sábado, 20 de noviembre de 2010

A cien años de la Revolución Rafael F. Muñoz

20/Noviembre/2010
Jornada
Juan Rulfo

Con motivo de las celebraciones por el centenario de la Revolución, publicamos este inédito escrito por Juan Rulfo, en el cual manifiesta su admiración por el periodista y narrador Rafael F. Muñoz. Aunque el texto se incluyó en el número 10 de la revista bimestral Ibero, de la Universidad Iberoamericana, que sólo circula en esa comunidad estudiantil –cuyo director editorial es Juan Domingo Argüelles–, La Jornada lo da a conocer a sus lectores, gracias a la generosidad de la señora Clara Aparicio, viuda del autor de Pedro Páramo

De los escritores de la Revolución Mexicana Rafael F. Muñoz es quien mejor refleja en sus obras un ámbito poético, dentro del árido mundo en que éstas se desarrollan.

Nació Rafael F. Muñoz en Chihuahua en 1899. A los 16 años toma parte activa en la Revolución como reportero de un diario de la capital de su Estado y así conoce y presencia de cerca los acontecimientos que más tarde servirán de materia prima para sus libros.

R. Morton dice de él que en la obra de Muñoz siempre estará presente la sombra impresionante de Francisco Villa, así como que nunca lo abandonará, ni aún en sus novelas, ese estilo directo, exento de detalles que caracteriza al periodista, oficio en el que sigue activo Rafael F. Muñoz.

Al término de la Revolución inicia Muñoz sus actividades en la capital de la República y publica periódicamente en El Universal sus primeros cuentos, que reúne posteriormente en el volumen titulado El feroz cabecilla.

Estos relatos, verdaderos ejemplares de pureza narrativa literaria, se caracterizan desde luego por el estilo crudo que Muñoz seguirá manejando subsecuentemente con mayor habilidad. Uno de los cuentos incluidos en esta serie, Oro, caballo y hombre es el que con más frecuencia se reproduce en antologías. Narra la muerte del sanguinario Fierro, lugarteniente de Villa, al hundirse en un pantano bajo el peso del oro.

El tratamiento que Muñoz utiliza para contarnos esta anécdota nos recuerda el usado por el escritor norteamericano Conrad Aiken, en el sentido de escamotearle al lector hasta el final el resultado. Y también al empezar a relatar aquella cosa como algo sin importancia, la que va adquiriendo conforme se avanza en la lectura, pero, como antes decía, sin dar a sospechar el resultado final.

Esta coincidencia viene al caso, ya que Aiken es uno de los más hábiles escritores de este tipo de narraciones y el que Muñoz, seguramente creador de su propio estilo, coincida, nos muestra una más de sus cualidades.

Sin abandonar su tarea periodística, Muñoz publica su primera novela, ¡Vámonos con Pancho Villa! Aunque tratada en forma anecdótica, limitada a episodios breves, tal parece como si estuviéramos ante una serie de cuentos; con todo, la acción sigue una secuencia lógica y novelada, y su personaje central, Francisco Villa, no abandonado en ningún momento, le da la unidad requerida.

Pocas obras tienen el raudal de conocimientos sobre la sombría figura de Villa como el que posee Muñoz para relatarnos sus hazañas. Y lo más admirable de esto es la imparcialidad, pues a pesar de la admiración que el autor tiene hacia su personaje, siempre lo trata de manera objetiva, sin conmoverse ni exaltarse. Antes, y en frecuentes ocasiones, se vale de las circunstancias para usar un tono irónico, casi burlesco.

Fue con ¡Vámonos con Pancho Villa! que Muñoz se dio a conocer no sólo como el narrador de los hechos del Guerrillero del Norte, sino como uno de los clásicos de la Revolución Mexicana.

Su estilo, diferente al de Azuela o al de Martín Luis Guzmán, le otorgó una categoría muy personal y, más que nada, su manera de decir las cosas lo diferencia marcadamente de los escritores de esta época. Fue el primero, que yo sepa, que incursionó en los áridos temas de la Revolución enmarcando las acciones de aquellos guerreros con hilos poéticos, describiéndolos amablemente, se puede decir que hasta con lástima, dentro de la socarronería que encierra allá en sus profundidades el estilo de Muñoz.

Esta misma característica identificará al Muñoz que escribe más tarde la vida de Su Alteza Serenísima, don Ignacio López de Santa-Anna. La biografía de este infortunado rector de México, infortunado para México, adquiere en la obra de Muñoz matices heroicos dentro de lo grotesco. Escrita con originalidad, prepondera en ella el lenguaje satírico, el episodio farsa y dentro de todo esto, la vida serena de Su Alteza Serenísima, envuelto en el ropaje de su desfachatez y sus oscuras y personales ambiciones.

Los tristes días que vivió entonces nuestro país, que más que país era un panino de rencillas y de luchas mezquinas por mezquinos intereses, se reflejan en la biografía de Santa-Anna que escribiera Muñoz, y que, al cabo, como toda buena obra, hecha con sinceridad, nos deja un sabor amargo.

Nos amarga porque desearíamos que todo aquello no hubiera sucedido o no hubiera tenido los resultados desastrosos que tanto error acumulado le produjo a México. Cuando vemos, por ejemplo, el gigantesco obelisco que los tejanos han erigido en San Jacinto para conmemorar el triunfo de unos aventureros sobre el fantoche de Santa-Anna –que como dice Muñoz, ganaba las batallas y perdía las guerras–, más parece que existiera ese monumento para señalar la humillación de México y no de quien decía representarlo.

Pero la verdad es que Santa-Anna existió y Muñoz, con los trazos de su buena calidad de escritor, va forjando esta figura novelesca hasta darnos un libro extraordinario.

Casi al mismo tiempo publica su segundo volumen de cuentos: Si me han de matar mañana. En ellos regresa Muñoz a los acontecimientos de la Revolución Mexicana y puede considerarse éste, de sus libros, como unido a El feroz cabecilla por los temas, aunque se advierte un dominio mucho más amplio, dijéramos más confiado en los elementos que maneja.

También aquí, como en su anterior libro, no sabemos por qué partido simpatiza Muñoz en esta guerra de hermanos; pues vuelve a advertirse la sátira con que trata a los personajes de uno y otro bando.

En el cuento titulado La muerte del perro, en que narra lo superficial de la fraternidad entre los ejércitos triunfadores, vuelve Muñoz a practicar ese escamoteo de que hablábamos en un principio. Comienza a relatarnos una cosa aparentemente sin importancia, como es quizá la muerte de un perro; pero al cabo, aquello se torna en una sangrienta carnicería de hombres en que, como él mismo lo dice: La media noche, acostumbrada a presenciar los más sórdidos y misteriosos sucesos, tuvo que cerrar los ojos y huir amedrentada ante tanta sangre.

Se llevaron el cañón para Bachimba, la penúltima de sus novelas y una de las más importantes, tardó varios años en salir a la publicación. La razón es que Muñoz exige mucho de sí mismo y al escribir intenta mejorar lo anterior. A esto se debe la parquedad de su obra y el tiempo que dejó transcurrir para darnos esta nueva novela.

Sin embargo, a pesar de distar mucho de sus primeras publicaciones sigue en ella tratando el tema inagotable de la Revolución y flota también en el ambiente la sombra de Francisco Villa, aunque aquí sí es realmente la pura sombra, ya que Villa aparece sólo esfumado.

Nos refiere Muñoz, a través de la narración de un muchacho que se lanza a la bola, la fracasada e inútil insurrección de Pascual Orozco contra el gobierno constituido. El chamaco que espera regresar a su pueblo después de haber obtenido gloriosas victorias, sólo es testigo de derrotas. Y la final, en Bachimba, donde el cañón niño desmiembra los restos de los forajidos.

Por otra parte, Pascual Orozco, otro Santa-Anna de pacotilla, se presta para que Muñoz ejercite la sorna y la abierta ironía hacia una causa que no perseguía otro fin que el saqueo y la rapiña.

Es aquí donde se encuentran también las mejores páginas descriptivas del paisaje áspero del Norte donde se desarrolla la acción de la novela, como el cuadro casi plástico que hace de las regiones pobladas de mezquites, digno de ser transcrito. Dice:

En una hora de la tarde atravesamos nuevamente el mezquital, ahora perforado por la negra barrena resoplante de la locomotora. Era el mismo mezquital, compacto, invasor, que llegaba hasta los bordes inclinados del terraplén para tocar con sus ramas los discos rodantes y las tablas de los carros. Y al pasar a la carrera ante nuestra puerta, el mezquite me fascinó, me atrajo hacia él, me hizo completamente suyo.

Lo había creído agresivo y es humilde. Es un arbusto del campo; nadie lo planta, nadie lo cuida; lo mismo asoma en el arenal que en las arrugas del basalto, donde los vientos han dejado una costra de tierra. Parece no tener sed ni hambre, pues crece donde nunca llueve y donde el suelo es estéril; vive de la luz, vive del viento, corre por el llano, sube por los flancos de los cerros, asoma curioso en la corona de los cantiles y se vuelca locamente por los precipicios. A veces es un solo tronco, grueso como un muslo; en otras son cien ramas que salen en todas direcciones de un mismo hoyo en la tierra, sin cuidarse de ser rectos, despreocupados, versátiles. Los troncos y las ramas son siempre chuecos porque un día quieren crecer para un lado y otro día para otro. No les interesa elevarse; en ocasiones, troncos gruesos como una pierna de hombre se arrastran por el suelo y abanicos de ramas trazan un arco verde como un pompón. Tiene una hoja pequeñita como el blanco de la uña, y cien de ellas salen de una varita alargada como una aguja. Tiene también espinas, pero nada más para proteger unas vainas rojas que se hinchan con la semilla, que caen, que se dejan arrastrar por la fuerza del viento y que van a convertirse en más mezquites, miles de mezquites, millones de mezquites, que no piden agua ni tienen hambre nunca.

En algunos lugares llegan a ser más altos que un hombre a caballo; y careciendo de todo, siendo misérrimos, faltos de don alguno, regalan un bien supremo: la sombra. Los becerros cansados, y las vacas sedientas, van a tumbarse bajo su ramaje a rumiar el pasto escaso; y los burros raquíticos, a calmar la sed con las vainas llenas de jugo. Los pastores y caminantes disfrutan también, dormitando tendidos en el suelo, mientras el sol declina. En otras regiones, el mezquite apenas puede llegar a la altura de la rodilla del hombre, porque sus raíces, por más profundamente que se extiendan, palpan tan sólo arena seca y movediza; impotente para dar sombra, se conforma entonces con aplacar la reverberación del sol sobre el arenal.

Envejece cada año y el invierno lo vuelve gris. Después, sus ramas se van quedando calvas, ennegrecidas como por un incendio; se tornan quebradizas, caen en pedazos, se dispersan. Pero del palo duro que quedó enterrado, salen en primavera unos gusanos verdes; ¡el mezquite ha resucitado!

No desaparecerá nunca asesinado, como otros árboles, por el hacha, porque sirve para muy poca cosa. Es eterno, como las rocas; es variable, como las ondas que el viento hace en las dunas. Vive si necesidades, sin preocupaciones, sin cuidados. Se expande, se eleva, se arrastra. Llega confiadamente hasta la puerta misma de la casa del campesino; asoma, tímido, en las primeras calles de las poblaciones. Cuando lo quitan porque estorba, resurge más allá. Servicial, ofrece sus ramas para formar cercados espinosos que protegen a las gallinas contra el coyote voraz. Y cuando nadie lo utiliza ni para vallado, ni para leña ni para sombra, como es libre, como es alegre, como nada le preocupa ni le detiene, como no posee nada ni quiere nada, allá se va el mezquitero correteando por el llano, como un muchacho travieso que persigue la puesta del sol.

Esperamos, con todo, que la autocrítica excesiva de Muñoz, obligándose a superar la obra anterior, le permita darnos más cosas suyas, ya que sus libros serán siempre valiosos y sorprendentes.

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