sábado, 18 de diciembre de 2010

Fideicomisos de la memoria

18/Diciembre/2010
Laberinto
Armando González Torres

Una noción siempre polémica en las políticas nacionales e internacionales hacia la cultura es la de “excepción cultural”, es decir, considerar los productos culturales como una serie de bienes y actividades especiales que reciben un tratamiento especial en el comercio mundial, así como beneficios o subvenciones en las políticas públicas internas. Este término suscita suspicacias de parte del pensamiento liberal que lo asocia con el dirigismo, la infantilización de la sociedad y la discriminación a partir del gusto cultural. Por ejemplo, para Mario Vargas Llosa, la excepción cultural subestima el albedrío de los ciudadanos, coarta la libertad y puede instaurar formas anacrónicas de nacionalismo y populismo. Vargas Llosa señala que, aunque sería deseable que el consumidor cultural se orientara a los mejores productos, el gusto y el mercado cultural de una sociedad reflejan, entre otras cosas, su nivel de educación, por lo que una política cultural dirigista no puede sustituir una política educativa.

Con todo, existen algunas otras perspectivas dentro del pensamiento liberal que argumentan que el trato especial a la cultura tiene una alta rentabilidad por su capacidad para formar, entretener, distraer de actividades nocivas a los jóvenes, generar sentimientos de satisfacción y orgullo en los ciudadanos o elevar el prestigio de un país. Pero ¿qué manifestaciones apoyar?, ¿cómo evitar una discriminación imposible entre conceptos rígidos de alta cultura y cultura de masas o entre cultura compleja y entretenimiento enajenante? Quizá el criterio inicial sea que los apoyos (no necesariamente subvenciones sino “aclimataciones” al mercado) garanticen una pluralidad de la oferta cultural que de responder sólo a criterios de lucro sería más estrecha y centrada en la novedad. Así, como sugiere Ronald Dworkin, la preservación de las distintas manifestaciones culturales adquiere sentido no sólo por su valor intrínseco, sino por su diversidad. Por ejemplo, el albergar mediante el apoyo público un conjunto de libros considerados como clásicos no implicaría la supremacía de un canon, sino el hecho práctico de resguardar, como opciones de lectura, una serie de productos a los que, por el momento, no favorece la moda. Lo mismo puede decirse de ciertas de las llamadas “artes de invernadero”, como la danza, la poesía, cierto tipo de música, que, por contar con un mercado restringido, se verían obligadas a vegetar, llevándose con ellas un conjunto de destrezas y de satisfactores potenciales. En esta empresa, el Estado no trata de sustituir al mercado, sino de subsanar algunas fallas derivadas de la competencia imperfecta, el problema de las economías de escala o la información asimétrica que enfrentan las actividades y consumidores culturales. De esta manera, el fideicomiso de la memoria, que es la preservación de la cultura, ensancha las posibilidades de formación, goce estético o entretenimiento de un ciudadano futuro.

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