Suplemento Laberinto
Sucede a veces que sólo percibimos las calidades secretas o entrañables de una ciudad por el amor (necesariamente público) que alguno, que algunos le profesan. Esta frase, con la que Carlos Monsiváis inició en 1975 su ensayo dedicado a Salvador Novo, le podría ser aplicada a él mismo 35 años después, como un recurso para definir, de golpe, el tema que atraviesa el grueso de su obra: la ciudad como lazo personal.
En la autobiografía que se le pidió escribir cuando tenía 28 años, Monsiváis detalla la fascinación que las atmósferas y los rituales urbanos, como banco de imágenes incesantes, provocaron en su adolescencia, cuando “pedante y libresco” fue domado totalitariamente por una ciudad a la que, según él, no podía pertenecer, pues sólo lograba mirarla como “catálogo, vitrina, escaparate, muestrario de librerías, cines y taquerías”. Hoy lo consideramos el gran inventor y el gran divulgador de la ciudad de sus días y de su semejanza. A diferencia de Novo, que ejerció en sus crónicas el espacio habitado por las élites —la aristocracia “pulquera y presupuestera”—, en Monsiváis el territorio intransferible iba a ser el de “lo popular y no tanto”. (No podía ser de otro modo, decía él: la famosa México ejercida por Novo comenzaba a disolverse en “una acumulación de almas, edificios y cuerpos a la deriva”.)
Si la década de los 50 fue la de la formación cinematográfica y literaria —las funciones dobles de la MGM en el cine Estrella; la lectura del México a través de los siglos; el asedio de la literatura anglosajona, de Wilde a Isherwood, pasando por George Eliot—; si la década de los 50 fue también la de la formación de una conciencia política cuyas imágenes tutelares proceden de la represión de maestros y ferrocarrileros (“hay algo de nobleza, de intensidad, de fuerza moral en la lucha contra la injusticia, contra la desigualdad, que siempre me ha apasionado”), la década de los 60 sería, en cambio, la del comienzo de una visibilidad eterna, basada en la invención del personaje Carlos Monsiváis (cultísimo, enteradísimo, ubicuo, mordaz, memorioso, poblado de citas, frases y ocurrencias), y avecindada en las fronteras de una estética que, desde el motor de una escritura tumultuosa, única, zanjó las diferencias entre la alta cultura y los fenómenos populares y de masas. ¿Hasta qué punto será él responsable de la revaloración de Gabriel Vargas, Gabriel Figueroa, El Indio Fernández…? Muchos dirán que nunca lo fue, pero la leyenda le allega patentes —que luego son corroboradas en sus libros.
Desde los años 60, y hasta los días cercanos a su muerte, Monsiváis se atrevió a reunir en crónicas y ensayos los objetos culturales más diversos. Se atrevió también a introducir el humor, y una finísima ironía, en el valle de lágrimas y de solemnidades suntuosas que solía ser hasta entonces la literatura mexicana. Durante más de medio siglo derramó en periódicos, revistas, suplementos, libros, prólogos, programas de radio, presentaciones de libros y segmentos de televisión, lo que Octavio Paz llamó “el género literario Carlos Monsiváis”. De ese modo refrendó la imagen del intelectual como figura pública (adoptó banderas de lucha centrales en nuestro tiempo) y fijó una idea de la historia, del país, de la ciudad, de la cultura, cuyo sedimento se halla en los lugares comunes que desde hace tiempo ¿todos? ¿muchos? frecuentamos. Como sólo ocurre con los clásicos, Monsiváis se volvió un escritor al que es posible citar sin haber leído (he aquí otro lugar común).
Se ha dicho que desde sus hallazgos y sus descubrimientos, incluso desde los mitos que construyó algunas veces de modo arbitrario, Carlos Monsiváis intervino la ciudad para moldearla en nuestras percepciones. Si una ciudad vive y se sobrevive en sus amantes (y esa ciudad vive y se sobrevive en los libros que van de Días de guardar a Apocalipstick), entonces la gran aportación del género Monsiváis consistió en nombrar a la Ciudad de México hasta volverla ella. Porque, ya lo escribió Wallace Stevens, la gente no habita una ciudad: habita sólo sus descripciones.
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