sábado, 27 de noviembre de 2010

"Por lo pronto, ya estamos aquí"

27/Noviembre/2010
Babelia
Juan Villoro

De acuerdo con Friedrich Katz, autor de La guerra secreta en México y biógrafo de Pancho Villa, la Revolución mexicana es la única del siglo XX que mantiene vigencia porque sus ideales (justicia social y democracia auténtica) aún deben cumplirse.

¿No bastan cien años para erosionar la esperanza que llegó con la metralla? Los graves rostros de los héroes han "decorado" demasiados murales en las oficinas públicas y han comparecido en billetes color morado o verde limón que valen cada vez menos. Ciertas figuras pasaron al folclore de los irresponsables: el general Sóstenes Rocha, que bebía tequila con pólvora, inspiró un personaje de Valle-Inclán, y su colega Gonzalo N. Santos pasó a la historia del cinismo político con aforismos de este tipo: "La moral es un árbol que da moras". Las mafias sindicales, el reparto de tierras inservibles, el uso discrecional de los bienes públicos y un inagotable torrente de demagogia son algunos legados de la lucha que estremeció a México de 1910 a 1920. ¿No es daño suficiente?

Los héroes del hit parade revolucionario vivieron para aniquilarse. Jorge Ibargüengoitia observó con ironía que Zapata, un buenazo, luchó contra el buenazo Madero y fue liquidado por Carranza y Obregón, otros buenazos. Llamamos "Revolución mexicana" a la reconciliación póstuma de los adversarios.

En La muerte de Artemio Cruz (1962), Carlos Fuentes retrató los negocios de la Gran Familia Revolucionaria. Las consignas progresistas se tergiversaron para crear una nueva burguesía. Bildungsroman de la corrupción, la novela relata el irresistible ascenso de un combatiente que se convierte en potentado.

Y pese a todo, la Revolución mantiene viva su impronta. La prueba más clara es que dos partidos políticos y una guerrilla posmoderna se disputan su herencia. El PRI se apoyó en una contradicción de términos (la "revolución institucional") para gobernar el país durante 71 años con ideologías rotativas, poco afines entre sí. Este sistema corporativo repartió beneficios con la técnica del tráfico de influencias y demostró que "erario público" es el nombre secreto de "interés privado".

Los otros herederos virtuales de la gesta son el Partido de la Revolución Democrática, que representa a una izquierda dividida, y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que aguarda en la selva el momento de reivindicar las incumplidas demandas indígenas.

¿Qué tan contemporánea puede ser una lucha tantas veces desvirtuada? La Ciudad de México tiene 178 calles Carranza. ¿No se agota así la evocación de un prócer? De manera asombrosa, en nuestro presente el pasado sigue en guerra.

En la película Revolución, estrenada para el centenario, diez cineastas proponen modernos relatos sobre el tema. Tienda de raya, espléndido corto de Mariana Chenillo, se ubica en un supermercado que paga parte del sueldo con cupones para comprar en la misma tienda. El destino amoroso de la protagonista depende de arreglarse la dentadura, pero el médico no acepta cupones. La diferencia entre Wal-Mart y la hacienda de Cananea, donde se atizó el incendio, es menor de lo que pensamos.

La presencia de la Revolución también tiene que ver con la iconografía. La lucha llegó acompañada de un invento del siglo XX: el cine. Ningún proceso histórico se había filmado tanto. Los ojos de Zapata, los sombreros de ala ancha, las cargas de caballería pasaron del campo a la pantalla y de ahí al inconsciente.

Ni siquiera en el plano historiográfico el tema puede darse por saldado. La extraordinaria biografía de Katz sobre Villa sugería que sólo quedaba espacio para minucias. Sin embargo, en 2006, Paco Ignacio Taibo II hizo un torrencial regreso al Centauro del Norte. Su Pancho Villa es una novedosa enciclopedia narrativa. Investigar y escribir un libro de esa envergadura hubiera dejado sin aliento a un maratonista. Taibo siguió de frente con Temporada de zopilotes, libro y programa de televisión para History Channel sobre Madero, iniciador de la contienda.

Ya en los años ochenta, Enrique Krauze había narrado las contradictorias vidas del panteón nacional en su muy leída Biografía del poder. En 2009 Pedro Ángel Palou volvió con éxito a Zapata, novelando lo que parecía agotado después de la espléndida biografía de John Womack. Muerto a los 39 años (la edad del Che, Sandino y Malcom X), el Caudillo del Sur es una incógnita que pide ser narrada. Fuentes ha anunciado una obra sobre su agonía, Emiliano en Chinameca. Alguna vez le pregunté cuándo pensaba escribirla. "La voy a dictar en mi lecho de muerte", contestó sonriendo. El gesto resume una vida en espejo de la Revolución: Fuentes nació en 1928, año del asesinato de Obregón, su rostro se ha perfeccionado como el de un jefe revolucionario y planea su último lance como un encuentro de caudillos, la emboscada literaria de Zapata.

El zapatismo estético va de los óleos de Alberto Gironella al rock de La Revolución de Emiliano Zapata, que en 1971 ganó en Tokio un concurso con la canción Nasty Sex. La tienda El Taconazo Popis no se quedó atrás y anunció zapatos a precios "zapatistas".

En La noche de Ángeles (1991), Ignacio Solares se ocupa de uno de los episodios más sugerentes de la Revolución: el regreso del general Felipe Ángeles. Director del Colegio Militar en tiempos de la dictadura, artillero formado en París, Ángeles fue el único intelectual militar de la contienda y luchó al lado del más contradictorio de los líderes, Pancho Villa, imponiendo una dosis de sensatez e incluso de pacifismo en plena guerra. Derrotada la División del Norte, huye a Estados Unidos, donde vive en la pobreza. Decide volver, sabiendo que va a morir. Vaga por el desierto, leyendo la Vida de Jesús de Renan, hasta que es arrestado. Lo llevan a juicio y asume su defensa. Este episodio dio lugar a la pieza teatral de Elena Garro Felipe Ángeles. En el Teatro de los Héroes de la ciudad de Chihuahua, el general imagina un país distinto, de reconciliación democrática. Su adversario es Venustiano Carranza. El público se entrega al mártir. Carranza manda un telegrama con un indulto. De acuerdo con su conveniencia, el telegrama llega tarde. Ahí se pierde la oportunidad de otra historia (al menos así lo exige la imaginación literaria). Adolfo Gilly, autor de La revolución interrumpida (1971), libro vibrante que mi generación leyó con perdurable asombro, acaba de concluir una biografía sobre Ángeles.

En esencia, no hay una Revolución. Sus contradictorias causas fueron captadas por Juan Rulfo en Pedro Páramo (1953):

-Como usté ve, nos hemos levantado en armas.

-¿Y?

-Y pos eso es todo. ¿Le parece poco?

-¿Pero por qué lo han hecho?

-Pos porque otros lo han hecho también. ¿No lo sabe usté? Aguárdenos tantito a que nos lleguen instrucciones y le averiguaremos la causa. Por lo pronto ya estamos aquí.

A propósito de la novela histórica, Isaiah Berlin comentó que los hombres históricos no sólo hacen cosas históricas. En Los relámpagos de agosto, Jorge Ibargüengoitia extrema esta idea: sus revolucionarios no hacen nada histórico. Sus motivaciones son egoístas, caprichosas, personales. La comicidad de la novela deriva de la ineptitud de esos corruptos. Conspiran contra sus presuntos aliados, pero sobre todo contra sí mismos. En su obra de teatro El atentado, Ibargüengoitia hace que Álvaro Obregón, triunfador de la lucha armada, muera sin pronunciar una frase célebre. En un país donde las declaraciones son más importantes que los hechos, nada resulta tan trágico como morir después de pedir un plato de frijoles. Las famosas últimas palabras expresarán, para siempre, un antojo.

El triunfo de la Revolución fue consumado por los jefes sonorenses, seres pragmáticos, ajenos al romanticismo revolucionario de Villa y Zapata. Héctor Aguilar Camín escribió en La frontera nómada (1977) la historia narrativa de ese triunfo. Por su parte, Jorge Aguilar Mora recuperó en detalle las técnicas de la guerra y las formas de representación de la contienda en Una muerte sencilla, justa, eterna (1990).

Cuando los revolucionarios cambian los caballos por los Cadillacs, comienza la intriga de oficinas. En La sombra del caudillo (1929), Martín Luis Guzmán reconstruye la lógica del poder heredada de la Revolución: el Hombre Fuerte del país no depende de los votos sino de la adhesión de quienes podrían desafiarlo. En consecuencia, lo importante se resuelve en la sombra. No en balde, la política de impunidades ha sido bautizada como la "tenebra". Ahí se conjuga un verbo decisivo: "madrugar". Hay que anticiparse al enemigo; para lograrlo, es necesario intuir lo que él haría y actuar primero. En esta delirante dramaturgia, no hay mejor consejo que la paranoia: eliminar al rival es un acto preventivo.

Fuentes recogió en Gringo viejo (1985) una escena que le contó su entrañable amigo Fernando Benítez, autor de El rey viejo (1959), novela sobre la muerte de Carranza. Los zapatistas toman una hacienda. Al entrar en un salón descubren un desconocido artificio. Se trata de un espejo. Los revolucionarios se paralizan ante su propio rostro. ¿Quiénes son? ¿Por qué llegaron ahí?

La Revolución ha otorgado dimensión épica a una costumbre mexicana: la impuntualidad. Con cien años de retraso es actual.

Los rostros se asoman al espejo. ¿Qué justicia piden a través del tiempo? Por lo pronto, ya están aquí.

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