sábado, 10 de diciembre de 2011

Para qué antipoetas en tiempos aciagos

10/Diciembre/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

En Altazor, Huidobro presumió ser “antipoeta y mago”. No era cierto: era demasiado mago para ser antipoeta. Antipoeta y mago fue Neruda. Y Parra sólo lo primero. Y con eso digo todo.

Recién salió el segundo tomo de sus Obras completas & algo †, y ganó el Premio Cervantes. Sin candor o parracidio, urge sopesar a Nicanor Parra.

Neruda demostró que el idioma es tan amplio que se puede ser varios tipos de poeta. El poeta muda de piel cada ciertos libros.

Y no hablaré de Pessoa, porque Parra, entonces, padece tunda.

Parra explotó su nicho. Buen escritor; no gran poeta. Y como antipoeta fue siempre idéntico a sí mismo. Lo más cercano a renovarse fue su poesía visual.

En Parra, se nota el common sense de Chicago y el influjo (confeso) de Chespirito. Fue un demócrata del verso, lo redujo a la gracia más asequible y tanda de prédica chistosa.

Quizá sea ingrato decirlo de un escritor tan disfrutable, pero hoy me sería imposible ponerlo a la misma altura que Neruda.

Parra fue indispensable para desintoxicar la poesía chilena de tantas imágenes de vuelo alto. Y eso nos ocurrió a todos los que nos iniciamos en los libros de Neruda. Después de tanta alucinación, Parra y su vaso de agua fueron frescos.

Pero el agua cansa y nada pesa tanto como la transparencia.

En las sucesiones literarias, suele ocurrir una ley del menor esfuerzo (desproporcionado).

Un rasgo saliente (y novedoso) de un autor es retomado (y exagerado) por sus epígonos, y restándole todo otro elemento más complejo que le acompañó en la fórmula original. Así, de un autor que acomete vistosa ruptura se toma sólo su factor más llamativo, popular o emulable.

De la fórmula de Parra —coloquio paradójico más anticlímax humorístico—, sus seguidores sólo se quedaron con el chanfle.

La poesía latinoamericana —por Parra— se relajó.

De no ser por los neobarrocos post-Lezama —que tampoco fueron filósofos o magos— la poesía de este idioma se hubiera desplomado, y la diferencia entre verso y prosa diluido por completo.

La aportación de Parra fue alcanzar, por vez primera en nuestro idioma, una poesía sin aura. Esa bofetada en pleno onirismo huidobreano-nerudiano fue oxígeno. Y luego simpaticón verso oxigenado.

La irreverencia de la antipoesía, pocas décadas después, deparó género para agradar y sacar aplausos. Por eso muchas de sus obras son discursos, que buscan llana elocuencia y risa entre referencias.

Los textos de Parra se disfrutan fácilmente. Y su condición de persona entrañable ha familiarizado la figura del poeta. Parra es el abuelo bonachón de la vanguardia.

Pero, en el corte de caja, parte del legado parreano es que la barra para que algo sea considerado “poesía” quedó más abajo.

Despidámonos de Parra citándolo: “La poesía pasa – la antipoesía también”.

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