viernes, 10 de diciembre de 2010

Así escribo (Pura López Colomé)

Noviembre/2010
Nexos
Pura López Colomé

A las afueras del sonido
Escribo donde vivo y viceversa, sobre todo esto último. El lugar al que pertenezco es la escritura misma. Aunque me lo propusiera con todas mis ganas y mi concentración, no podría dedicarme a otra cosa que no fuera la lectura y la escritura, para mí, inseparables. Mi casa y mi estudio están en el Antiguo Camino a Chalma por el estado de Morelos, en un fraccionamiento que de suyo pertenece, municipalmente, a Cuernavaca, pero nada tiene que ver con las albercas, los jardines ornamentales de pasto grueso, la profusión de flores y el sol cayendo a plomo. Este lugar se parece más, si acaso, a Valle de Bravo: lluvias torrenciales, espectaculares, y bosques de oyamel, de un lado, de encino, del otro, follajes que no admiten competencia. Lo conocí de niña, cuando mi padre tenía una de las poquísimas casas de por aquí, donde pasábamos los fines de semana y una que otra vacación. Me encantaba montar a caballo y platicar con él, escuchar su terso bien hablar de príncipe yucateco, sus carcajadas camino a Chalma ante las tonterías que se me iban ocurriendo. Viéndolo bien, aunque él me enseñó a amar este sitio, no creo que le hubiera pasado por la cabeza que yo querría vivir aquí: del mismo modo, me enseñó a amar la literatura, y nunca imaginó que me consagraría por completo a la poesía.

He podido escribir en otros lugares, desde luego. Pero no así. Mi ritual casi siempre ha sido el mismo en lo que a la palabra sobre la página se refiere. Todos los días salgo a caminar a la montaña muy temprano, necesito llenarme del silencio que surge de la oxigenación. Una vez instalada en él y él en mí, cualquier sonido, cualquier súbita aparición de pájaros (desde carpinteros, primaveras azul metálico viajando en parejas o jilgueros, hasta águilas, auras y zopilotes), figuras de carne y hueso, sombras extrañas y enloquecedoras, cualquier suceso insólito para mí o pertinente para el engranaje totalizador (desde un jamelgo pastando hasta una pelea de perros, un coche que me pasa rozando o una balacera); cualquiera de estas cosas, decía, puede desencadenar las asociaciones, las revelaciones, las visiones, o dar verdadera rienda suelta a la memoria: desbocarla abriéndole la boca.

Ese guardar algo “a mis adentros” llamado creación poética siempre ha cobrado vida tangible en una libreta. Hablo de épocas incluso anteriores al diario con su llavecita que recibí de regalo de Primera Comunión. La costumbre de poner un secreto por escrito con plena seguridad de que nadie lo vería sin que yo explícitamente lo permitiera me empujó al cultivo de la letra, de la palabra sola, chisporroteante en la diversidad de significados e implicaciones, y la palabra en conjunto, oraciones maleables, metamorfoseables, camaleónicas, capaces de referirse a distintas personas o circunstancias, y en el fondo ser una sola cosa: el texto literario, el poema, un mundo físico y metafísico a la vez, algo que preserva la experiencia individual echando mano de una lengua, una tira de sábanas desde la torre, para lanzarla a otras esferas y volverla espejo de los demás: “desde las profundidades del alinde / emerge la nota baja / entrecortada finamente / por una voz quebrada / plumas multicolores / que desde ella ascienden / en aras y alas de una lírica […] a las afueras […] del sonido”.*

Libretas en blanco, rayadas, cuadriculadas, de distintos tamaños, atrapan la letra palmer o de molde escrita casi siempre con lápiz (HB) tensamente apoyado en el callo del dedo medio, la deformidad que me explica: borradores de poemas o poemas enteros, notas, reflexiones, esquemas para textos ensayísticos, citas, todo un verdadero y personalísimo corpus referencial… Muy rara vez escribo directamente en la computadora (antes en la Smith-Corona de cinta bicolor o la IBM eléctrica, monstruosidad que sin embargo escondía la opción del cambio de bolita, según el estado de ánimo). He de confesar que lo único que llega al teclado antes que al papel es la traducción. Todo lo demás sufre tachón y medio para ingresar al universo cibernético y aparecer en la pantalla, cuya luz me confirma que estoy pasando algo en limpio: esta aparente nitidez resulta apenas un chispazo, el trabajo que comienza.

Si durante la juventud nunca guardé las versiones de mis escritos, ahora, mucho menos. Me aproximo a la palabra con terror reverencial, hasta me sudan las manos. Cuando el poema está “listo” —o el libro—, todavía me consuela pensar en las galeras (un espacio purificador más para cambiar y corregir). Tiemblo al darle esa especie de huella que late a un equis lector (así se trate de un pariente), con ganas de encerrarme con llave (en el diario aquel) cuando se permite abrirlo al azar… “No te aflijas —me susurra mi papá desde un sueño recurrente—. El poema no encarna, por fortuna o merced a ella, un deber cumplido. Sus entrañas no se sacian. Tú sigue alimentándolo. Es un oráculo”.

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