domingo, 14 de noviembre de 2010

Revolución sin novelas

14/Noviembre/2010
El Universal
Rafael Pérez Gay

Empezaron los festejos del centenario de la Revolución. Una historia de México en unos cuantos trazos se transmitirá a través de imagen, luz y sonido en el Zócalo, un monumento renovado aparecerá en la Plaza de la República, habrá discursos a granel, recuerdos de la guerra, encomio de la violencia, retórica de los héroes, pero que yo sepa no hay una nueva colección editorial que ofrezca las obras de los novelistas que narraron ese episodio. Los organizadores del centenario se han devanado los sesos para acercar a las multitudes los momentos culminantes de la lucha armada y a ninguno de nuestros editores estatales se le ocurrió concebir nuevas ediciones críticas, masivas y baratas de los escritores a quienes debemos la memoria de esos años violentos. Tendremos un centenario de la Revolución sin novelistas.

La historia es la novela de los hechos, y la novela es la historia de los sentimientos. Este aforismo de Helvetius define lo que se ha llamado Novela de la Revolución, el entramado narrativo que empieza con la caída de Porfirio Díaz y avanza hacia el episodio armado hasta su consolidación institucional. Esa literatura no fue el elogio de la vida revolucionaria; por el contrario, la Novela de la Revolución es el testimonio desencantado, amargo y triste de la destrucción y de la guerra. Las obras que se han agrupado bajo este nombre oscilan entre la autobiografía y el diario de campaña de los testigos que narran su participación en la guerra civil, su paso entre la devastación y la muerte. En sus aspiraciones épicas, estas novelas renuevan el lenguaje, crean un público lector que se reconoce en el pasado inmediato, se acercan al gran tema y al gran actor de los tiempos: el estudio de “el pueblo” y el retrato en acción de la fuerza indomable de “los caudillos”.

La crítica ha fijado una línea del tiempo en la cual la Novela de la Revolución se inicia con Andrés Pérez Maderista (1911), de Mariano Azuela, y se desvanece en obras modernas como Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo y La muerte de Artemio Cruz (1962) de Carlos Fuentes. En la vasta obra de Mariano Azuela, 23 novelas, el periodo revolucionario lo ocupan: Los de abajo (1916), Los caciques (1917), Las tribulaciones de una familia decente (1918) y Domitilo quiere ser diputado (1918). El mismo impulso épico, la misma vocación narrativa, el mismo asombro pesimista comparten Rafael F. Muñoz en ¡Vámonos con Pancho Villa! (1931) y Se llevaron el cañón para Bachimba (1941); Gregorio López y Fuentes en Campamento (1931) y ¡Mi general! (1934); Mauricio Magdaleno en El Resplandor (1937) y El compadre Mendoza (1936); José Rubén Romero en Apuntes de un lugareño (1932) y La vida inútil de Pito Pérez (1938); Agustín Vera en La revancha (1930); Francisco L. Urquizo en Tropa vieja (1943); Jorge Ferretis en Tierra caliente (1935); Nellie Campobello en Cartucho (1931). Pero la visión más profunda de la Revolución, la creación de un mundo, la luz meridiana de ese México y la prosa más poderosa la escribió Martín Luis Guzmán.

Durante muchos años hemos leído la obra de Martín Luis Guzmán como un testimonio, como un registro en clave de varios momentos álgidos del México revolucionario. En sus novelas el público buscó, por un lado, revelaciones de la trama secreta de la vida del país y, por el otro, el escándalo de la sangre y la barbarie armada que ningún periódico de la época alcanzaba a referir. Con el paso del tiempo hemos aprendido a leer en Martín Luis Guzmán una obra anterior y superior literariamente a su valor histórico. Su maestría narrativa lo lleva más allá de sus temas, a la zona donde el novelista puro vuelve materia perdurable todo lo que pasa por sus manos.

Cada vez es más tangencial que La sombra del caudillo (1930) se inspire en los crímenes reales de la Revolución, y que El águila y la serpiente (1928) dé cuenta de la violencia revolucionaria. Estos libros perdurarán incluso cuando sus referentes verdaderos sean un recuerdo vago, o ya mejor iluminado por los historiadores en la memoria mexicana.

No sé muy bien como entré en esta enumeración de novelistas, quizá para demostrarme a mí mismo que detrás de los fastos del centenario de la Revolución se oculta un cuerpo literario al cual habría valido la pena darle un lugar, una nueva salida, un nuevo nombre. Descuidamos nuestra memoria, por eso de pronto no sabemos bien a bien quiénes somos.

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