lunes, 10 de enero de 2011

Malas decisiones

10/Enero/2011
El Universal
Guillermo Fadanelli

Una constante recorre todos los años que he vivido: las malas decisiones. Y no obstante la conciencia de estas derrotas me pregunto si en verdad uno está en posibilidad de tomar una “buena” decisión. ¿Es posible? Yo creo que no. Las decisiones que uno toma son las únicas que tienen verdadera existencia: son nuestra realidad. ¿Qué virtud tendría apostar por lo inminente? ¿Tomo una “buena” decisión si apuesto a que mañana aparecerá el sol? Son especulaciones que casi rozan la tontería, pero alguna vez escuché a un viejo decirle a su mujer después de 40 años de vivir juntos: “me equivoqué al casarme contigo”. Escuchar esto me enseñó más de la condición humana que todos las novelas que han pasado por mis manos. He visto a dos personas culminar su amistad a golpes y arrepentirse de haber compartido tantos años de convivencia: durante mucho tiempo se llamaron amigos como si se hubieran dado la mano en el mismo vientre. He sido testigo de cómo un anciano cansado de su profesión ha decidido -a la edad de setenta y siete años- hacer lo que “verdaderamente” le apasionaba. ¿Cuántos jubilados están ahora pintando paisajes?

A las buenas decisiones prefiero llamarlas “milagros”. Los inversionistas toman decisiones todo el tiempo y creen tener información suficiente para no poner en riesgo el dinero invertido. Más eso no es tomar decisiones, sino sólo seguir el camino correcto en pos de obtener ganancias. Hacer las sumas correctas es una virtud invisible y acaso lo único que nos hace sentir vivos son las equivocaciones. Yo recomiendo tomarse las cosas con calma y displicencia. Siempre habrá una mujer más guapa o un hombre más cretino: es necesario tomar esto en cuenta porque aunque lo creamos nunca elegimos a la mujer más bella (y esto no hace mala nuestra elección). Y nuestros amigos no son los peores pues debajo de la piedra más cercana aparecerá uno todavía más desastroso. Los borrachos prometen a menudo acciones que nunca cumplen. Toman decisiones de las que una vez sobrios se arrepentirán, sin embargo en el momento de tomarlas estaban convencidos de su absoluta importancia y conveniencia. Y quien dude de la sinceridad de un ebrio es que no ha vivido.

Creo que las decisiones que tomamos no provienen de un cálculo, sino de una pulsión del espíritu (sea lo que esto signifique). Y este espíritu errará todas las veces porque no es un algoritmo sino una manifestación humana. Edgar Morin escribió un libro muy ambicioso (El método) en tres volúmenes para decirnos una cosa sencilla: el cerebro no explica al espíritu, pero necesita al espíritu para explicarse a sí mismo. Y tampoco hay espíritu sin cerebro, dice Morin. Y cada vez que debo tomar una decisión importante y un cúmulo de manifestaciones químicas se apoderan de mi cerebro para darme la respuesta adecuada tengo la sensación de que todo ese alboroto no es más que trabajo perdido. Esto me pasa por leer a los rusos. Yo les recomiendo jamás leer a los rusos pues todas sus novelas están llenas de personajes cuyas decisiones están todas marcadas por la desgracia. Para ellos apostar y ganar es casi tan vulgar como ir al excusado.

Las neurociencias y la literatura son las únicas disciplinas capacitadas para reflexionar sobre el espíritu (las religiones no, pues son sólo un negocio del espíritu). Aún auxiliado por la ciencia nunca sabré porque todas las decisiones que he tomado en mi vida han sido desastrosas. Lo que deseo me mata. O en palabras de la neuróloga Santa Teresa: “uno sufre más por las plegarias atendidas que por las no atendidas”. Y cada vez que pensemos haber tomado una buena decisión hay que prepararse para sufrir. Así están las cosas.

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