sábado, 11 de diciembre de 2010

Mario Vargas Llosa: La realidad y la utopía

Noviembre/2010
Nexos

Con la regularidad de las lunas, los cometas y los eclipses, durante los últimos 40 años han salido libros del arcón de Mario Vargas Llosa, celebrado Premio Nobel de Literatura del año del Bicentenario Hispanoamericano.
Con ocasión de la salida de dos de sus novelas, en mayo de 2000 y en diciembre de 2003, Mario Vargas Llosa concedió dos largas y elocuentes entrevistas al programa Zona abierta, conducido por Héctor Aguilar Camín. El primer programa, a propósito de La fiesta del Chivo y el horror de las dictaduras. El segundo, a propósito de El paraíso en la otra esquina, y la tentación de las utopías.

Hemos reunido ambas entrevistas en un solo texto, cuya riqueza de registros y reflexiones vale como un autorretrato intelectual, un poderoso menú de obsesiones: la novela, la realidad y el oficio de escribir; la modernidad, el desarrollo y las ataduras ideológicas de la América Latina; la dictadura, la democracia y los desafíos de la libertad; la utopía, la felicidad y la imperfección del mundo. Los videos completos de ambos programas, del 27 de mayo de 2000 y el 25 de diciembre de 2003 pueden verse en la página electrónica de nexos (www.nexos.com.mx)


¿Cómo escribes? ¿Tienes una rutina?
Vargas Llosa: Sí, yo trabajo con una disciplina de oficinista. Trabajo casi siempre en las mañanas en mi departamento, donde esté, hasta las dos de la tarde y esas horas son para mí las más creativas. Las horas en que yo avanzo más inventando, escribiendo. En las tardes, por lo general, voy a una biblioteca. Me gusta mucho trabajar en bibliotecas, porque cambio de ambiente, de entorno. Para no tener claustrofobia, que es una cosa que me ocurre si me quedo en un sitio mucho tiempo.

¿Cómo empiezas el día de escritura?

Generalmente, corrigiendo lo que escribí el día anterior. O mejor dicho, revisando las correcciones que hice en las tardes, porque en las tardes en las bibliotecas generalmente lo que hago es corregir y tomar notas para corregir el texto que he trabajado en la mañana. Empiezo con estas correcciones, para entrar en una cierta dinámica, porque lo difícil es empezar. Lo difícil es empezar esa primera frase nueva. Para no empezar buscando la frase nueva, empiezo rehaciendo frases que están ahí, y eso me da un cierto impulso.

¿Eso cuánto tiempo te lleva?

Unas cuatro, cinco horas de trabajo. Y luego me voy a la biblioteca. Gozo mucho esas tardes cuando corrijo lo que he escrito en la mañana y puedo añadir, puedo cortar. Además, también leo, hago notas, el trabajo de investigación es para mí muy importante. Es una investigación no en busca de la fidelidad, de la verdad, sino de familiarizarme con un tema, con una cierta gente, una cierta época. Y eso a mí me va creando un clima que es muy estimulante para escribir.

¿Escribes a mano?

Sí, la primera versión siempre es a mano. Con tinta y en cuadernos.

¿Escribes en cafés?
Escribo en cafés también. En Madrid, por ejemplo, a veces voy a un cafecito muy simpático que hay en la Plaza del Ángel, que se llama El Café Central. En las tardes está siempre solitario. O sea, que a las tres, cuatro, cinco de la tarde es perfecto. A las seis hay que escapar porque ya llegan los habitúes. Pero esas tres horas está generalmente vacío y a mí me gusta mucho.

¿Cuándo pasas del manuscrito a la computadora?
Lo voy pasando cuando termino un capítulo. Lo paso en la computadora y eso me da una distancia, eso ya me permite corregir, rehacer. Y, al mismo tiempo, voy haciendo, que eso también lo hago en las tardes, los esquemas, los diagramas, las trayectorias. Antes de empezar a escribir tengo todos los esquemas.

¿Cómo son esos esquemas?
Son generalmente trayectorias: si un personaje empieza aquí y termina allí. Y otro personaje empieza allí y termina aquí. Y los cruces y descruces son para mí fundamentales. Cuando tengo los cruces y descruces entre los personajes, es que ya me pongo a redactar. Mientras tanto, voy un poco perdido. Pero cuando ya tengo una cierta organización de la historia, muy esquemática, empiezo a redactar. Claro, a medida que voy avanzando, voy cambiando esos esquemas. Me gusta mucho, me divierte mucho hacer eso.

¿Qué pasa cuando te trabas? ¿Hay algún momento en que dices: esto no va a funcionar y abandonas la novela?
Sí, me desmoralizo mucho, pero no abandono nunca el trabajo. Yo sé que eso sería fatal. Si yo paro o dejo, ya no la retomaría. No, no, yo no paro. Una vez que arranco, continúo, y a veces convencido de que eso es un desastre, que eso no se va a levantar nunca, pero es que la experiencia me ha demostrado que si yo persevero, que si yo insisto, que si yo corrijo, que si yo rehago, en un momento dado vuelvo a recuperar otra vez la confianza, la ilusión. Para mí lo fundamental es eso que decía Santo Tomás de la fe: No importa que creas, practica. Sigue el rito, continúa el rito. La fe va en un momento dado a llenar ese cascarón, esa estructura vacía. Eso es lo que me pasa a mí, trabajo, trabajo, aunque siento que eso es un desastre. Y en un momento dado, eso se va cargando otra vez de entusiasmo, de ilusión.

Resuelves tus crisis creativas con más trabajo.
Con más trabajo, con perseverancia, con terquedad. La terquedad es para mí una gran virtud creativa. Yo creo que eso está muy presente en los creadores que no tienen facilidad, que es mi caso. Hay algunos creadores que tienen una facilidad extraordinaria. Se sientan y el espíritu habla por ellos, pero no es mi caso.

¿Habrá alguno de ellos realmente?

Sí, yo te doy un ejemplo, Cortázar. En la época en que él escribía Rayuela, en París, nos veíamos con mucha frecuencia. Y él se sentaba cada mañana a la máquina de escribir, sin saber sobre qué iba a escribir. No corrigió prácticamente nada. Rayuela es una novela que él terminó y envió a la imprenta, y eso parece imposible porque es una novela tan bien estructurada, tan sólida y, además, tan compleja en su construcción. Eso para mí es inconcebible. No sólo me deslumbra, sino me desmoraliza, porque eso está a años luz de mi caso.

Cuando uno lee tus libros, parece todo tan nítido y tan complejo a la vez que uno dice: ¿esto de dónde salió?
Salió de mucho esfuerzo, de mucho trabajo, de mucha corrección, pero también de entusiasmos, depresiones. Yo creo que todos los escritores pasan por eso.

¿La parálisis?
Eso no lo he sentido nunca. Yo sé que hay gente que quedan paralizados y que de pronto quedan enmudecidos. A mí no me ha pasado nunca eso.

¿Y si sientes que te va a pasar?
Sigo trabajando.

Es marzo del año 2000 y estás en el país cuyo régimen político has bautizado, célebre, polémica y largamente, como una dictadura perfecta. ¿Qué estado guarda la dictadura perfecta mexicana?
He percibido una evolución muy positiva. Hay una apertura considerable desde hace algún tiempo en el dominio de la información y de la prensa. Hay un debate abierto, intenso, que antes no existía. Y por otra parte, hay la sensación de que los mexicanos están convencidos de que esta vez va a haber elecciones realmente libres. Es una sensación que yo recojo a diestra y siniestra, y eso me parece muy saludable. Ojalá esta evolución culmine con el establecimiento de la democracia, muy bueno para México y creo que muy bueno para el resto del continente por la fuerza, la significación que tiene México en el continente.

Falta la prueba de ácido de las democracias, que es la alternancia.
Absolutamente. Creo incluso que si gana el PRI nadie creería que esa elección la ha ganado limpiamente, por los 70 y pico de años que tiene detrás. Creo que el hecho neurálgico, el hecho crucial de la democratización de México es la alternancia en el poder. Que suba un partido de oposición y que el PRI pase a la oposición. Ésa es la esencia misma de la democracia, la alternancia en el poder, por la decisión civilizada, pacífica de las elecciones.

En México falta una piedra de toque de la cultura democrática, es el respeto a la ley. ¿Tú crees que es posible una democracia en donde la sociedad no tiene en el centro de sus valores el respeto a la ley?

En una democracia perfecta, desde luego, tiene que haber respeto a la ley. Pero esa democracia perfecta ya sabemos que no existe en ninguna parte. En América Latina nuestras democracias son imperfectas, en gran parte porque la ley no se respeta. Pero también es comprensible esa actitud, porque tradicionalmente las leyes no han sido respetables en nuestros países, han sido dictadas muchas veces para favorecer a determinados grupos de interés. El ciudadano común no ve la ley como una manera civilizada de organizar la sociedad, de proteger a los ciudadanos, de garantizar ciertos derechos. Más bien nosotros vemos la ley como un instrumento para favorecer o para castigar. Hay un famoso dicho de la época de la dictadura del general Odría, un senador que dijo sin en el menor rubor: “Para los amigos todos los favores, para los enemigos la ley”.

Uno de los islotes de ilegalidad que hay en México alcanzó gran popularidad en el extranjero: la rebelión chiapaneca. ¿Qué impresión tienes de ese movimiento?
Pues yo lo vi siempre como un anacronismo que servía en muchos casos para poner en la agenda problemas muy reales de discriminación, de marginación.
Seguramente esos problemas son una realidad muy dramática, pero la metodología, el lenguaje, los designios del movimiento a mí me parecieron absolutamente anacrónicos e incluso me parecieron un obstáculo al proceso de democratización de México: una fuente de crispación y antagonismos que llevaban el combate político fuera de la legalidad, y que además podía favorecer extraordinariamente al Estado. Era una manera maravillosa de utilizar justamente ese ejemplo de violencia, de ruptura de toda institucionalidad, de crear un espantajo para ese sector de clases medias mexicanas que es un sector muy amplio que quiere la democracia pero que no quiere la violencia, que no quiere guerras civiles, que no quiere alzamientos. Era una manera de recuperarlos para el orden. Entonces, yo desde un principio fui muy crítico de ese movimiento, sin desconocer que puede haber ahí reivindicaciones absolutamente legítimas. Pero esa reivindicación es con fusiles. Y cuando una reivindicación cancela la posibilidad de la acción pacífica, me parece absolutamente equivocada.

En La fiesta del Chivo reconstruyes una realidad que es más delirante de lo que pueda imaginar ningún novelista. Has dicho que tuviste que omitir parte de esa realidad para ser verosímil.
Sí, lo he dicho y lo he hecho, y veo a veces cierta incredulidad en quienes me escuchan, pero la verdad es que hay episodios y situaciones que he tenido que eliminar o rebajar para que resultaran verosímiles, porque expuestos directamente tal como ocurrieron estoy seguro de que el lector los rechazaría por excesivos, por demasiado fantasiosos. Sobre todo en el dominio de la violencia. Por ejemplo, la represión organizada por ese personaje realmente siniestro que fue el coronel Johnny Abbes García, que comenzó por otra parte su trayectoria siniestra aquí en México, a donde fue enviado como espía entre los exiliados dominicanos. García llegó a unos extremos verdaderamente vertiginosos, de horror, de crueldad. Parece inverosímil, por ejemplo, el caso de las torturas al general José Román, que fue uno de los conspiradores que se acobardó en el último momento e hizo fracasar el golpe de Estado contra Trujillo. Es algo verdaderamente indescriptible, porque fue torturado a lo largo de cuatro meses y pico, con equipos de médicos que lo resucitaban para que pudieran seguirlo torturando. Algo verdaderamente apocalíptico, muy difícil de entender racionalmente y sin embargo a eso se llegó en ese sistema de poder absoluto, de control total de las vidas, la psicología y los sueños de las personas.

¿Urania, el personaje femenino, es real?
Urania es un personaje inventado. No son inventadas, en cambio, las caídas en desgracia de los colaboradores más próximos a Trujillo. Era una rutina. Trujillo hacía pasar por el frío a todos sus colaboradores para mantenerlos en la inseguridad, para que supieran que nunca tenían nada garantizado, y entonces sí solicitaba su celo, su obsecuencia, su servilismo. La historia de Agustín Cerebrito Cabral, este personaje que cae en desgracia, está inspirada en la suerte de Anselmo Paulino, un colaborador de Trujillo que prácticamente le manejó la vida política 17 años, y que cayó en desgracia por una frase de Francisco Franco. Cuando Trujillo fue a visitar a Franco en el año 54, lo invitó a la República Dominicana y Franco le dijo no, yo no puedo dejar España porque yo no tengo un Anselmo Paulino para dejarle el poder. Ese día terminó la carrera política de Paulino. Inmediatamente, Trujillo le cortó la cabeza. Desencadenó una campaña contra él, acusándolo de ladrón, de traficante. Lo hizo condenar, expropió todos su bienes, lo tuvo en la cárcel no recuerdo ya cuántos años, hasta que por fin lo sacó y lo despachó. Todo por una frase de Franco.

¿Por qué una novela sobre Trujillo y no una sobre Fidel Castro?

Porque en el año 75 yo pasé ocho meses en República Dominicana, ahí oí muchas cosas sobre Trujillo, leí cosas sobre Trujillo, y desde entonces quedé absolutamente fascinado con el personaje. Desde entonces estuve trabajando mentalmente en esa novela. Ahora bien, cuando uno escribe una novela sobre una dictadura, por más rasgos locales que tenga, escribe en realidad sobre todas las dictaduras. El caso de Trujillo es el caso de Fidel Castro. Probablemente Castro es el último representante de las dictaduras de este tipo. Yo creo que esas dictaduras montadas en torno a un caudillo, llenas de teatralidad, de espectacularidad, grotescas en sus farsas político sociales, no tienen cabida en el siglo XXI. Las dictaduras del siglo XXI van a ser mucho más a la manera de Fujimori, discretas, bueno, digamos discretas, guardando ciertas formas que las dictaduras tradicionales no se preocupaban de guardar, utilizando mascaradas democráticas para consolidar un poder que tiene hoy día una base de sustentación tecnológica que no tenían las del pasado.

¿Qué decir de Cuba?

A pesar de todas las evidencias, todavía hay gente que defiende esa dictadura. Y a veces gente de talento, que es lo que más me paraliza.

¿Por qué es eso?

Bueno, a Castro nadie le puede negar la astucia, la habilidad, el maquiavelismo. Eso tenemos que reconocerlo. Por ejemplo el caso de Elián, la manera cómo él utilizó la historia de ese niño para consolidar su régimen, para distraer absolutamente a los cubanos de los terribles problemas que enfrentan y concentrarlos en la campaña para liberar a Elián del secuestro que sufría y para manipular, además, incluso, a la oposición cubana del exilio y precipitar unas posiciones absolutamente radicales. Toda una comunidad cubana en el exilio quedó desprestigiada gracias a la operación maquiavélica de Castro, que consiguió incluso que, de alguna manera, la legalidad norteamericana le diera la razón. Entonces: sí, hay que quitarse el sombrero. Ese señor realmente tiene dentro de su siniestro propósito, que es única y exclusivamente conservar el poder absoluto, la capacidad de darle nuevos bríos a una dictadura que cuando uno toma una mínima distancia crítica ve como anacrónica, absurda, fracasada prácticamente en todos los dominios. Y, sin embargo, ahí está. Al empezar el siglo XXI cumplió 42 años en el poder, 11 más que la de Trujillo.
¿Por qué esa dictadura mantiene su prestigio en América Latina?
Prestigio, creo que en círculos muy reducidos. En el campo cultural quizá todavía hay un complejo de inferioridad, nadie se atreve a reconocer que se equivocó, que esa dictadura no es lo que se pensó en un principio, que ésa no es la vía del desarrollo, de la justicia, que al final, con todas sus mediocridades, la democracia es infinitamente superior a un régimen como el que representa Castro. Reconocer esto es hacer una autocrítica muy profunda y muchísimos, sobre todo intelectuales, se niegan hacerlo. O no tocan el tema o no defienden abiertamente a la dictadura cubana, porque hoy día defender abiertamente a la dictadura cubana es un poco absurdo, ridículo. Entonces, atacan a quienes critican la dictadura cubana.

Pero se presenta Fidel Castro en una cumbre iberoamericana y eclipsa a los otros jefes de Estado, los medios corren tras él.
Eso no es por entusiasmo con Fidel Castro, es por la cultura de la frivolidad que ha impregnado totalmente la política. ¿Cómo puede competir un modesto gobernante democrático, que está cuatro o cinco años en el poder, acosado además por la crítica, por la oposición, que está defendiéndose a su derecha y a su izquierda, con este personaje semidivino: medio siglo en el poder en un país donde nadie alza la voz, donde nadie deja de aplaudir? Es realmente como encontrarse con un ser prehistórico. No se puede competir en materia de información, de publicidad, de escándalo con una persona como Fidel Castro. Está destinado hasta que se muera a ser la estrella de todas las reuniones de jefes de Estado.

Nuestros mayores novelistas han emprendido en algún momento su novela del dictador. ¿Por qué fascina a los pueblos y a los escritores la figura del dictador?
Creo que hay dos razones. Una, porque hemos vivido bajo la sombra de las dictaduras. Prácticamente no hay país latinoamericano que no haya pasado por esa experiencia ominosa. Otra, porque la dictadura representa el mal, y el mal es mucho más fértil como incitación literaria que el bien. Las novelas no se escriben para expresar la felicidad, la satisfacción humana, la exaltación ante lo bien hecha que está la vida. Las novelas muestran las deficiencias, los sufrimientos, las frustraciones que provoca la existencia. La dictadura es, de cierta manera, la forma suprema de ese mal laico, cívico. Es un tema que seguirá siendo recurrente en nuestra literatura hasta que desaparezca esa tradición atroz que nos cuesta mucho desarraigar. Es el horror, realmente el horror, algo absolutamente increíble. Hay que ver los extremos de devoción religiosa que hubo frente a Trujillo. Ese regalo de los padres que hacían a Trujillo de las hijas, por ejemplo. A mí me lo explicó el secretario de Trujillo: era un problema para ellos porque en los pueblos, sobre todo durante las giras del jefe, aparecían estos padres, campesinos llenos de admiración hacia ese ser semidivino, y le hacían la ofrenda de lo más precioso que tenían, sus hijas. Era un problema, porque el jefe no podía recibir a todas esas niñas y entonces el ministro discriminaba, elegía los objetos más preciosos. Todo eso parece una farsa semisurrealista, pero no, eso ocurría diariamente en un país que había sido profundamente degradado por el sistema todopoderoso, vertical, que tenía a Trujillo en su cumbre.

Mientras reconstruías ese horror, ¿dónde estaba el placer?

Esa es la paradoja de la literatura. A veces, lo que a uno lo irrita, lo indigna, lo asquea, también lo estimula. Resucitar ese mundo con palabras es un extraordinario desafío. Pocas veces he disfrutado tanto trabajando en una novela, precisamente por lo difícil que desde el punto de vista formal era dar verosimilitud a esos excesos, a esas truculencias.

En muchos casos, como dije, suprimí algo que hubiera querido poner por pintoresco. Pero es que me pareció tan absolutamente inverosímil. Por ejemplo, un manifiesto de toda la intelectualidad dominicana, donde estaban las figuras más eminentes, pero realmente las figuras más eminentes, pidiendo el Premio Nobel de Literatura para la mujer de Trujillo, para María Martínez, por dos libritos que le escribió, como todo mundo sabía, un gallego exiliado, al que además Trujillo mandó a matar e hizo matar aquí en México. Toda la intelectualidad dominicana envió ese memorial pidiendo el Premio Nobel para María Martínez de Trujillo, la Prestante Dama, como debía ser llamada obligatoriamente por los periodistas.

Zavalita, el personaje de Conversación en la catedral, se pregunta sin parar: “¿En qué momento se jodió el Perú?”. ¿En qué momento se jodió América Latina?
Ésa es otra frase que me persigue, como la de la dictadura perfecta. Creo que hasta el final de mis días me va a perseguir. Pero es una pregunta que no podemos esquivar. Cuando nosotros miramos alrededor y vemos qué cosas son nuestros países y lo que hubieran podido ser, la pregunta es irresistible. ¿En qué momento nosotros nos jodimos? ¿Qué es lo que ocurrió en nuestro pasado para que de pronto empezáramos a declinar? ¿Para que perdiéramos una y otra vez las oportunidades que otros países aprovechaban? Recuerdo cuando era joven y militaba en la izquierda en la Universidad de San Marcos. Había una palabra que para nosotros representaba el horror, la ignominia en la que podía caer un país, que era la taiwanización. Un país que se taiwanizaba, es decir, que se ponía a fabricar blue jeans para exportar a los Estados Unidos, era un país que había llegado al extremo de la degradación. Y yo recordé todo eso la primera vez que fui a Taiwán en los años setenta. Llegué a ese país que en mi juventud simbolizaba el horror y encontré una prosperidad absolutamente abrumadora, donde prácticamente no había pobreza, ya no digo pobreza, donde había unos niveles de vida que eran realmente altísimos en comparación con América Latina.

El mismo caso de Singapur. También una dictadura.
Uno de esos casos tristes es saber cómo una dictadura ha permitido el desarrollo de Singapur, sí. Los que defendemos la democracia siempre tenemos el argumento de decir que las democracias hicieron eso sin ningún costo, sin censura, sin presos políticos. Pero es verdad que hace 40 años Taiwán parecía el horror, era un país mucho más pobre que cualquier país latinoamericano. Y hoy día es una potencia económica. ¿Qué hicieron ellos que no hicimos nosotros? Yo creo que a nosotros nos mató la ideología. Nosotros teníamos una idea de sociedad perfecta, alimentada por la ideología, y no admitíamos nada que estuviera por debajo de ese ideal absoluto. Y eso a lo que lleva, en las minorías más comprometidas, en los sectores más intelectuales, quizás en los sectores más lúcidos y generosos de nuestra sociedad, es a la idea de la revolución, del cambio traumático, radical. Empujamos en la dirección absolutamente: la búsqueda del absoluto. Y ya sabemos: en política esto conduce a la catástrofe, al fracaso, a la violencia.

¿Cuáles son las sociedades que avanzaron? Las que aceptaron el pragmatismo, esa vía medio grisácea de la democracia, de avanzar en muchas direcciones a la vez. Al final, este mal menor ha creado sociedades vivibles, ha eliminado la pobreza, ha creado formas de coexistencia. Y nosotros todavía seguimos dando esa batalla desde el principio.

¿Encuentras todavía una gran resistencia ideológica en América Latina a las políticas de liberalización económica?
Creo que está pesando más en la retórica que en la realidad. Creo que nos está pasando un poco lo que pasa también en Europa. En Inglaterra, ¿quién representa el liberalismo? El verdadero liberalismo en Inglaterra ha sido el de Tony Blair, que mantuvo las reformas que hizo la señora Thatcher, y además las aceleró. Y fue a donde la propia señora Thatcher no se atrevió a ir. Por ejemplo, la privatización de la enseñanza pública. Era algo absolutamente intocable. Y Tony Blair, socialista, inició un proceso de privatización de la enseñanza pública, algo que parecía inconcebible en un país como Inglaterra. El socialismo se convirtió en Inglaterra prácticamente en un liberalismo con conciencia social. En España, Felipe González es un socialista que no tiene nada que ver con el socialismo de hace 30 años. Está ideológicamente mucho más cerca del liberalismo, y en política económica sin ninguna duda. La gran transformación liberal en la economía española la hizo el PSOE, el partido socialista. Ricardo Lagos, en Chile, ha sido un socialista absolutamente moderno que ha hecho cosas que realmente un liberal tiene que aplaudir, es la verdad. Incorporar a la empresa privada en la construcción de carreteras, por ejemplo. El avance extraordinario de la construcción vial se hizo gracias a Ricardo Lagos, con apoyo de la empresa privada.

Algo pasa en América Latina. Los gobernantes no dicen que son liberales porque eso desprestigia, pero hacen reformas liberales poniéndoles otro nombre, cambiando la retórica. Algo que a mí me exaspera es ese divorcio entre lo que se dice y lo que se hace. Pero en la práctica hay una apertura inevitable por la presión del contexto internacional. Y en ese sentido, a veces con muchos tropezones, se va avanzando en la buena dirección.

El paraíso en la otra esquina es un título enigmático.
Viene de un juego de niños que existe prácticamente en todas partes del mundo, aunque con pequeñas variantes. Los niños buscan un lugar que es imposible de encontrar, es como un espejismo que desaparece cuando uno se va a acercar a él.

La utopía.
Así es. Por definición la utopía es lo que no existe, lo que no es de este mundo. Y, sin embargo, no podemos dejar de buscar lo que no es de este mundo, porque lo más humano es tratar de alcanzar lo imposible.

¿De dónde sale El paraíso en la otra esquina?

Mira, la primera idea que yo tuve fue cuando era todavía estudiante universitario. Leí las Peregrinaciones de una Paria, las memorias de Flora Tristán, que a mí me impresionaron muchísimo. A los cuatro años y medio ella, que había vivido en una familia próspera, pierde el padre y pierde la prosperidad y pasan a vivir ella y la madre en el barrio más miserable de París. Después, ella es una obrerita que se casa con el patrón y el patrón es una bestia que la maltrata y la llena de hijos. Ella concibe desde entonces un horror al matrimonio y al sexo, en el que ve un instrumento de sujeción, de explotación de la mujer, y eso hace de ella una puritana, salvo ese periodo breve de las relaciones con Olimpia, aunque como era puritana al final ella lo cancela para poder dedicar todas sus energías a la lucha social.
Gauguin, el nieto de Flora, es todo lo contrario. Comienza una vida exitosa como agente de bolsa, se casa y forma una familia muy burguesa. Y de pronto, por un amigo, descubre el arte, va por primera vez al Louvre. Nunca, hasta los 30 años, había entrado Gauguin al Louvre. Es algo realmente extraordinario, pero descubre el arte y entonces cambia su vida, decide ser pintor, abandona su existencia burguesa, abandona a sus cinco hijos, y comienza esa increíble carrera que lo lleva a terminar sus días en una islita perdida de las Islas Marquesas, detrás también de un fuego fatuo parecido al de la abuela: una sociedad perfecta que él creía que existía en el mundo primitivo. Gauguin creía que la sociedad occidental había entrado en decadencia porque el arte se había convertido en el monopolio de un puñadito de artistas, de coleccionistas y de críticos, y se había cortado del resto de la sociedad. Entonces él concibe esta idea, que es una idea muy interesante, dice: En Occidente el arte está muerto, pero donde está vivo es en las sociedades primitivas porque ahí se expresa al conjunto de la sociedad, y ahí es a donde hay que ir a buscar la fuerza, la energía, para poder pintar obras maestras.

Y va y las pinta.
Sí, primero va a Panamá, después a la Martinica y al final termina en la Polinesia. No encontró el paraíso que buscaba y entonces lo inventó, él tuvo que crearlo en sus pinturas. Murió destrozado por la enfermedad, en la miseria más total, y además convencido de que había fracasado totalmente, que sus pinturas jamás serían reconocidas. Lo que nosotros sabemos es que era un genio que en algo acertó, realmente que inmolándose como lo hizo sí consiguió pintar una obra original, novedosa, que rompía con una tradición, pero el pobre Gauguin jamás lo supo.

El eslabón que falta es Aline, la hija de Flora, la madre de Gauguin.
Aline es un personaje trágico. Cuando Flora Tristán decide dedicarse a redimir a la humanidad abandona prácticamente a su hija. Entonces la hija crece con personas extrañas que la cuidan, pero no llega a tener nunca prácticamente un calor familiar. La relación con el padre es atroz, el padre la secuestra, y aparentemente la viola. Hay un juicio escandaloso porque Flora Tristán denuncia a su marido por esta violación o intento de violación, de tal manera que la madre de Gauguin debió ser una mujer muy dolida, inhibida por este tipo de existencia. Y luego, para su mala suerte, se casa con un periodista republicano, el padre de Gauguin, y tienen que salir huyendo de Francia cuando Luis Bonaparte se convierte en emperador y empieza la cacería de los republicanos.

Así llega Gauguin al Perú, porque la familia paterna de Flora Tristán era peruana. Aline viaja al Perú con su marido, que muere en el viaje, y sus dos hijos, uno de ellos Gauguin, que pasa en Lima sus primeros siete años. Ahora bien, estas historias desgarradas no incluyen el tema de la utopía política y social con instrumentos de violencia. Flora Tristán era totalmente pacifista, estaba convencida que si se constituía la internacional de obreros y mujeres, las dos víctimas de las sociedad, esa sola presencia multitudinaria impondría al poder concesiones y habría esa transformación pacífica con la que soñaba hacia la sociedad perfecta. Ella era muy radical, se peleó prácticamente con todos los grupos socialistas utópicos, los furieristas, los saintsimonianos, porque los consideraba demasiado burgueses, pero nunca llegó a defender la violencia. Si añades a esta pasión tremenda de la búsqueda de la utopía, la política y la violencia, entonces la búsqueda de utopía se vuelve el semillero de grandes catástrofes, hecatombes sociales.

La gran pregunta es, ¿podemos vivir sin utopías?
No. Yo creo que es imposible, está en el ser humano y por lo menos en la tradición occidental el sueño del paraíso, el paraíso no sólo en el otro mundo, sino en este mundo. Y ése es un sueño también con unas consecuencias benéficas. Las grandes hazañas científicas, artísticas, literarias, vienen de un sueño utópico indudablemente. O sea, que si la utopía está bien orientada, yo creo que es muy provechosa para la humanidad. Cuando está mal orientada es cuando viene la catástrofe.

No se puede imponer la felicidad a una sociedad porque no hay un modelo único de felicidad, lo que a un ser lo hace dichoso a otro lo puede hacer inmensamente desgraciado y la utopía se puede materializar en términos individuales, si un individuo puede alcanzar una cierta forma de perfección y puede realizar quizá un sueño utópico. Pero pensar que una sociedad entera puede vivir ese sueño utópico de la misma manera, eso es imposible. La infelicidad existe y si no yo creo que no existiría la felicidad, porque la felicidad es ese desagravio que tenemos nosotros cuando por fin vivimos intensamente o creativamente o gozamos profundamente, pero ése no puede ser un estado permanente, crónico, eso es utópico.

Has manifestado tu preocupación por un proceso de trivialización de la creación literaria, de consumismo sin pasión, de una especie de empobrecimiento del mundo creativo. ¿Qué te gusta de la literatura que hoy se escribe en el mundo?
Creo que hay contemporáneos, que son escritores dentro de esa tradición que es la que yo admiro. Escritores que no renuncian de ninguna manera a entretener a un público, porque, digamos, defender una literatura seria no es negar que una literatura tiene que hechizar, seducir, fascinar a un lector. Lo que a mí me preocupa es que existe una literatura que sólo persigue entretener y que cree que es arrogante, inútil, tratar de utilizar la literatura para algo más que eso, para plantear problemas o para estimular el espíritu crítico o cambiar la vida o mejorar el mundo. Les parece a muchísimos escritores contemporáneos, sobre todo jóvenes, una arrogancia y una inutilidad, porque piensan que la literatura no está en condiciones de cumplir esa función. Y entonces eso ha hecho que surja una literatura que a veces está muy bien, que es muy ingeniosa, que es una literatura brillante, que es la literatura light, la literatura que renuncia a plantear, a ocuparse de problemas.

A mí eso me parece muy peligroso, creo que la literatura en ese campo no puede competir con productos, por ejemplo audiovisuales, que entretienen, divierten muchísimo más que lo que puede hacer un libro. Yo creo que el producto audiovisual, salvo casos verdaderamente excepcionales, no hace más que entretener y que su efecto, aunque sea muy intenso, es efímero. Cuando nosotros leemos una gran obra literaria, esa obra nos seduce, nos entretiene, pero deja unas secuelas y empieza a operar a través de unas minas que estallan en nosotros poco a poco enriqueciendo nuestra sensibilidad, estimulando tremendamente nuestra imaginación y despertando un espíritu crítico, en el sentido más general de la palabra, como insatisfacción frente al mundo, como insatisfacción frente al estado de cosas que nos rodea. Mi gran temor es que esa función de la literatura, que yo creo que ha sido la gran función tradicional de la literatura, desaparezca si al final se entroniza la literatura como entretenimiento y como juego.

¿Qué escritor te gusta ahora?
Pues mira, un gran descubrimiento que yo he hecho en los últimos años fue el de un escritor alemán que pasó casi toda su vida en Inglaterra, que es Sebald. Él creó un género, unos libros que son en parte libros de viajes, en parte autobiografías, en parte ficción, y que generalmente van acompañados con fotografías o imágenes con leyendas. Son libros muy extraños, pero extraordinariamente seductores por su originalidad y su enorme complejidad moral, intelectual. Al final uno descubre en sus historias que hay un trasfondo que tiene que ver con las persecuciones. Hay un libro que se llama Los emigrantes, por ejemplo, que aborda uno de los temas centrales de la problemática de hoy, el drama de los que deben huir, escapando de las persecuciones, del racismo, del antisemitismo, o simplemente del hambre y la desgracia humana. Es uno de los grandes escritores modernos. Desgraciadamente murió cuando era todavía un hombre relativamente joven.

Si bajas a América Latina y al mundo de habla española, ¿qué encuentras?
Hay una serie de escritores jóvenes muy interesante. Son voces nuevas, insolentes, críticas, y al mismo tiempo, algo parricidas, lo que es bueno en literatura. No se trata de querer acabar con la generación precedente para afirmar la propia, eso lo hacemos todos. Pero yo creo que hay en América Latina hay una nueva generación de escritores, aunque me cuesta un poco dar nombres porque parece que cuando uno da nombres excluye otros.

El inglés se ha vuelto la lengua franca, la lengua obligatoria. ¿Hay que pasar por el inglés para volverse parte de la comunidad literaria mundial?
No, porque digamos, en Estados Unidos, no creo que la literatura hoy día sea muy creativa si se le compara con la de generaciones anteriores, la generación de Faulkner, de Hemingway, de Dos Passos, de Scott Fitzgerald. No tiene comparación eso con lo que es hoy día la literatura norteamericana. En Inglaterra, en cambio, hay una literatura muy rica. Ahí sí han surgido escritores muy interesantes, muchos que vienen además de la periferia: Japón, la India, Pakistán, Trinidad, África. Eso me parece muy interesante, pero es a través de Gran Bretaña que viene. Coetzee, por ejemplo, es un escritor que a mí me parece magnífico. La novela suya, traducida como Desgracia, es una magnífica novela sobre la Sudáfrica postapartheid. Los problemas, las fracturas, los antagonismos, y al mismo tiempo, la energía que hay ahí. Ése me parece un gran escritor comprometido, precisamente. Y además, con gran valentía, porque es muy difícil hoy día hablar con serenidad e imparcialidad sobre los traumas que existen en esa sociedad renovada, librada de la pesadilla de la discriminación racial. Él lo ha hecho en esta novela de una manera admirable.

Ha reunido provocaciones espectaculares en Elizabeth Costello.
Yo no puedo seguir en eso a Coetzee. Con toda la admiración que le tengo, creo que su posición tan absolutamente radical en la defensa de los animales llega a la irrealidad. No se puede comparar el sacrificio de animales con los campos de concentración y los hornos crematorios en donde desaparecieron seis millones de judíos, es llevar demasiado lejos una doctrina hasta casi convertirla en un fanatismo. Para mí es un asunto delicado porque me encantan los churrascos, soy carnívoro y me gustan las corridas de toros. O sea, soy absolutamente antimoderno en ese sentido.

Fuiste un escritor de izquierda y ahora eres un escritor liberal. ¿Cómo fue ese cambio? ¿En dónde estás ahora?
Creo que mucho de lo que representaba la izquierda ha muerto hoy día: sus ideas económicas, su nacionalismo, su concepción de la lucha de clases como motor de la historia. Creo que todo eso es absolutamente anacrónico, pero hay un aspecto muy vigente, que es el aspecto ético moral, la idea de que la política no puede ser simplemente un pragmatismo, que tiene que haber una sensibilidad respecto a ciertos temas: la pobreza, la vejez, la invalidez. Ésa es una herencia de la izquierda absolutamente rescatable, indispensable dentro de una política liberal. Tú me preguntas dónde estoy. Mira, yo trato de explicarlo día a día, procuro no hacer lo que hice en mi juventud, tener un esquema perfectamente preparado, con respuestas automáticas para todo, porque ya sabemos a dónde conduce eso. Yo estoy por la democracia, contra todo tipo de dictadura, contra Pinochet y también contra Fidel Castro. Me parece que la democracia es lo que defiende mejor los derechos humanos, nos defiende contra la violencia, pero no trae el progreso económico de por sí. Una democracia no es una garantía de progreso económico y de desarrollo. El desarrollo viene del mercado, viene de un sistema de competencia dentro de unas reglas de juego equitativas, garantizadas por un poder judicial independiente que garantice la limpieza, la equidad, la transparencia. Eso se llama liberalismo. Por eso yo me declaro liberal. Desde luego, el liberalismo es visto en muchos sectores, y algunos de buena fe, como un sistema de pensamiento concentrado en lo económico, en la defensa del mercado, que prescinde por entero de la libertad política, por ejemplo. Es una absoluta falsedad. El verdadero liberalismo es esa conjunción de libertad política que es la democracia y de libertad económica que es la política del mercado.

¿Qué respuesta dar a la desigualdad y la pobreza de millones en América Latina?
Hay que sacarlos de la pobreza creando condiciones y oportunidades que les permitan salir de la pobreza. No hay otra fórmula. Desde luego, la fórmula no es que el Estado empiece a repartir todo lo que produce, la renta nacional. Ésa es la tradición que a nosotros nos ha hecho pobres, que nos ha arruinado, que ha creado además esas desigualdades tan monstruosas en nuestras sociedades. Lo que en América Latina mucha gente se niega a ver es que países que eran muy pobres hoy día no son pobres. España, por ejemplo. Cuando yo llegué a España de estudiante, en el año 58, era un país subdesarrollado, con las calles de Madrid llenas de mendigos. Uno llegaba a pueblos de Murcia o Almería y eso era la miseria a la manera latinoamericana. Hoy día esa miseria desapareció totalmente. Hay pobreza, pero hay una pobreza que garantiza unos mínimos niveles de existencia, algo que prácticamente en América Latina no ocurre.

España ha ido creando unas oportunidades, ha ido desarrollando una sociedad de manera admirable, sobre todo a partir de la transición, a partir de la adopción de esa cultura democrática. Soy muy optimista con España. Es uno de los casos felices de país pobre que se vuelve próspero, de país con una tradición dictatorial terrible, 40 años de dictadura de Franco, que se vuelve una democracia moderna, efectiva, que se articula muy bien con las sociedades más civilizadas de Occidente, y aprovecha extraordinariamente la globalización, esa bestia negra de los anacrónicos. No hay ninguna razón para que América Latina no siga esos ejemplos. Yo creo que ésa es la batalla que hay que dar. Para mí es una batalla cultural, más que política: una batalla de las ideas, una batalla contra la ignorancia, contra los clichés, contra los estereotipos que todavía están profundamente arraigados en nuestra vida política, en nuestras instituciones, e incluso hasta en el debate de intelectuales.

¿Ves con optimismo la evolución de América Latina?
Con preocupación, para serte franco. Porque si piensas hace 10 años había tales ilusiones que parecía que por fin habíamos llegado a un consenso sobre el modelo para progresar. Y, sin embargo, hoy día hay una resurrección del populismo. Aquí y allá se manifiesta a favor del estatismo, uno de los fenómenos más destructores, una de las fuentes mayores de nuestro atraso económico. Todavía creemos que el Estado es una garantía de justicia, de eficacia en el manejo de la economía. No es posible una ceguera semejante, una memoria tan corta. Y, sin embargo, esas manifestaciones las he visto en Tegucigalpa, miles de personas en las calles protestando contra la idea de que se privaticen unas centrales eléctricas. Ése es un síntoma muy inquietante para el futuro.

Se diría que al final la fórmula del bienestar y el desarrollo de los países es relativamente sencilla. Democracia, política y economía de mercado.
Creo que ésa es la fórmula para que una sociedad alcance prosperidad y modernidad. De ninguna manera estoy diciendo que a través de esa fórmula vamos a dar la felicidad. Prosperidad y modernidad. Yo creo que eso sí se puede alcanzar con esas políticas.

Dice Volodia Teitelboim, el escritor comunista chileno: “Yo estoy casado con la política, pero enamorado de la literatura”. Se diría que tú estás casado con la literatura pero enamorado de la política.

No hay manera de evitar la política. Eso es simplemente una ilusión. Uno puede desinteresarse de la política, pero eso de todas maneras tiene un efecto político en la vida, sobre todo en países donde los problemas básicos están sin resolver. Así que yo creo que es mejor participar en política, incluso tapándose las narices si a uno le disgusta mucho, pero ejercitar de alguna manera esa responsabilidad.

La literatura no puede omitir la política. Creo que la política es una de las experiencias humanas básicas, como el amor. Y la literatura, sobre todo la novela, es una expresión de la humanidad, de la condición humana. ¿Cómo escamotear ese tipo de actividades que tienen una repercusión tan grande en los destinos individuales y, por supuesto, en los destinos colectivos? Aunque hoy en día hay mucha repugnancia por parte de los escritores jóvenes a tocar la política como algo sucio, creo que la política forma parte de la experiencia humana y, por tanto, debe formar parte de la literatura. Desde luego, no hay que utilizar la literatura como un instrumento de propaganda, como un vehículo de difusión de consignas políticas. Eso siempre produce muy mala literatura. Pero que la literatura se ocupe de lo que es el problema de las colectividades, a mí me parece casi una obligación moral.

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