sábado, 29 de enero de 2011

El canon del ensayo

29/Enero/2011
Laberinto
Armando González Torres

De entrada, no hay que olvidar quién es el autor: a riesgo de un regaño, nadie intente acurrucarse en un sillón para leer este libro, es necesario buscar un pupitre, sentarse erguido y poner la mayor atención en la prédica tajante del Profesor Bloom, quien compilará la historia del ensayo, desde que la tierra empezaba a arder hasta el presente, en unos cuantos autores. En efecto, en Ensayistas y profetas, el canon del ensayo (Páginas de Espuma, 2010) Harold Bloom, el campeón de la noción de canon occidental y uno de los más visibles adversarios de los relativismos culturales, reúne semblanzas de una veintena de ensayistas desde algunos profetas de la Biblia hasta Camus pasando por Montaigne, Dryden, Ruskin, Hazlitt, Carlyle, Pater y Freud. Si se atiene a la selección que realiza Bloom, el ensayo oscila entre la visión profética y la sapiencia vital y se desarrolla en una geografía que apenas sobrepasa el mundo anglo y, un poquito, francoparlante. Así pues, nadie esperará una aproximación amplia al ensayo y sus usos y transfiguraciones en diversas latitudes, sino un panorama arbitrario y etnocéntrico, guiado, a ratos, por esa inclinación de Bloom a ilustrar la evolución literaria con parejas dialécticas de maestros titánicos y discípulos insumisos. Y esa visión de la literatura como la pugna de influencias salva el libro pues, en sus mejores momentos, Bloom inventa una trama casi novelesca de magisterios y discipulados incómodos que, con sus continuidades y oposiciones, forman una historia fragmentaria del género ensayístico y le dan al conjunto, si no solidez, sí un aire de saga narrativa en torno a una gran familia de la inteligencia.

Uno de los magisterios conflictivos que aborda Bloom es el de Montaigne (en cuya prosa se encuentran condensados todos los poderes y funciones del ensayo moderno), y Pascal que, además de plagiar a su mentor, lo fustiga para convertirlo en doctrinario. Igualmente, Bloom se introduce en la compleja convivencia de Johnson y Boswell y dice que estos dos seres, casi ficticios, sólo adquirieron cierta sustancia gracias a su congenialidad literaria. Bloom también se ocupa de las distinciones en matiz y temperamento entre Emerson y Thoureau, titanes del trascendentalismo naturalista tan caro al espíritu norteamericano. Otra continuidad-oposición conmovedora es la de Ruskin y Pater: si Ruskin funde experiencia estética, intelectual, moral y religiosa, Pater lleva al límite el arte de la percepción y practica una crítica que, más que análisis, “contiene ensoñación”. No todas las semblanzas son tan estimulantes y llenas de vínculos como las anteriores, pues ya se sabe que la pedagogía poco amable de Bloom combina auténticas revelaciones con ideolecto crítico, largas citas y frases huecas. Sin embargo, quedan de este elenco de escritores dos lecciones en torno al ensayo: que el gran ensayo es revelación interior y que el método crítico más certero es “uno mismo”.

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