pedir nuestra inteligibilidad a lo que durante tantos siglos fue considerado locura, la plenitud de nuestro cuerpo a lo que mucho tiempo fue su estigma y su herida, nuestra identidad a lo que se percibía como oscuro empuje sin nombre. De ahí la importancia que le prestamos, el reverencial temor con que lo rodeamos, la aplicación que ponemos en conocerlo. De ahí el hecho de que, a escala de los siglos, haya llegado a ser más importante que nuestra alma, más importante que nuestra vida; y de ahí que todos los enigmas del mundo nos parezcan tan ligeros comparados con ese secreto, minúsculo en cada uno de nosotros, pero cuya densidad lo torna más grave que cualesquiera otros. El pacto fáustico cuya tentación inscribió en nosotros el dispositivo de sexualidad es, de ahora en adelante, éste: intercambiar la vida toda entera contra el sexo mismo, contra la verdad y soberanía del sexo. El sexo bien vale la muerte.
Dice el filósofo Gilles Lipovetsky en la Era del vacío (1983) que el universo de los objetos, de la publicidad, de los mass media, la vida cotidiana y el individuo ya no tienen un peso propio, han sido incorporados al proceso del consumo y de la obsolescencia más acelerada, formas de control de los poderes actuales que se dedican a producir y organizar lo que debe ser la vida de los grupos e individuos, hasta en sus deseos más íntimos.
Es en este terreno donde considero que podría situarse buena parte del fenómeno deCincuenta sombras de Grey. No una obra de verdadero erotismo, con su más allá siempre transgresor, sino una puesta en escena para ofrecerle a un público aturdido por la frivolidad y la moda, y por su escaso contacto con su propia intimidad, la tentación de una idea de erotismo superficial y esquemático, dictado por unas buenas conciencias que hoy, más que nunca, le han vendido su alma, en términos de transacción económica, no al diablo, sino a dios…
Peligros de la literatura chatarra
En una entrevista reciente, la especialista en temas de literatura erótica, Rocío Barrionuevo, comenta que “actualmente se maneja una doble moral en nuestro país: respiramos sexo en la TV, en internet, en el cine, en las letras de las canciones más fresas; indudablemente se habla más sobre el tema, pero a los mismos hombres y mujeres que oyen y ven diariamente toda esa lujuria desbordada les causa rubor que los vean leyendo una novela erótica o que los atrapen leyendo una revista pornográfica”. Pero no sólo en nuestro país, un neopuritanismo campea en todos lados como puede verse en las políticas de redes sociales mundiales en cuanto a temas como la desnudez; o en los lineamientos de museos e instituciones culturales sobre lo que se exhibe o no cuando se tocan las sensibles fibras de temas que pueden mancillar el “decoro” de las buenas conciencias, y se juzga con filtraciones de lo moralmente correcto un terreno que en principio no debería ser invadido por tales prejuicios: el arte.
(Un caso ejemplar se presentó en el 2008 en la exposición temática Controversias. Una historia ética y jurídica de la fotografía, en la que la escandalosa imagen de Brooke Shields desnuda de escasos diez años fue motivo de censura, de tal modo que la sede que albergaba la muestra, el Museo Fotográfico del Elíseo de Lausana, Suiza, tuvo que alinearse y prohibir la entrada a menores de 16 años. A la inauguración asistió el fotógrafo responsable de esas fotos polémicas de los años setenta: Garry Gross, quien con ironía y tristeza reconocería: “Sencillamente, son fotos que hoy no podrían hacerse”. De puritanismos semejantes hablaba el pintor de nínfulas resplandecientes, el místico Balthus, quien no pocas veces vería calificado su trabajo de pornográfico: “Realmente no entiendo la incapacidad de la gente para captar las diferencias esenciales entre erotismo o sexualidad y pornografía. Por ejemplo, la industria publicitaria es pornográfica, especialmente la de Estados Unidos, donde se ve a una jovencita poniéndose un producto de belleza en la piel como si tuviera un orgasmo”.)
Ante tal acometida de principios de corrección política, que va de la mano con la pudibundez de un público que se solaza en fórmulas repetidas y superficiales porque le resultan cómodas y familiares, y porque le tiene miedo a enfrentar su propia interioridad, no es de extrañar el éxito de ventas de productos para consumo masivo. Se me dice a menudo que estos productos estimulan por lo menos el hábito de la lectura y que en el terreno del erotismo reactivan un territorio anquilosado. Creo que se equivocan: si bien las escenas de sexo implícito o explícito han pasado a formar un registro más de lo literario en las obras de la mayoría de los escritores actuales, también es cierto que la verdadera literatura erótica –la que trasgrede y nos habla de lo individual humano, esa zona en penumbras que todos compartimos– nunca ha sido un asunto de mayorías absolutas, como no lo es tampoco el asunto de la lectura. Cierto que en otras épocas cuando no existían ni la televisión ni el cine ni mucho menos internet, gozaba de cierta popularidad por ser uno de los espacios de entretenimiento “masivos” de entonces.
En nuestros días de vértigo y aceleración de la información, la lectura literaria es un antídoto contra el vacío y la disolución, pero es también un acto moroso y amoroso que nos exige tiempo, paciente entrega, exponernos con toda nuestra memoria involuntaria pasada y la memoria futura que no sabríamos que nos habita si no fuera por intermedio de este ejercicio de imaginación y libertad íntima e individual. De acuerdo con Fernando Escalante Gonzalbo y su espléndido A la sombra de los libros. Lectura, mercado y vida pública, ahí están las estadísticas de países acostumbrados a la lectura como Alemania en las que los lectores “habituales”, o lectores “libres” como escuché hace poco nombrar a aquellos que eligen lo que leen y van más allá de las modas y los imperativos del mercado, apenas alcanzan un 11 % de la población. Los sueños de lectura totalitaria producen monstruos: todos a leer sin importar qué. Todos a consumir aunque sea literatura chatarra, total qué importan la gordura y la zafiedad interiores si podemos disimular con cirugía plástica la fachada exterior. Todos a iniciarnos en la lectura aunque sea con best-sellers… para uniformarnos mejor, para ser la gran medianía de seres informes, cuerpos esclavizados por nuestras mentes, desconocidos hasta para nosotros mismos. Así se perpetúan los esquemas de dominación y violencia, los clasismos, los racismos, los prejuicios, la saña y la virulencia: una gran masa que sólo aspira a telenovelas en la vida pública y privada; pan, sexo y circo como lo venden plastificado y en dosis convenientes los mercaderes y los políticos.
En una conferencia reciente en la ciudad de México, el filósofo Lipovetsky, quien ha definido a la actual como una sociedad hiperconsumista, habló sobre el verdadero ideal del ser humano: no se trata de consumir, sino de crear, compartir, amar. No basta con buenas intenciones, hay que formar personas inteligentes, “que hagan de su existencia una obra de arte, como quería Óscar Wilde”.
En “Derecho de muerte y poder sobre la vida”, último capítulo del primer tomo de su Historia de la sexualidad, Michel Foucault nos habla de las argucias de una sexualidad que se exhibe por todos lados, nos tiraniza al ofrecer revelarnos todos sus secretos, y al mismo tiempo nos escamotea su libre acceso y su auténtico misterio: “Ironía del dispositivo: nos hace creer que en ello reside nuestra ‘liberación’.” Y la ironía se prolonga a dispositivos de control del erotismo y la sexualidad perpetuados en reality shows, telenovelas, best-sellers, manuales de autoayuda, publicidad. A partir de la confusión de suponer que la cultura es igual a entretenimiento, llegamos a la banalización del arte y su papel ritualizador en nuestras vidas. Según la escritora Luisa Etxenike una poderosísima industria del entretenimiento es en buena medida responsable de hacernos perder de vista el impulso emancipador, el sentido de crecimiento personal y social de la cultura. Como bien puntualiza Etxenike, la cultura –y yo añadiría en especial el arte, la literatura y por supuesto la verdadera literatura erótica– no es “una actividad del tiempo libre sino lo que nos hace libres todo el tiempo”.
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