domingo, 10 de octubre de 2010

Vargas Llosa

10/Octubre/2010
El Universal
Rafael Pérez Gay

Vargas Llosa fue rápido y certero cuando dijo que la Academia Sueca premió su obra y al mismo tiempo al idioma español. Me pregunto entonces si pueden premiarse una época, unos años. Bien pensado podría tratarse de un reconocimiento a una edad que ha desaparecido, a una forma de vivir la cultura. Me refiero a una emoción que se ha perdido, o desplazado su búsqueda hacia el mercado o el mundo del espectáculo o simplemente hacia algún punto de la revolución tecnológica de los últimos 40 años. Sé que eran impensables la magia de la información instantánea, la rapidez de vértigo en la que el gusto apenas tiene tiempo para elegir su asunto.

Hablamos de algún lugar de los años 70. Busco al azar en la memoria: había que encontrar algo esencial en las películas de Godard, en las historias de Fellini, en las profundidades de Bergman, en los retratos históricos de Visconti. Quizá exagero a través del tiempo (cada quien recuerda de un modo diferente, ésa es una de las maravillas de la literatura), pero es probable que todos los misterios de la vida deambularan en unos cuantos libros que leímos en primeras ediciones y llegaban a las mesas de las librerías Hamburgo, Zaplana, de la UNAM, de Cristal, el Ágora. A ese mundo irrepetible pertenecían las obras en marcha de Cortázar, Onetti, Borges, Bioy Casares, Rulfo, Fuentes, García Márquez. Fumamos miles y miles de cigarrillos pasando las páginas de las novelas de esos escritores entre lo que se encontraba desde luego Mario Vargas Llosa. Si hablo de los años 70 entonces teníamos que tener en las manos Pantaleón y las visitadoras, de 1973, o La tía Julia y el escribidor, de 1977, el mismo año por cierto en que Woody Allen estrenó una historia de amor y neurosis, de recuerdos y sueños imposibles: Annie Hall. Recuerdo que el psicoanálisis era una pastilla efervescente en la desdicha de la vida y las ciencias sociales estallaban en teorías, utopías, batallas y quién sabe qué otras ilusiones perdidas.

En el ensayo Las alusiones perdidas, Monsiváis se preguntaba en qué momento la literatura dejó de ser el centro inapelable de la cultura. Más todavía: ¿en qué momento la lectura y la cultura pasaron a formar parte del tiempo libre mientras que los medios y la industria del entretenimiento se convirtieron en la realidad misma? He vuelto a preguntarme esto mismo revisando mis viejos libros de Vargas Llosa.

Por cierto, busco en los libreros varios ejemplares sueltos de la obra de Vargas Llosa pero no aparecen por ninguna parte. Siento una extraña culpa pues los de Cortázar y los de Onetti están en su lugar, quizá los he defendido a través de los años con más decisión. Asocio estas ausencias con el modo en que leí la obra de Vargas Llosa. Conozco bien el primer ciclo, por llamar así a las novelas de los años 70 que se inicia con Los jefes, (1959) y convierten a Vargas Llosa en el potente novelista que sería a lo largo del tiempo y en el escritor profesionalísimo que este año publicará El sueño del Celta. 51 años de creación. Las novelas de ese ciclo, decía, son: La ciudad y los perros (1963), La casa verde (1966), Los cachorros (1967). Le perdí el paso a esa obra que crecía sin pausa después de leer Conversación en la catedral (1969) y La guerra del fin del mundo (1981). Pasaron frente a mis gustos pedantescos ¿Quién mató a Palomino Molero (1986), El hablador (1987) y Lituma en los andes (1993). Años después volví a persuadirme de que estaba ante una obra única, había pasado aquel compás de espera: La fiesta del Chivo (2000).

Tres libros que leí rápido, hechizado por el conocimiento literario y el ejercicio del ensayo conversado: La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary (1975), La tentación de lo imposible. Los miserables de Víctor Hugo (2004), y El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti (2008). En el ensayo, Vargas Llosa ha validado la máxima de Sainte-Beuve: un crítico es alguien que enseña a leer a los demás; hay que añadir que ese magisterio es imposible sin generosidad.

Hace algún tiempo Vargas Llosa explicó su obra en unas cuantas palabras: “nunca permití que se apagará en mí el fuego de la creación”. Puestas así las cosas, el Premio Nobel reconoce una larga aventura creativa, un idioma y una época que desapareció sin que nos diéramos cuenta, quizá porque como dijo Eliseo Alberto todo está siempre en peligro de extinción.