lunes, 3 de enero de 2011

Así escribo (Gerardo de la Torre )

Enero/2011
Nexos
Gerardo de la Torre

No es cosa de disciplina,
sino de obstinación


Me cuesta mucho trabajo. Me siento cinco o seis horas frente a la computadora y produzco una cuartilla, dos cuando me va bien. Lo peor es que al cabo del trayecto, fatigado, amargo, contrariado, abandono el trabajo con la sensación de que nada de lo que he escrito vale la pena. Y todos los días es lo mismo y cada día siguiente me levanto optimista y enciendo el artefacto y...

No siempre ha sido así. En mejores épocas, más enérgicas, más llenas de necesidad y de rencor, escribía tres, cuatro, ocho cuartillas de una sentada y, sin frustración, las dejaba reposar. Si el veredicto del tiempo las condenaba, bueno, pues a escribir otras sin duda mejores. Eran los días de la máquina de escribir. Introducíamos bajo el rodillo hojas de papel revolución y tecleábamos duro, tachando XXXXXX las palabras o las frases indigentes. Y adelante.

La versión original de mi segunda novela, La línea dura, la escribí en tres semanas de octubre-noviembre de 1968. Los guiones de la historieta Fantomas (1969-1972) los hacía a lo largo de una noche, fumando interminables cigarros y con dos o tres copas de vino tinto como combustible. Pero el encanto, ay, se acabó hace mucho tiempo.

Desde hace algo más de una década prefiero trabajar durante las mañanas (las noches son ahora de películas en dvd, de extraños y reconfortantes güisquis con Diana Krall o Norah Jones). A eso de las ocho, con la fresca, enciendo la computadora. Pongo café (de altura, oaxaqueño). Después de leer las malas noticias en algún diario electrónico, abro el archivo de una novela que, con todo y sus defectos y a paso de carreta, se va dibujando.

Los cuentos persiguen historias, sostengo; las novelas persiguen personajes y trayectorias. Varias veces me han preguntado si mis personajes gozan de autonomía o son meras marionetas de cuyos hilos tira el autor. Decía Pushkin que otorgaba plena libertad a sus personajes y a veces los actos de esas criaturas imaginarias lo sorprendían; Nabokov, en cambio, invariablemente afirmó que sus personajes se comportaban como él lo deseaba: si quiero que crucen la calle, la cruzan. Hubo un tiempo en que esta cuestión me parecía primordial. Buscaba los puntos de vista de los autores y examinaba los personajes de sus novelas. ¿Cuál era la diferencia? En la lectura lo mismo me daba que Mersault, Fabricio del Dongo, la Maga, Óscar Matzerath o el doctor Díaz Grey actuaran movidos por su voluntad o por la de sus creadores. Lo importante, concluí, era que las decisiones que tomaban y las acciones en que incurrían fuesen indispensables para la intención y el desarrollo de la novela.

Avanzo lentamente, me detengo en cada frase, en cada palabra, vuelvo una y otra vez a los incidentes, releo los diálogos en voz alta, modifico, desecho, reinvento, en el departamento contiguo ponen a todo volumen el aparato de sonido, maldita sea, me levantó y me pongo a ver la calle. Vivo en Narvarte en un departamento con un ventanal que da a la ruidosa y transitada avenida Dr. Vértiz. Hay un camellón central y en el camellón están plantadas las altas palmeras que alguna vez decoraron la avenida Xola, por la que hoy pasa el Metrobús. Las palmeras son refugio de palomas y dice una vecina que ha visto cómo un gavilán se lanza desde lo alto de un edificio y atrapa a la primera paloma descuidada. Las demás vuelan despavoridas. Pegado al ventanal escudriño el cielo. Ni sombra del gavilán.

No sé qué haría sin el Book-Shelf, una serie de diccionarios que tengo instalados en el disco duro. Recurro sobre todo al de sinónimos. Y gracias a este lexicón mis personajes tornan, retornan, vuelven, regresan, reaparecen; o bien expresan, declaran, dicen, formulan, anuncian, mencionan. Pero no hay diccionario que te salve de ripios ni que confiera a tu prosa la densidad de la poesía.

Esto de escribir novelas, me parece, no es cosa de disciplina sino de obstinación. Por eso todos los días me siento cinco o seis horas frente a la computadora y, como decía Hemingway, trato de escribir lo mejor que puedo. Pero añadía el autor de El viejo y el mar: “A veces tengo suerte y escribo mejor de lo que puedo”.
Y lo malo es que yo siempre he sido un hombre sin suerte.

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