sábado, 11 de diciembre de 2010

Lezama, el peregrino inmóvil

11/Diciembre/2010
Milenio
Ariel González Jiménez

Decía Julio Cortázar —quien leyó Paradiso en diez días interrumpiéndose sólo para respirar y darle leche a su gato Teodoro W. Adorno— que podía imaginarse que los contados lectores de esta novela pertenecían a “un club very exclusive”, el de quienes también leyeron Der Mann ohne Eigenschaften (El hombre sin atributos, de Robert Musil) o Der Tod des Vergils (La muerte de Virgilio, de Hermann Broch). A la altura de tales cielos literarios el autor de Rayuela percibía la obra de este escritor cubano nacido en La Habana el 19 de diciembre de 1910 y muerto en la misma ciudad (de la que nunca salió) el 9 de agosto de 1976.

Cortázar sabía evidentemente de qué hablaba puesto que la publicación de esta obra de José María Andrés Fernando Lezama Lima, que terminaría siendo simplemente José Lezama Lima, bajo el sello de la editorial mexicana Era estuvo a su cuidado y al de Carlos Monsiváis.

La suerte de Paradiso, como se sabe, es por demás paradójica: siendo hoy reconocida como una de las claves más luminosas de la literatura latinoamericana del siglo XX, tuvo una primera recepción en la que privó la extrañeza y el desinterés por parte de la crítica, de la mano del escándalo censor y moralista de las autoridades cubanas que no tardaron en tildarla de “pornográfica”, una pauta que el régimen de Castro repetiría de manera incesante en su persecución de los homosexuales en la isla.

Por eso Cortázar se propuso dar noticia del escritor (Para llegar a Lezama Lima), reconociendo: “No soy un crítico; algún día, que sospecho lejano, esta suma prodigiosa encontrará su Maurice Blanchot, porque de esa raza deberá ser el hombre que se adentre en su larvario fabuloso”. Su propósito, entonces, se remitía “a señalar una ignorancia vergonzosa y romper por adelantado una lanza contra los malentendidos que la seguirán cuando Latinoamérica oiga por fin la voz de José Lezama Lima”.

Y a pesar de la valoración del autor de Rayuela y de tantos otros que la respaldaron con sobrados motivos, Paradiso llega al centenario de Lezama Lima en un ambiente apenas distinto. Seguimos comprobando que esa “ignorancia” todavía se sustenta en las mismas “razones de dificultad instrumental y esencial”, y que no son otras que la complejidad de su entramado literario: “Leer a Lezama es una de las tareas más arduas y con frecuencia más irritantes que puedan darse”.

Desde luego, esto no sólo —ni principalmente— es válido para la novelística del cubano, sino también para el conjunto de su obra ensayística y poética, esculpida fina y tenazmente bajo el lema de que “sólo lo difícil es estimulante”, toda una declaración de principios que nos recuerda de qué está hecha la literatura más rica del mundo.

El universo de Lezama Lima no se compone de objetos comunes; tampoco de aquellos que podemos suponer que están a la vista porque observamos ciertas formas en ellos. No. En Lezama todo está más allá de las palabras que la inmensa mayoría de los poetas elegirían; todo trasciende la historia, las ideas, argumentos y tramas que creemos distinguir.

Tiene claro Cortázar que Lezama puede ser definido con algo de la descripción que José Cemí, protagonista de Paradiso, hace de otro personaje: “Me gusta de él (…) esa manera de situarse en el centro umbilical de las cuestiones. Me causa la impresión de que en cada uno de los momentos de su integración lo visitó la gracia. Tiene lo que los chinos llaman li, es decir, conducta de orientación cósmica (…) Es como un estratega que siempre ofrece a la ofensiva un flanco muy cuidado. No puede ser sorprendido (…) Tiene una madurez que no se esclaviza al crecimiento y una sabiduría que no prescinde del suceso inmediato…”.

Cuenta Antón Arrufat que Lezama decía de sí mismo: “Yo soy el peregrino inmóvil”, en alusión directa a que nunca saldría de La Habana vieja, en donde se instalaría desde los años veinte en su casa de Trocadero 162. Como Kant, que jamás abandonó Koenisberg, desde ese mirador en La Habana vieja Lezama pergeñó deslumbrantes páginas que nunca necesitaron de viajes u otros lugares para poder dar cuenta cabal del mundo.

Fue a la hora del desamor, con veintitantos encima, que me amparé en la poesía de José Lezama Lima. En toda partida que nos cimbre, el deseo de un mejor destino para el que se va recubre en algún momento nuestra visión de las cosas. En el centenario del poeta, no puedo dejar de releer esos versos:

Ah, que tú escapes en el instante
en el que ya habías alcanzado tu definición mejor.
Ah, mi amiga, que tú no quieras creer
las preguntas de esa estrella recién cortada,
que va mojando sus puntas en otra estrella enemiga.
Ah, si pudiera ser cierto que a la hora del baño,
cuando en una misma agua discursiva
se bañan el inmóvil paisaje y los animales más finos:
antílopes, serpientes de pasos breves, de pasos evaporados,
parecen entre sueños, sin ansias levantar
los más extensos cabellos y el agua más recordada.
Ah, mi amiga, si en el puro mármol de los adioses
hubieras dejado la estatua que nos podía acompañar,
pues el viento, el viento gracioso,
se extiende como un gato para dejarse definir.

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