jueves, 30 de diciembre de 2010

Cinco autores enlistan sus libros preferidos de 2010

30/Diciembre/2010
Milenio

"No son todos los que están, ni están todos los que son”, reza el dicho popular cuando de una selección se trata: arbitraria siempre, también puede aplicarse aquello de que “en gustos se rompen géneros”, por lo que muchas veces resulta complicado hallar coincidencias, más si se trata de lecturas o libros, como sucedió con los escritores que respondieron a las sencillas preguntas ¿cuáles fueron sus libros preferidos en 2010? y ¿por qué?

Juan Villoro

Verano (Mondadori), de J. M. Coetzee. Una descarnada biografía ficticia. El autor se da por muerto y entrevista a personas que lo conocieron. El juicio sobre él es demoledor. Sin caer en el patetismo, demuestra sus muchas incapacidades humanas. Un escritor imponente se explora como persona deficiente. Algo en verdad único.

Demasiada felicidad (Lumen), de Alice Munro. Desde hace mucho, la cuentista canadiense ha renovado el género. Regresa con historias amargas, que al mismo tiempo son un acto de redención.

Contra el cambio (Anagrama), de Martín Caparrós. Una exploración del cambio climático en todos los rincones del planeta, escrito con un pulso vibrante y muchas veces lírico. Contra lo políticamente correcto, Caparrós encuentra que la verdadera ecología del hombre es la justicia. Los países ricos ya hicieron su desarrollo sucio y ahora impiden el de los pobres. A eso le llaman “ecología”.

Dublinesca (Seix Barral), de Enrique Vila-Matas. Un editor retirado quiere celebrar los funerales del libro en una de las ciudades más literarias (Dublín) y encuentra que las exequias se convierten en una epifanía. Desde siempre, los libros permiten la resurrección de los muertos.

El cártel de Sinaloa (Grijalbo Mondadori), de Diego Enrique Osorno. En un año devastado por la violencia, un gran periodista se adentra en una excepcional búsqueda de sentido para demostrar que no estamos ante un caos que escape a la razón, sino, de modo tal vez más asombroso, ante algo dolorosamente explicable. El contrapunto de datos y anécdotas arma un significativo rompecabezas.

Javier García Galiano

El mar de iguanas (Atalanta), de Salvador Elizondo. Hay escritores que siguen deparando asombros después de haber muerto. Salvador Elizondo es uno de ellos. Los diarios que escribía obsesivamente acaso se habían convertido en un mito literario. La publicación del primer cuaderno de los que escribía de noche, por lo que los llamó Noctuarios en El mar de iguanas, junto a tres de sus textos autobiográficos: la Autobiografía precoz, el cuento Ein Heldenleben y el relato Elsinore, más que una revelación supone seguir descubriendo la escritura esencial de un escritor singular.

Descripción de un brillo azul cobalto (Ediciones Era), de Jorge Esquinca. El rigor ha permitido a Jorge Esquinca ensayar la pureza de la emoción cuando se detiene en la piedra de una ciudad, en esa circunstancia ineludible a la que llaman amor, en la pintura, en la poesía, en ese sentimiento íntimo que puede ser la religión. En el poemario, ese rigor lo conduce a explorar el inexorable amor filial ante la muerte del padre.

Los jeroglíficos de Sir Thomas Browne (Sexto Piso-FCE), de Roberto Calasso. Calasso es fundamentalmente un lector que hace creaciones de sus lecturas. En el ensayo sobre sir Thomas Browne no sólo sugiere indicios para comprender a un escritor arcano, sino que ha vuelto a concebir un texto incitante e intelectualmente placentero.

Nieve sobre Oaxaca (Mondadori), de Gerardo de la Torre. A la manera de Graham Greene, Gerardo de la Torre se ha permitido escribir un divertimento que le permite jugar con tramas policiales, con personajes emblemáticos, con la ciudad de Oaxaca y con el lector.

El árbitro: Una prepotente existencia moral (Ficticia), de Gustavo Marcovich. Sin prescindir del sentido del humor, Gustavo Marcovich ha tratado de comprender el odio que despiertan los hombres más odiados del mundo: los árbitros, y ensaya con rigor el odio que les profesa.

Carmen Boullosa

Todo lo que tengo lo llevo conmigo (Siruela), de Herta Müller. Una gran novela, cargada, entrañable, poderosa, única: su autora la basó en largas entrevistas con un poeta, Oskar Pastior, con la intención de hacer un libro testimonial, pero a la muerte de éste ella digirió el material y escribió este texto.

Lunas (Ediciones Era), de Bárbara Jacobs. Si no es perfecta (y las novelas por definición no deben serlo), de admirable estructura, delicada e interesante, un arrojo de construcción acompañado de notable humildad estilística. Un libro con mucha personalidad, ambicioso, pero no pretencioso, aplaudible.

8.8: El miedo en el espejo (Editorial Almadía), de Juan Villoro (de quien este año hay que celebrar como histórica su genial obra de teatro El filósofo declara). Villoro es sin duda un imprescindible. Aquí en su verdadero caldo: la crónica. Como pocos libros de nuestra lengua, gobierna como pez en el agua un género al que no somos muy afectos.

Armando González Torres

Ensayistas y profetas. El canon del ensayo (Páginas de espuma), de Harold Bloom, quien reúne semblanzas de ensayistas desde algunos profetas de la Biblia hasta Camus pasando por Montaigne, Ruskin o Freud. Es un libro a ratos deslumbrante, a ratos irritante, con un etnocentrismo marcado que ignora el género en español, pero que tiene la virtud de mantener en constante alerta al lector.

Pensar políticamente (Paidós), de Michael Walter. Se trata de una recopilación de artículos de uno de los mayores filósofos políticos vivos, que aborda con un nivel inusual de profundidad y franqueza varios de los temas centrales del debate contemporáneo, como el multiculturalismo, las nociones de justicia, los nacionalismos o el concepto de guerra justa.

Cara lusitania. Poetas portugueses contemporáneos (Aldus), de Francisco Cervantes. Una reunión de versiones del legendario misántropo y poeta mexicano que no sólo deja ver sus dones como traductor, sino que ofrece un rico panorama de la poesía portuguesa contemporánea en voces como las de Miguel Torga, José Regio, Mario Cesariny y Sofía de Mello Breyner.

Mi Emily Dickinson (Libros Magenta), de Susan Howe. Un penetrante ensayo, bellamente escrito, que resulta, al mismo tiempo, reconstrucción histórica, biografía intelectual y reflexión literaria y que rescata a la poeta norteamericana de muchos de los clichés en que suele ser congelada.

Retrato de mi cuerpo (Tumbona Ediciones), de Phillip Lopate. Un libro de ensayos autorreferenciales, escritos con amenidad y vena narrativa, que, en parte, constituye también un retrato de Nueva York y una reconstrucción de la vida intelectual y los climas de ideas.

Ana Clavel

Edificio (Páginas de espuma), de Ana García Bergua. Libro de cuentos que ofrece un desvío en la lógica de los hechos más cotidianos, una salida lateral imprevista y perturbadoramente desconcertante, con una prosa imaginativa y consumada con maestría.

La espera (Textofilia), de Kelly A.K. Un sueño verdaderamente lúcido en el que la autora examina el mito de la bella durmiente desde sus versiones como cuento de hadas hasta otras fulguraciones más cercanas (Kawabata, Jelinek, Rice).

La sangre erguida (Seix Barral), de Enrique Serna, porque me divirtió y me confirmó a su autor como un novelista superdotado, lo mismo en los terrenos históricos, que en temas más cotidianos como aquí: la parodia, pero también la revisión lúcida de esa tiranía que la virilidad masculina ejerce en los propios hombres.

Pasarse de la raya (DeBolsillo), de Mónica Lavín. Cuentos en los que la autora apuesta por una estética de la transgresión inusitada. Un despliegue de técnicas cuentísticas y una luminosidad reveladora de situaciones y personajes que se atreven a cruzar las aguas.

Tiento, de Rocío Cerón, por su trabajo disruptivo con el lenguaje que da heridas yluminosidades.

La isla de las tribus perdidas. La incógnita del mar latinoamericano (Debate), de Ignacio Padilla. Una sugestiva interpretación del ser latinoamericano a partir de su desastrada relación con el mar, a través de su literatura y otras formas culturales.

Autobiografía soterrada (Editorial Almadía), de Sergio Pitol, que conjunta experiencia vital y experiencia literaria en unas memorias indispensables de ese hombre que no en balde ha confesado: “Somos los libros que hemos leído...”.

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