lunes, 17 de enero de 2011

17/Enero/2011
El universal
Guillermo Fadanelli

“Una mujer te dio a luz, otra te cerrará los ojos”, dice un aforismo del escritor Franz Moreno. He allí el destino de tantos hombres. “Morir es tarea que lleva una vida” y durante ese tiempo que es el vivir aprendemos que si las mujeres llegaran a desaparecer, también cesaría la muerte (o perdería importancia). Pensar así es demasiado rebuscado (quiero decir extremadamente sencillo) y pretencioso, así que me concentraré en asuntos mundanos. ¿Qué clase de persona es la mujer ideal para mí? No la que me merezco, por cierto. La mujer que yo merezco tendría que ser una celadora gorda que me tuviera encadenado en el rincón de una mazmorra. De modo que olvido eso del merecer. Y para evitar la suspicacia o los lamentos de la “política correcta” quiero aclarar que no me refiero aquí a la mujer ciudadana (esa que tiene los mismos derechos que los hombres y quien en casi todos los casos se comporta civilmente mejor que aquellos), sino de la mujer mujer, es decir la que con una letal sonrisa o un movimiento de piernas te reduce virtualmente a la nada. En fin, todo esto para decir que una buena mujer no debería entrometerse en tu vida privada: ¿para qué lo hacen si ya disponen de todo el poder? Es una redundancia exageradamente vil. Lo más apropiado, me parece, es compartir con ella la intimidad desde la lejanía; un estar a medias. Una mujer sensata no se entromete en tus asuntos y cuando lo hace es porque adivina que necesitas su presencia más allá de lo acostumbrado. De lo contrario la mujer en cuestión se vuelve una arpía que te atormentará hasta convertir tu casa en un Tártaro (el lugar más inhóspito que haya podido crear la imaginación). Al escuchar esto la celadora gorda que me merezco estaría ya dándome una zurra a puntapiés.

“Cada uno es su niño y su cadáver”, dice otra sentencia de Franz Moreno (a quien he saqueado para escribir esto). Una buena mujer no te trata como a un niño a quien debe regañar y hostigar como parte de su re-educación. Ya sabemos que somos niños (que a veces se matan entre sí) y quien nos lo recuerda todo el tiempo se parece a un verdugo que actúa sin conocer al hombre cuya cabeza rodará a sus pies. La mujer ideal te contempla y te quiere, y si tu presencia le estorba entonces se marcha y hace valer sus derechos de ciudadana (qué palabra tan agria: pero en ciertos extremos debe cambiarse el Kamasutra por la Constitución). No cabe duda de que soy un ingenuo. Y lo compruebo así: la mujer ideal ama a los borrachos mientras éstos no sean estúpidos o violentos. Ella sabe que no es sencillo cargar con la vida sin unas copas. El buen sentido de su conmiseración es una de las expresiones de belleza más acabadas que existen. Lo contrario -la mujer que no comprende a los ebrios- es desgracia ampliada, muerte prematura, tontería. El joven suicida (muy odiado para ser tan joven) Otto Weininger escribió, hace poco más de un siglo, que las mujeres no estaban demasiado interesadas en comprender la mecánica del universo porque en ellas encarnaba precisamente este universo. Es así, pero prometí no caer en la arrogancia metafísica y voy al colofón.

Una vez que te han sometido, ciertas mujeres deciden, además, tener un hijo contigo (“Los niños son máquinas de joder”, añadiría Franz Moreno). La mujer ideal no sería tan descarada y aguardaría hasta el último minuto antes de abandonarte para poner toda su atención en otro ser. Pero no existe una mujer así en toda la tierra y si existe yo no me la merezco. Ahora me voy pues escucho los pasos de una obesa celadora acercarse a mi celda. Y esta vez sí que me dará mi merecido.

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