Laberinto
I. Los sonetos
La mala fama que precede a la poesía de Jorge Cuesta se debe sobre todo a la mala opinión que Octavio Paz tenía de ella. Paz argumentaba, subrepticiamente, que la poesía de Cuesta era menos valiosa que sus “ideas”, contenidas, la mayor parte de ellas, en el ámbito deslumbrante y gaseoso de su “conversación”. Esto ha condenado lo mejor de Cuesta a un olvido que ha durado ya sesenta y ocho años —en septiembre de 1942, a un mes de su misteriosa muerte, la revista Letras de México publicó Canto a un dios mineral, que es tenido como el mejor —y sin duda el más extenso— de los poemas de Cuesta.
La opinión de Paz sobre los Contemporáneos, incluidos Villaurrutia y Gorostiza, está desde luego sujeta a una polémica y es difícil de explicar fuera del campo de lo subjetivo. Paz les debía a los Contemporáneos más de lo que estaba dispuesto a reconocer, y en algunos de ellos encontraba murallas insalvables para el desarrollo de su propia poesía. Es verdad que a Cuesta y a Villaurrutia les dedicó páginas admirables (en Xavier Villaurrutia en persona y en obra, 1978, Fondo de Cultura Económica; y en el apartado “Contemporáneos” de México en la obra de Octavio Paz, tomo II, Fondo de Cultura Económica, 1987), que remataba con la ambigüedad implacable de su magisterio retórico. A lo largo de su vida, Paz dio varios ejemplos de cómo se puede ensalzar la obra de un poeta haciéndolo añicos. Son inolvidables, en este sentido, sus juicios sobre López Velarde, a quien eleva a la condición de padre de la poesía mexicana moderna al tiempo que lo considera, al final de “El camino de la pasión”, un “gran poeta menor”; o su aseveración de que lo mejor de Gorostiza se encuentra, no en su poesía, sino en los archivos de la Secretaría de Relaciones Exteriores, donde Gorostiza desempeñó una labor tan meritoria como secreta.
La sombra que Paz tendío sobre la literatura mexicana del siglo xx no nos impidió contrastar la poesía de Villaurrutia, Gorostiza o Pellicer, y apeciarla en su justa medida; pero sí pospuso la valoración de la poesía de Cuesta (para no hablar de casos parecidos, como el de Gilberto Owen o el de Enrique González Rojo). A Cuesta, de nuevo por iniciativa de Paz, se le erigió un monumento como la conciencia crítica del grupo de Contemporáneos, y con ello se le negó el lugar que debería ocupar como uno de los poetas más rigurosos de la literatura mexicana de la primera mitad del siglo XX.
La originalidad de Cuesta se encuentra no sólo en los contenidos de sus poemas sino en la elección del soneto como modelo de renovación poética. El soneto era una modalidad muerta con los poetas modernistas de finales del XIX y principios del XX. Cuesta lo entendió, efectivamente, como un anacronismo y una limitante —castigo torturado de la forma que se correspondía con una personalidad tormentosa e inflexible como la suya. Los sonetos de Cuesta son el lugar adecuado para llevar a cabo un prueba. Cuesta se ciñe al soneto para quebrantar sus bases y ligamentos y generar, a partir de ello, su propia versión del barroco. Su revisión de la poesía de los siglos de oro, que se da a través del tamiz del soneto, es un anticipo del neobarroco latinoamericano de la década de los ochenta y un punto de contacto con las preocupaciones de un poeta contemporáneo suyo, José Lezama Lima. Por otro lado, su lectura de Mallarmé le sirvió para enmarcar las evoluciones de una belleza fugitiva y totalmente reacia a las interpretaciones de la crítica.
Cuesta era un poeta puro, con Gorostiza, el más puro de su generación, precisamente por la resistencia que opuso en su poesía a las interpretaciones sociales, históricas y estéticas del poema. Sus sonetos parecen no fluir, como si se tratara de ensayos marmóreos sobre el comportamiento azaroso de la belleza. Nacidos de una línea rotunda, casi siempre un verso endecasílabo perfecto, éstos se van desarrollando, o complicando, a medida que esa línea progresa y se diluye en el contenedor del soneto. Cito un poema, aunque podría citar otros, que tiene mucho de autorretrato (el autorretrato, en Cuesta, es casi siempre una anticipación de su propia muerte):
Soñaba hallarme en el placer que aflora;
pero vive sin mí, pues pronto pasa.
Soy el que ocultamente se retrasa
y se substrae a lo que se devora.
Dividido de mí quien se enamora
y cuyo amor midió la vida escasa,
soy el residuo estéril de su brasa
y me gana la muerte desde ahora.
La reflexión en los sonetos de Cuesta se desplaza entre paredes muy estrechas, casi siempre recubiertas de las lunas de un espejo. Mirándose a sí mismo, medita sobre el proceso de la vida, la muerte y el tiempo que contiene a ambas instancias. Son admirables los últimos dos versos de la primera estrofa: “Soy el que ocultamente se retrasa/ y se substrae a lo que se devora”. Los poemas de Cuesta son soliloquios donde el cuerpo, antes que la conciencia, se expone a los designios de los elementos, y la conciencia desdoblada observa este lento proceso de saturación y enriquecimiento —en el sentido mineralógico del término.
El motivo del vaso, que dio origen en Muerte sin fin de Gorostiza a una reflexión sobre la forma, reaparece en los sonetos de Cuesta como una reflexión sobre los valores cualitativos de la forma por encima del sentido que la contiene o restringe.
Junto a mi pecho te hace más ligera
la enhiesta flama que alza tu desvelo.
Tus plantas de aire se aman en mi suelo
y te me vuelves casi compañera.
Estás dentro de mí cómoda y viva
—linfa obediente que se ajusta
[al vaso—.
Mas la angustia de ti se me derriba,
se me aniquila el gesto del abrazo.
Y te pido un amor que me cohiba
porque sujeta más con menos lazo.
[“Signo fenecido”]
“Signo fenecido” es un poema de amor autobiográfico, uno de los pocos que se encuentran en la bibliografía de Cuesta. Es evidente la estela de Quevedo en el último verso, y la mediación de Gorostiza en la médula ósea del soneto. Los sonetos de Cuesta también son vehículos propicios para el diálogo. Diálogo con la tradición, por un lado, y diálogo con los demás miembros del grupo de Contemporáneos. En los sonetos de Cuesta aparecen los motivos de la mano y el espejo (Villaurrutia); el viaje y el exilio (Owen); el vaso, el tiempo y la muerte (Gorostiza). Son sustancias, en general, de lo que fue y que no ha sido. Son engaños para la mente y ejercicios preparatorios de algo mucho más amplio y menos restringido.
II. Como si fuera un sueño de la roca
Canto a un dios mineral es el equivalente, en Cuesta, a Muerte sin fin de Gorostiza. No sólo porque se trata de su poema más largo y evidente en su despliegue prosódico, sino porque se trata de la consumación de toda su poesía y la encarnación de su poética.
Deudor de las poéticas modernas, Canto a un dios mineral es un poema que se piensa a sí mismo. Su naturaleza autorreflejante se despoja de un primer atisbo de conciencia lírica, para posteriormente autoerigirse como una columna de humo sólido en el azul del cielo: “Capto la seña de una mano, y veo/ que hay una libertad en mi deseo;/ ni dura ni reposa”, así comienza el poema. El yo del poeta, a cuyas costillas todo este monumento se levanta, no volverá a aparecer en cada una de las treinta y seis estrofas subsiguientes. El resto es un devenir que sucede en el marco de una sensibilidad atenta a las evoluciones minerales del mundo, reducido a una pura forma —la roca, la nube y la espuma son motivos recurrentes, todos ellos aliados a la retórica del vaso que se forma, como quería Gorostiza, por el agua que lo colma.
“Estudio en cristal” (1936) de Enrique González Rojo, Canto a un dios mineral (1938-1942) y Muerte sin fin (1939)1 deben leerse, cada uno en la medida de su propia derrota, como poemas sobre la forma y la poesía. En su Museo poético, ya Salvador Elizondo se había referido a ellos tres como “el ala intelectualista de los Contemporáneos” 2.
En Cuesta, la reflexión sobre la forma lo lleva a pensar la existencia y el constante diapasón de vida y muerte en el que la existencia transcurre. Esa oscilación —sístole y diástole representada por la combinación de versos dodecasílabos y octosílabos o bien, endecasílabos y heptasílabos— es lo que marca el ritmo del poema. Canto a un dios mineral representa los latidos de un poema orgánico que respira, en el mismo sentido en el que la materia respira y está viva: “en su entraña ya vibra, densa y plena,/ cuando allí late aún, y honda resuena/ en las eternas rocas”.
Todo sucede adentro de espacios constreñidos, pasadizos mínimos donde la luz y la sombra se intercalan, y nada escapa a la certeza de que el sentido no puede buscarse más allá de las paredes transparentes de la forma que lo apresa:
Por dentro la ilusión no se rehace;
por dentro el ser sigue su ruina y yace
como si fuera nada.
III. La trascendencia del sentido
Sería un error decir que Cuesta es un poeta secreto o un poeta para poetas, cuando en realidad la mayoría de los poetas que conforman la tradición de la poesía mexicana son poetas secretos y poetas para poetas. Nuestra falta de criterio a la hora de juzgar obedece sobre todo a modas pasajeras y factores propios de nuestra idiosincrasia. La instauración del canon de nuestra poesía ha dependido en gran medida de una figura dictatorial que se erige sobre las demás conciencias como rectora del gusto cada treinta años más o menos. El interregno en el que nos encontramos ahora nos hace pensar todavía en López Velarde como el padre inmaduro de nuestra poesía moderna y en Jorge Cuesta como un poeta ambivalente y fallido. ¿Cuántos años harán falta todavía para que comencemos a pensar la poesía mexicana como una tradición plural, que por razones también de idiosincrasia se ha negado a trascender el cerco de su propia tradición e idioma?
Cuesta no es un poeta fallido sino un poeta imperfecto. Gorostiza en Muerte sin fin también lo es. Canto a un dios mineral y Muerte sin fin, ambos poemas de largo aliento, están hechos de subidas y caídas, momentos de gran belleza y fallas en su evolución sonora. Estas fallas deben entenderse en un sentido geológico —son fisuras producto de la enorme tensión generada hacia el interior del poema. Gorostiza ha calado hondo entre los lectores y los críticos. La estela de Cuesta se resiste a ser seguida en sus evoluciones precisamente por el carácter más acusadamente marmóreo de sus construcciones en verso. Los poemas de Cuesta están detenidos y más que detenidos en el espacio tiempo de su creación y lectura, están inmersos en sí mismos. En el carácter hermético de su poesía muchos han querido ver la influencia de su temperamento científico, que lo llevó a estudiar los efectos de ciertas sustancias químicas sobre su propio cuerpo. Salvador Elizondo, uno de los mejores lectores de poesía que hubo en el México de mediados de siglo, definió el Canto a un dios mineral de Cuesta en los términos de un poema sobre los estados y las transformaciones de la materia. Esta interpretación acabaría de ser correcta si se agrega que a esta meditación sobre la materia la permea un acusado empuje filosófico existencial: Cuesta piensa la materia con el mismo enfoque e intensidad con que piensa el ser. Decir “Cuesta piensa...” no es más que eso, un decir, porque Canto a un dios mineral está despojado de esa instancia lírica que en poesía nos lleva a decir que el autor piensa, dice, siente o reflexiona. En Canto a un dios mineral el poema se piensa a sí mismo o, mejor dicho, el poema se refleja a sí mismo. Y en esa misma medida, el poema se cierra sobre sí mismo.
Después de la lectura de los sonetos y del Canto a un dios mineral, quiero pensar que Cuesta concebía la poesía como un arte hecho de palabras, que aspiraba al sentido pero que iba más allá de las barreras impuestas por esa aspiración a ser leído. Esta concepción de la poesía quizá no descendía tanto de la poética de Valéry, que entendía la poesía como un arte cercano a la exactitud de las matemáticas, sino de la tradición romántica alemana, que entendía el poema como nostalgia de la poesía. Para los románticos alemanes, y también para Cuesta, el poeta es un agente que trabaja con potencias que lo exceden. El lenguaje es la potencia principal, y la única materia constitutiva del poema.
Canto a un dios mineral es un poema sobre los estados de la materia; pero la materia principal de la que trata el poema son las palabras mismas. Si la materia inerte en realidad está viva, las palabras también están vivas y dicen no lo que el poeta quiere decir, sino lo que las palabras quieren decir en el momento de entrar en contacto —o en colisión— unas con otras. Al abolir el yo y darle la preeminencia al material de que está constituido, el poema también se priva de toda historicidad o narratividad ajena al devenir de su discurso. El poema no sólo estaría rotando sobre su propio eje, sino diciéndose a sí mismo en ausencia de la figura del poeta que lo rubrica más allá de los márgenes restrictivos del sentido.
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1 Sigo el criterio cronológico establecido por José Luis Martínez en su artículo “El momento literario de los Contemporáneos” (Letras Libres, marzo, 2000, p. 62).
2 Museo poético, 2002, p. 36.
*Este ensayo forma parte del libro Viaje al país de la errata, de próxima aparición.
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