domingo, 24 de octubre de 2010

Carta a un viejo novelista

Replicante
Heriberto Yépez

I. Novela y no literatura. Todos somos Carlos Fuentes


Estimado Carlos Fuentes,

No hablaré generacionalmente. Toda generación esclaviza. La inercia de esta generación, por ejemplo, obligaría a esa vasalla puntualidad: el “parricidio”. Y eso me parece un enredito típico de los literatos que gustan de perder el tiempo en bluff y daydream, y, claro, circo edípico. No creo que mi generación sea superior a ninguna otra. Al contrario, es una generación bastante pendeja, que no ha podido siquiera igualar a los escritores precedentes, en sí mismos encabronadamente auto-colonizados. Tampoco pretendo elogiarlo. Diré lo que pienso. No más. No menos.

Primero que todo, obviedad, usted construyó parte de la mejor literatura mexicana. Y sospecho que —y he aquí parte central de la presente carta tránsfuga— la novela mexicana contemporánea se trata de la fragmentación de las distintas novelísticas implícitas en su obra. Unos se quedaron con su afán polifónico-totalizador; otros con su afán minimal-estilístico. Y en el futuro otros se quedarán con su novela para lector común.

La literatura no es angelical; es consanguínea de las condiciones psicohistóricas de su época. Por ende, su forma literaria refluja la estructura del Partido Revolucionario Institucional. Y no sólo hablo del partido de Estado, sino también del modo de pensar que el PRI representa, en México y en cualquier región de la mente. No es casual que más de una vez usted haya apoyado al gobierno, como en ese bochornoso asunto de Echeverría. Menos penoso, sin embargo, que el TLC entre Octavio Paz y Carlos Salinas.

Muchas veces he pensado que cierto lenguaje suyo —sobre todo, en sus primeros libros— y el de Paz son increíblemente similares. Usted escribió las novelas que Paz nunca logró. (De un borrador de mala novela de tesis salió el Laberinto.) Su primera etapa narrativa, en definitiva, en el futuro se leerá a la par que la poesía de Paz. Y no me interesa quién copió a quién. Ese lenguaje estaba en el aire post-revolucionario. Por una parte, es reencauce del lenguaje popular elevado a rango estético, aprovechando su fuerza demosténica. Y, otra, y esto es más espinoso, ese lenguaje deriva de la demagogia del PRI. De su romanticismo machista del Pueblo y la Historia.

Usted y Paz, y sus “sucesores”, aplicaron el presidencialismo, el “Partido” único, en la literatura. Y eso sigue haciendo mucho daño. Mermó severamente el verdadero espíritu de la escritura: la disidencia desestructurante. Por desgracia, incluso, se puede prescindir de ustedes, y el PRI cultural continúa. Usted y Paz fungieron como caciques. Fueron protagonistas del modelo que aún hoy domina: la “República de las Letras”, la “Tradición Mexicana”, el escritor como caudillo que, en realidad, es terrateniente. Porfiriato y priato. Dictacalladita mexicana. El Partido de la Literatura Revolucionaria Integrada.

Una parte de su escritura, pues, depende del discurso nacionalista y los ideales del régimen. Hicieron del PRI, nuestra literatura más elegante. Fueron demasiado estetas. Demasiado literatos. Demasiado oficiales.

Afortunadamente, ese latifundio se está desmoronando. Y es que (qué risa) los herederos ni siquiera han tenido los huevos para mantener la hacienda bajo su mando.

Indudablemente sus novelas son una lección tremenda, bellísima, de estilos monumentales, técnicas de derroche, ambientes vocales. Enseñan a escribir. Creo que los narradores posteriores a usted, aprendieron justamente eso. Y sólo eso. Este es el tema de esta carta: las hipóstasis de “Carlos Fuentes”.

Rulfo estableció la idea (consciente e inconsciente) de que escribir novela en México significa depurar una narración formalmente perfecta. Pedroparamizar (ser perfecto o no ser) ya es uno de nuestros clichés.

Aura, por ejemplo, es entendida como una reiteración de ese ideal.

Aura es su mejor novela. Yo la tomo como parábola de la situación de la novela en general: esa vieja-joven que ha seducido al cuenta-historias, que lo mantiene consigo mediante el espejo de su dualidad. Y que, en verdad, el cuenta-historias debe abandonar, a pesar de su aura hipnótica. Aura es la novela moderna.

Y luego a ese modelo de novela fantasmal y perfecta, usted añadió el largo aliento: Terra nostra, que a pesar de que no busca ser perfecta de cualquier modo reitera esa regla (no escrita) de la novelística nacional: novelista, piensa, ante todo, en la Forma.

Y por Forma se quiere decir la Norma Estética occidental, sentenciosa, poética, irónica, intertextual, coronada en los siglos XIX y XX europeos. La saga del individuo caído. La crónica de su orfandad irreparable. Su ser, hablemos claro, su ser NeoCristo. Llorando aún la muerte de su Dios-Padre...

Y a esa noción todavía no se le reta. Ni en las universidades —donde usted es el patrón de oro— ni por los narradores posteriores (que sueñan, como el Crack & crew, ser el Next Boom, y que incluso han permitido que usted los apadrine). Leamos al grueso de los narradores mexicanos actuales, grandes y chicos: todos quieren ser perfectos. Al escribir novela, fundamentalmente piensan en que esté “bien escrita”. El decir (nihilista) bonito. La eugrafía.

La novela eugráfica domina. Y usted determinó sus dos rumbos. Por una parte, la novela breve, de estilo unitario, escrita con destreza léxico-métrica. No fue el único, por supuesto; ese pensamiento viene de Europa, y aquí de Torri a Arreola, fue establecido como Valor Máximo de toda prosa. (Esa prosa ballet que se repite se puede tratar de nada y ser oh, oh, oh “magnífica”.) Y los nacidos desde los cincuenta hasta los noventa siguen pensando en esa novela eugráfica y, cuando logran páginas de ese tipo, ¡se vienen!

Y el reseñista aplaude, como foca exquisita, esa novelística. Ya es hora de reventar esa premisa, ¿no cree usted? Demasiada finura no permite que la novela pierda su cáscara. Ha sido Bellatin quien ha hecho de esa estética del vacío, a la vez, su mejor ejemplar y su mejor parodia. Pero sigo pensando que narrar puede ir más allá. Y es que la novela es nuestra vida más intensa. No nuestro ingenio más depurado.

La palabrujería estorba en la novela. La novela poderosa no se hace a cuentagotas. Por eso Borges no pudo ser novelista, por Perfecto. Y por eso Sábato, mal escritor, supera al resto de la novela en Latinoamérica.

Y, por otro lado, la influencia de su obra, Sr. Fuentes, también se extiende hacia el otro extremo. La Novelota. El tabique barroco, esa Coatlicue que domina a nuestra mejor (y peor) literatura: gran-novelar es hacer un enorme mural. Como han hecho magnánimamente Fernando del Paso y Daniel Sada. Ambición que es secuela de Joyce, Dos Passos, Musil, Cortázar, la llamada “Novela Total”. Esa ambición de lo total, lo sabemos, domina a buena parte de la novela internacional (literaria) pero aquí ha sido usted quien la coronó y por su influencia ese proyecto novelístico sigue imperando, aunque sea como plan quinquenal inalcanzable.

La novela pantópica. Pantopía: aleph, vórtice, espacio gnóstico, panoptikon, la novela en que el Todo (pan) se enumera y colecciona en un solo lugar (topos). Y esa novela obesa, es cierto, es impresionante, culta o simpática, bonachona o sapo, museo de arte o catedral barroca.

Ambas formas son eugráficas y confinan la narración a lo tradicionalmente literario, a lo canónico. A la preeminencia del efecto estético. Cuyo efecto o causa resulta ser la formación de una retórica, en que la novela gira en torno a las técnicas de persuasión acerca de cómo ese relato se inscribe en la Historia de la Literatura y, por otro lugar, en la verosimilitud (el realismo respectivo, la hegemonía de lo Real-Escritural). Y he aquí el problema, mi estimado.

No lo olvidemos: la función honda de la novela es narrar desde lo no-literario: lo no incorporado al decir literario reinante. No digamos el “margen”, imagen aún centrípeta, sino lo exo-galáctico. Lo todavía no uni-versal. De donde la narración toma sus emociones heterogéneas, el más-allá de lo literario que caracteriza a los libros que nos queman las manos y nos dan esa extática sensación de que se ha producido un nuevo acercamiento a la vida. Y digo éxtasis pues lo que ahí sucede es que el texto se separó de su cuerpo, se separó del Libro y se acercó al nuestro, y el nuestro, a lo oculto. Joyce hizo novela “formalista” para abrir —y desliteraturizar— las posibilidades de la novela, mientras nosotros, en cambio, joyceamos para bien-cerrar (literariamente) la Novela.

La novela es la percepción de una realidad extra-lingüística. No el correcto (Bello) encierro de la experiencia individual en la Forma Reconocible. Narrar (o poetizar) es deshacer la literatura anterior al mostrar un nuevo aspecto de la experiencia exaltada, captando algo más del proceso que va de nuestra aparición hasta nuestra muerte. Eso es la novela: un experimento de bio-grafía radical. Mitad fisiología, mitad texto. Y no mero ejercicio de gimnasia rítmica o maratón olímpico. La novela verdadera es la autoconstrucción de un sujeto-no-sujeto. Y, por ende, novelar pensando en modelos literarios anteriores —la novela breve, “formalmente” perfecta, o la Novela Total, summa estatal, técnicamente apabullante— obtura lo más profundo: la creación de la intensidad desconocida.

La función de la novela es hacer que el escritor y el lector junte sus energías ordinariamente divididas para producir un big bang espiritual que se transforme en una modificación de su cosmos. Y creo que el Boom, al que usted pertenece supo esto, pero lo supo merced el modelo europeo y, cuando se separó de él, lo supo mediante el discurso nacionalista de la izquierda, que sigue siendo la misma, es decir, la izquierda del siglo XIX (importado). Y luego esa forma literaria que usted elevó estéticamente fue tomada por sus sucesores, pero sin las ideas políticas; fue tomada exclusivamente de modo literario y su índole estética (de por sí alto) terminó por hipertrofiarse, es decir, reducirse al absurdo. La novela hoy no parece recordar su función energética. Y lo mismo sucede, claro, en la poesía y el ensayo. Todo se ha vuelto estrictamente literario.

Hoy cuando alguien novela en este país lo que quiere es ser reconocido por la crítica —que hoy está simbolizada por revistas como Letras Libres, donde, por cierto, son los escritores “de relevo” (y nótese ahí la visión priista, el Dedazo aún imperante en la jerarquía petrificada de nuestra “Literatura”)— los que “juzgan”, como si la crítica fuera eso ¡Juicio! ¡“Memoria”! ¡No! La crítica es pensamiento: hechura de conceptos.Desgraciadamente los últimos cachorritos posrevolucionarios no se han enterado de que donde hay un juicio ahí mismo hay una percepción faltante. Así que cuando los reseñistas-modistos se limitan a decir “es buen libro” o “no me gustó”, “esto no es digno de ser recordado”, es porque no entienden ya nada, ya están cegados por las convenciones que otros hicieron “respetables”. Qué triste: son ellos, los más jóvenes, los que están hoy encargados que la eugrafía mexicana no sea Pasada Por Alto.

Nuestra novela, de seguir así, se volverá anoréxica. Y “hermosa”. Y “perfecta”. Por eso, por cierto, libros como Farabeuf hacen que se desmayen críticos, profesores, escritores y lectores obedientes de la Opinión Establecida. Lo siento, pero Farabeuf es Bataille sin verdadera crueldad (hambre terrible de acercarse a la verdad descarnada). Y si la novela no tiene hambre, si lo que tiene es hartazgo, cuerno de la abundancia de las formas aprendidas, novela no es. Y su obra, Sr. Fuentes, está justo en la línea de ambos abismos, y a veces su cuerda floja es fabulosa y, a veces, cuando sucumbe al bazar y pasarela de formas coleccionadas, infla la trampa-trampolín en que brinca cierto club saltimbanqui.

La novela no es parte de la literatura. Ahí, posteriormente, se le coloca, y eso es inevitable, como hoy colocamos los ídolos prehispánicos en museos de antropología. La novela no es arte. Novela es nierika. La novela es quincunce. Un proceso que describe la transformación drástica de un personaje. El viaje hacia otra existencia.

Cuando ese viaje se consigue, se produce la belleza. Y como nuestro mundo no conoce más belleza que la estética, desgraciadamente, el viaje de la novela es insertado en lo literario. Donde, en verdad, no pertenece. La novela clandestinamente forma parte de la historia de las técnicas extáticas. La novela es dionisíaca, para decirlo en un vocabulario que pueda identificar nuestra literatura, fundamentalmente, apolínea.

La novela tiene como función expandir la gama de la emoción, el pensamiento, la imaginación, el cuerpo y la experiencia. La novela es experimental porque nos hace experimentar más vida. No porque experimente con técnicas y palabritas. Y eso, Sr. Fuentes, todos nosotros lo fuimos trascordando. Y hablo de todo esto porque usted, a la vez, fue el primer novelista mexicano en entreverlo y el primero en olvidarlo.

Quien se percató del obstáculo que representa el fanatismo formalista fue, precisamente, el representante máximo de la medida, el soberano de nuestro perfeccionismo estético: José Gorostiza. Y por eso en uno de sus ensayos decía que en México hacía falta una literatura mediocre, toneladas de mala novela. Narrar tiene que alejarse de la eugrafía.

Usted ha sido nuestra mayor eugrafía novelística. Y también nuestro mejor mal-novelista, su tercera vena: Gringo viejo y algunos de sus cuentos (pienso en Vlad). Esa mala literatura, paradójicamente, me parece su mejor apuesta narrativa.

La novela mexicana, pues, ha sido retórica y lírica. Requiere ser parresiasta y visionaria. Decirlo todo no en pos de lo estético, sino de lo ético, inventar otro hombre y en su paso decir todo lo que sabe, decirlo sin tapujos, como un terapeuta sin pelos en la lengua.

Porque la novela, en general, eso es:

el paso del yo superficial
al
yo-dentro-del-misterio

el yo que cae
al embudo
y se
hace
otro

para expandirse
de nuevo
hacia
el
cono
ci
mi
en
to




Y para pasar de uno a otro es necesario romper la “personalidad”, la capa reconocible, la psicología establecida, el carácter (el dique) y los modales de redacción. ¡Y qué lejos está la narrativa nacional de esto! Nuestros narradores son fundamentalmente románticos o nihilistas. Y no tienen la más puta idea de lo bien que les haría hacer un viaje personal a lo más bajo y alto de sí mismos, en pos de la destrucción de su yo habitual. Sólo de ahí vendrá la otra novela, la gnovela.

Lo que necesitamos es un nuevo tipo de escritor. Un nuevo narrador. La novela nace del momento psíquico en que toda tu vida ha sido destruida. Por ti mismo. Y después de una larga fase de dolor, en donde intentas reconstruir tu existencia perdida, decides, mejor, inventar de cero otra vida. Y entre error, suerte, accidente y acierto, lo consigues. A eso llamo la novela. Entrar y salir del abismo. Y cierto amor y desamor por la cima.

Pero, debido a la estructura de psico-clase de la literatura mexicana, a nuestros narradores, sencillamente, no les ha dado el sol. No tienen nada qué narrar. No han hecho el viaje iniciático. Todo lo que pueden es describir su spleen, en el que el vuelo de una mosca les parece increíblemente audaz.

Y, por supuesto, no dirijo esta carta al Carlos Fuentes de carne y hueso, sino al fantasmal, al que fue institucionalizado —y que se parece y no al Carlos Fuentes que hizo un buen número de novelas—, el Carlos Fuentes que todos traemos dentro y que se ha vuelto un impedimento para llevar la novela más allá. Y también un muro para leer con ojos más hondos al Carlos Fuentes histórico.

¿Cómo hacer novela? Quitando a la literatura del centro y recolocando la existencia concreta. De esta lucha contra nosotros mismos, sacar las experiencias y las fuerzas que pulverizarán los residuos de la caja novelística ya conocida, yendo tras esa nueva existencia, yendo a la casa-caza de la voz-volcán, el grito-rito, la psique-pira, la música-mundo que permita que alguien, aunque sea uno solo de nosotros, antes de morir, narre qué se siente ESTAR VIVO, pero no de mentiritas, sino ESTAR VIVO DE VERDAD.

Cuando lleguemos ahí habremos llegado, por fin, a la novela, es decir, a la neo-vida.

En fin, el tiempo se acaba, le envío un saludos desde esta frontera MX-USA,

h.

II. La novela, el PRI y la historia


Estimado Carlos Fuentes,

Le contaré la historia de la carta precedente. En julio de 2008 recibí una carta de la revista Tierra Adentro invitándome a colaborar en el número de homenaje a su obra. Semanas atrás yo había hecho algunas breves declaraciones a propósito de su legado, que aparecieron publicadas en los diarios Reforma y El Universal, además de ocuparme de la similitud entre su prosa y la de Paz en una columna en el suplemento Laberinto, de Milenio. En los tres lugares dejé claro que junto a mi respeto por la calidad estética de su textualidad me parecía que su obra estaba ineludiblemente vinculada a elementos con los que yo estoy en desacuerdo —todo eso que expliqué brevemente al principio de mi carta anterior— y, pensé, si me invitan a colaborar en ese número es precisamente porque saben de mi postura crítica ante su obra y, me dije, quizá sea bueno elaborar un poco más lo que pienso sobre Fuentes, y por eso agradecí y acepté la invitación.

No soy ingenuo. Últimamente se está usando que las revistas y los programas gubernamentales como Tierra Adentro convoquen a jóvenes críticos a escribir “en homenaje” a autores cercanos a su generación, con el pretexto de aniversarios. Conocemos ya el resultado: pseudo-crítica. Ensayos en que un autor joven finge que le interesa la obra de un autor precedente con tal de que lo publiquen en un libro conmemorativo o una revista nacional: hacer currículum. Nunca he formado parte de pleitesía coral, pues además de constituir un sospechoso ejercicio de gerontofilia de grupo, pone en riesgo la salud crítica. ¿Para qué queremos libros de celebración a escritores? Si a un escritor le interesa un autor, pues que escriba el ensayo y luego busque dónde publicarlo. Si no lo ha escrito es porque en realidad ese autor no le interesa tanto. Mi generación y la anterior degeneran así al ensayo. No tienen intereses propios. Sólo tienen sugerencias ajenas. Por eso toda su prosa sabe a reseña para revista oficial: aplauso abstracto o condena visceral. La crítica se volvió una rama del credencialismo.

En este país, al parecer, la crítica emigró lejos de la prosa. Nadie dice lo que piensa realmente o se ejerce únicamente el oficio del resentimiento acumulado. Por ejemplo, en Letras Libres se aplaudiría una reseña contra algún libro suyo, pero no contra alguno que hubiese publicado Octavio Paz. En una revista del “bando contrario”ocurriría lo contrario, es decir, lo mismo. Francamente nunca he entendido ese vasallaje. Será que vivo lejos de todo ese mundillo literario, tan anacrónico y éticamente apestoso. Será, quizá también, que la corrupción de la policía, el gobierno y la ciudad fronteriza en su totalidad hace que la micro-corrupción de los círculos literarios de la Ciudad de México me dé mucha risa, por ridícula y mini-lamehuevos.

En fin, retomo el punto inicial: acepté la invitación y me propuse decir todo lo que pensaba sobre su obra. No ser grosero ni agachado. Ser sincero. Y quise jugar con un género que usted y yo conocemos —la carta que un viejo novelista o poeta dirige al joven que comienza— no sólo porque creo que es la obligación de los prosistas innovar, aun sea levemente, su género, buscar nuevas rutas sino, asimismo, porque quería jugar con esas “Cartas a un joven...” que me parecen típicas de la modernidad tardía y un tanto reiterativas de la estructura edípica, en que los jóvenes siguen los consejos de los mayores, algo que ya no debe seguir ocurriendo, porque los jóvenes y los viejos ya compartimos la misma basura mental. Ya estuvo bien del reciclaje.

Esos consejos tenían sentido cuando los ancianos eran sabios y su transmisión era una enseñanza que valía la pena conservar de una generación a otra. Pero es evidente que en nuestras últimas culturas esa iluminación no existe y lo único que puede trasmitirse son mentiras.

Por eso invertí el género y titulé mi texto, escrito a manera de epístola, “Carta a un viejo novelista”. Cuando la terminé envié el archivo electrónico en la fecha indicada. Dos o tres semanas después recibí noticias electrónicas y telefónicas de Tierra Adentro.

Estimado, la carta que le dirigí a usted no podía ser publicada.

Por motivos “institucionales” —esa fue la palabra que se me repitió— yo tenía las siguientes opciones: o autocensurarme (quitar todas las referencias incómodas) o darme por enterado de que mi texto no aparecería publicado (“lo sentimos mucho”).

Un caso más de amable censura mexicana.

Se me dijo que el “tono” no era el adecuado. Como puntualicé por teléfono, el “tono” al que hacían alusión eran las ideas, lo cual incluso fue admitido. ¡“El tono”!, ¿Cómo ve, Sr. Fuentes? En esos tiempo se le llama “tono” a decir lo que todos sabemos y lo que, como se me dijo directamente, más valía no decir públicamente. “No tiene caso”.

No era la primera vez que se me pedía algo semejante. Alguna vez un joven editor del FCE me invitó a presentar un proyecto de libro a esta editorial. Y al segundo e-mail me informó —como si me estuviera informando de la hora o la cantidad de dedos que poseía su mano— que los textos del libro podían decir cualquier cosa menos —leve detallito— criticar a Octavio Paz, “autor de la casa”. Por supuesto, nunca le envié nada. Ahora me da risa cuando lo veo firmar textos en revistas oficiales diciendo lo que se espera que diga un cachorro continuador de la crítica autoritaria mexicana.

En otra ocasión gané un premio de ensayo en la frontera, con jurado proveniente del centro del país, y aunque el triunfo me fue concedido por dos de los tres jurados y la convocatoria marca, como es habitual, “irrevocable” una decisión de este tipo, para mi desgracia la jurado en contra era la presidenta del Pen Club mexicano y amiga de un “poeta” y editor criticado en el libro y, por lo tanto, ella no descansó hasta hacer que el gobierno del estado y el Instituto de Cultura me quitaran el premio a través de un pretexto —el libro no era “inédito” ya que la cuarta parte de los textos incluidos había aparecido en revistas— y aunque la prensa denunció ese acto, confiaron en que el asunto quedara por siempre sepultado, como ocurrió. Y sanseacabó.

Disculpen, por cierto, que cometa la grosería de plantear la grosería que ustedes me hicieron para que se quedara en lo “privado”.

Así que no es la primera vez que me enfrento a este tipo de chingaderas, absolutamente comunes en “nuestra literatura”, ese eufemismo de nuestra corrupción en su versión estéticamente escrita.

¿Qué les molestó? Que mi texto fuera una carta, porque era “demasiado directa” —usted sabe, no hay que ser Igualado, hay que guardar distancias con los Patrones— y que, además, tratara el vínculo de lo literario con el “PRI y el gobierno”. Eso no era propio, se me dijo, de una “publicación institucional”.

Ah, caray, ¿acaso el PRI no está fuera del poder?, pensé.

Al parecer, no.

Qué tragicomedia esta vida nuestra: vivimos la dictadura de un partido que ni siquiera está en el poder. Así de jodidos estamos.

Los editores de la revista, se me aclaró, sugerían remover las partes de mi texto en que se trataban esos incómodos asuntos no “literarios”. Les pedí entonces que subrayaran todo lo “inapropiado”, lo confieso, para ver hasta dónde llegaban. Por supuesto, cuando se sentaron a sugerir lo censurable se dieron cuenta de que eran funcionarios de un régimen de otro siglo. Además, no pudieron subrayar nada porque hubieran tenido que subrayar casi todo.

Así, sin abierta censura suya ni autocensura mía calladita, el texto, se decidió, quedó fuera.

Era de una ironía tremenda esto que ocurría. Justo hablaba en mi carta del autoritarismo y del PRI mental y justo me lo aplican. Creo que se sintieron aludidos.

¿Qué le parece, Sr. Fuentes? ¿Cree que eso pueda llamarse espíritu crítico? ¿Así quiere que lo celebren? ¿Censurando? Lea la carta. A ver, dígame, ¿dije algo que no sea cierto? ¿Inventé algo? Acaso, sencillamente, dije lo que todos nosotros sabemos y que, es cierto, pocos literatos se han atrevido a decir públicamente. Usted es parte del régimen mental que nos dirige porque el autoritarismo es, sobre todo, un consenso mental, una fantasía que el miedo mantiene intacta.

Imagine cómo estamos de jodidos, Sr. Fuentes, que intelectuales-funcionarios quieran disfrazar su censura bajo el manto de que en mi carta anterior me salí de lo “literario”.

Bajo la definición del programa Tierra Adentro —la instancia de gobierno encargada de promover la literatura joven de todo el país, es decir, la hecha por miles de escritores y lectores debajo de los 35 años, según se estableció en los planes del PRI-PAN-PRD que nos gobierna— lo “literario” significa ocultar la realidad.

Al pedirme que quitara voluntariamente —qué cabrones— las partes de mi texto que no fueran “políticas” y dejar las “literarias”, están definiendo a lo “literario” como lo indiferente a la historia y a la vida en general.

Además de entreguista, esa división, como usted y yo sabemos, es imposible. Inclusive los teóricos occidentales agorafóbicos saben que todo texto es político.

Ahora bien, no soy ingenuo, sé que querían decir que autocensurara —ellos preferirían la expresión “rescribiera” o, mejor aún, “revisara”— mi texto para que sólo hablara de lo “literario”, es decir, de si pienso que Aura o La región más transparente está llena de hermosos adjetivos o “personajes memorables” o perorateara en materia de gustos librescos.

Maldita sea: vivimos en un país con al menos 40 millones de personas muriendo de hambre en este mismo momento, con un índice de impunidad de 98% según las propias cifras oficiales, ¡y estos cabrones hablando en nombre de lo “literario” para borrar incluso las referencias más nimias a la relación entre la obra de un escritor mexicano canónico y el régimen post-revolucionario!

La carta anterior no la iban a leer ni mil personas porque no son más de mil las que en este país de verdad saben leer y, sin embargo, decidieron que ni siquiera ese millar imaginario debía leerla, a riesgo de ofenderlo a usted o de perder su puesto, pues fueron estas dos cosas las que los hicieron decidir que no era “institucional” publicar el texto que ellos mismos me invitaron a escribir.

En definitiva, en nuestro país lo literario ha quedado definido como aquello que no concierne a la realidad, aquello que se contenta con ser publicado merced su absoluta falta de enlace con el presente o el pretérito inmediato. Le agradezco, sin embargo, la lección. Ahora más que nunca he comprendido qué es lo “literario”. El temor.

Y a qué se le llama “crítica”: a decir lo que piensas siempre y cuando lo que digas sea lo que ayude a conservar el puesto del Director.

A escribir y argumentar lo que sabes, siempre y cuando lo que sepas no rebase la ignorancia de tus posibles lectores oficiales.

¿Se imagina, Sr. Fuentes, qué sería de mí si hubiese aceptado autocensurarme con tal de recibir un pago y con tal de ser publicado? No hubiera podido verme a los ojos y tampoco ver a los de mi hijo. Sé ahora lo que sigue. Dirán que soy un oportunista, que me gusta la publicidad o, sencillamente, que es inexacto lo que digo. O silencio. Silencio hasta que pasemos a otro asuntito. Como le contaba, no es la primera vez que esto sucede. Vivimos en México. Un país donde nadie sabe qué es violar la libertad de expresión porque la libertad de expresión es otra más de las muertas de Juárez.

¿Qué quiere el programa Tierra Adentro? Lo que quiere, según informan sus acciones, es conseguir que la siguiente literatura mexicana sea tan sometida (o más) que la anterior. Una literatura que se limite a lo “literario”, es decir, que hable de palabras y libros flotando en el vacío de lo no-histórico. El criterio que me aplicaron, lo sé, es el criterio que está operando: pedir textos que se ocupen exclusivamente de lo “literario”, textos y escritores que no se salgan del redil gubernamental. Literatura comprada, perdón, literatura comparada, con parada de autobús directo a las prebendas aseguradas.

Por otra parte, no se escabulla, Sr. Fuentes. Usted y yo sabemos perfectamente qué esto es coherente con el legado que usted ha dejado. Le voy a decir directamente lo que aquí ocurrió. Me censuraron porque temen que usted se enoje. Y antes de que incluso exista la posibilidad de que usted se enoje y pida que sus cabezas caigan o les den unos coscorrones a los que hicieron posible el descuido de publicar una carta “grosera”, ellos mismos desvanecieron la posibilidad de su enojo.

Si yo fuera usted, ante sus ochenta años, haría un examen de conciencia y me preguntaría qué ha hecho para que sus súbditos supongan que usted es tan intolerante que no podría inclusive soportar un texto —demasiado respetuoso, demasiado amable, para serle franco— en donde se habla críticamente de su obra, ¿acaso no es usted un defensor de lo crítico? ¿O acaso su ego es tan grande, es decir, tan frágil, que no podría soportar la menor disonancia, la menor interferencia, en los aplausos, desmayos y gruppies de aniversario?

¿Sabe qué creo? Que la censura y toda forma de corrupción ética —y por ética entiendo la luz de la evolución de la conciencia, los métodos que nos permiten construir un hombre más completo, un hombre por fin verdadero— son lo de menos. Me gustaría decir que los funcionarios públicos que decidieron censurarme —de manera disfrazada, por supuesto, censurarme a la mexicana— son corruptos. Me gustaría decirles que fueran a chingar a su madre y asunto olvidado. Pero esta vez quiero ser más profundo. Mis profesiones —la filosofía, la psicoterapia, la enseñanza pública, el periodismo— me lo exigen. Tienen miedo. Como tienen miedo, no hacen lo que haría un funcionario responsable, un funcionario honesto.

Usted mismo probablemente también lo tiene y por eso ha hecho posible que los funcionarios públicos de la literatura que usted representa imaginen que a usted no puede “ofendérsele” de ningún modo en un órgano de gobierno.

Ojalá antes de morir pierda ese miedo, ese miedo que en todos los hombres toma el disfraz terrible del autoritarismo, la corrupción o la grandilocuencia, disfraces que por terribles que sean no es más que eso, disfraces, tan terribles que casi no se nota el miedo detrás.

Y hablo del miedo aquí, de nuevo, porque el miedo es la razón, asimismo, de que no exista gran novela mexicana. La novela es el registro simbólico de un intenso viaje psíquico. Solamente los hombres que han emprendido ese viaje o, al menos, una parte de sus fases profundas, pueden escribir novela auténtica. El resto se limita a repetir la retórica producida —como efecto— de ese viaje emprendido por otros. La novela, pues, sólo se produce cuando desaparece el pavor.

La escritura del miedo es fácilmente identificable. Está compuesta, mayormente, de respeto por las reglas retóricas que dominan a una época, clichés que circulan en la logorrea social, precauciones teoréticas que dominan en las clicas especializadas o por ironía ante la vida, enmascarada a través de personajes, episodios banales o fraseologías literarias. La escritura del miedo es lo que domina a la literaturas mexicanas, europeas y norteamericanas actuales.

El miedo se opone a la evolución de la conciencia. He ahí el vaivén que ha habitado históricamente la novela. La novela no ha sido un género perfecto. Lo repito: ha sido un vaivén entre el miedo y la expansión. No hay novela que no se trate de esta apuesta, y de cómo a veces se sucumbe en la aventura y a veces cómo se triunfa temporalmente para, de nuevo, emprender el viaje hacia lo desconocido, y ser triturado o transformado en el intento.

¿Y qué ha pasado en México? Que la novela ha sucumbido al miedo.

Tenemos, por ende, novela precavida. Novela puramente “literaria”.

¿Qué sucedió? El Partido Revolucionario Institucional.

Fundamentalmente un partido político mental, en que lo “revolucionario” (lo que provoca transformación) se volvió sinónimo de lo “institucional” (lo que impide la transformación). La literatura mexicana es, en general, una alquimia frustrada, una sínfisis que no fue alcanzada, un crack up —como le llamaba Fitzgerald— en que los dos contrarios que componen a la realidad permanecen escindidos, en una estasis lamentable, en que la metamorfosis no ocurre, debido al estancamiento de una dialéctica petrificada por voltear atrás.

Su propia obra, Sr. Fuentes, se trata del fracaso de la revolución mexicana. Por eso no entiendo que promueva al neo-porfiriato letrado.

Voy a ser un tanto más preciso.

El Partido Revolucionario Institucional se mantuvo en el poder porque, efectivamente, representó un nivel de conciencia del pseudo-individuo promedio en el país. Un individuo caracterizado porque en el nivel consciente reconoce qué sucede en la realidad —la pobreza, la corrupción, la falta de ética, la violación a las garantías individuales, el matriarcado, el patriarcado, el fraude electoral, el vergonzoso espectáculo televisivo, etcétera— pero carece de las fuerzas —cualitativas o cuantitativas— para salir de ese estado de empobrecimiento de la existencia.

Eso es lo que el PRI representa: la conciencia que no se atreve a decir su historia.

Entre otros muchos impedimentos, por eso no hay ya novela en México. En ese estado de conciencia generalizado no puede ocurrir la narración.

No tener capacidad de narrar significa no tener capacidad de leer qué sucede en nuestra realidad. No es azar que —según mediciones internacionales— más de la mitad de los estudiantes mexicanos universitarios no sean capaces de responder de qué se trata un texto ni tampoco sean capaces de detectar si posee inconsistencias.

La lectura mexicana y, repito, no me refiero a lo lectura literaria sino a la lectura como categoría analítico-existencial, ¡capacidad de auto-explicarnos qué pasa aquí!, quedó destruida por décadas de inconsistencias ocultadas, desinformación gubernamental, falta de dirección, extravío familiar, religioso, escolar, político y mediático y pérdida de sentido, en general, en la vida nacional.

No puede haber narrativa, por ejemplo, si no existe un sistema judicial confiable, en donde el crimen sea objeto de escrutinio y la nociones de investigación y responsabilidad tengan sentido. Si no hay novela en México es, entre otras razones, porque el sistema judicial de este país es un chiste. Ningún delito es resuelto y el ruido de los medios es parte del barullo que impide develar el secreto. Apenas pasa algo, ya sabemos, pronto también todo será distraído. Pasaremos a otro comercial, a otro partido de fútbol, a otra noticia u otra comedia, y nada, nunca, será resuelto, hasta que se asegure que en ningún nivel sea ya posible relatar lo sucedido.

Doy clases y he descubierto que los estudiantes definen la “historia” como la tergiversación del pasado. ¿No le parece increíblemente significativo? Automáticamente se define a la “historia” como “una serie de hechos que han sido manipulados” o cómo la imposibilidad misma de saber qué ocurrió realmente. Lo invito a que haga la prueba. Esto es lo que piensan las últimas generaciones cuando se les interroga qué significa lo histórico. Esa respuesta cada vez que la escucho, lo confieso, me deja frío. Esa respuesta, creo, lo dice todo, es decir, esa respuesta dice que aquí no ha sido dicho nada.

El PRI mental consiste justamente en dar por “entendido” todo. Y callar “lo que todos sabemos”. En ese régimen, por ejemplo, los funcionarios públicos fungen primordialmente como apagafuegos de posibles oposiciones al régimen.

Walter Benjamin hablaba de cómo el hombre europeo había regresado de la guerra mundial imposibilitado a narrar, es decir, volver lenguaje su experiencia. Como psicoterapeuta, por ejemplo, le diré que cuando un individuo ha caído presa del miedo se diluye su capacidad de narrar. Un hombre que cae presa del miedo —debido al castigo— se vuelve un ser minuciosamente adicto a la información proveída por otros y, a la vez, su ser murmura que hay algo que no puede ser narrado, algo que está y no está en todas partes, algo evidente que se ha vuelto invisible. El temor ya no puede contar.

Pero los que tienen miedo, si no saben bien lo que ocurre o no pueden relatarlo, al menos ven su propio miedo. En cambio, hay otros que ni siquiera pueden (desean) ver su temor y lo encubren. Muchos, por ejemplo, visten al miedo de humor, así lo anestesian, así lo inoculan. La ironía, sin embargo, tampoco puede narrar la enteridad de la nueva experiencia. La ironía habla el lenguaje de la vieja estructura, aquella de la que se burla. Logra insinuar lo falso de lo que dice. Sin embargo, literalmente continúa diciéndolo. La ironía todavía es presa. No puede, pues, renovar completamente a la narración humana, más allá de toda forma de miedo. La ironía se detiene en el momento justo en que comenzaría el castigo. La ironía obedece al pie de la letra.

La novela, en sí misma, siempre ha sido un riesgoso vaivén entre el nihilismo y el ascenso. Apestada históricamente de ironía, la novela sólo necesita un leve empujón para sucumbir enteramente a ella. No es casual que escritores que han padecido regímenes totalitarios —como Milan Kundera— identifiquen totalmente —de modo erróneo— a la novela con la ironía y pocas décadas después esta sinonimia —producto del desencanto histórico— conduzca a la narración entera a la quiebra.

En México fue la dictadura invisible del PRI la que fue socavando la facultad narrativa de la experiencia al hacer que se esparciera el miedo a confrontar la realidad.

Si no destruimos al PRI no podemos narrar. Destruir también la manera en que el PRI se volvió espiritual: nuestra literatura más elegante. Y es que el PRI —como lo hizo el American Dream, para los estadounidenses— impidió decir lo que verdaderamente ocurrió durante mucho tiempo.

En México todos sabíamos qué estaba pasando (la guerra sucia, los fraudes electorales, las torturas, la violación, el saqueo de la nación, la corrupción cotidiana, las mentiras de Zabludowsky y Televisa, la entrega a Estados Unidos, las mentiras de los libros de texto, etcétera) y, sin embargo, no podíamos hablar abiertamente de ello, no lo veíamos en ningún lado (ni impreso ni en la televisión ni en los libros ni en las bocas públicas) y, ¡lo que es peor!, no estábamos seguros —no sabíamos si era cierto o una paranoia nuestra— de qué nos pasaría si contábamos lo que vivíamos. En los setenta ye era obvio que la narración sería otro más de los desaparecidos; en los ochenta, la “Crisis” no sólo era económica sino expresiva —¿por qué no podemos decir lo que está pasando?— y en los noventa todo lo vivido se volvió un eufemismo (1994 fue orwelliano). Después de décadas de esa experiencia, la narración fue mermándose a todos los niveles, incluso la narración impresa y con ella la narración literaria.

No fue ningún problema “literario” lo que hizo que la narración en México cayera en un serio proceso de deterioro, de impedimento, de total extravío. Fue nuestra experiencia histórica, y fueron siete décadas de su reiteración diaria y, en realidad, más de siete décadas, ya que esta prohibición implícita de narrar lo que sucedía venía ya de tiempo atrás, pues en ese sentido el régimen Revolucionario Institucional prolongó al Porfiriato y a la colonia española e incluso la opresión prehispánica.

“¿Qué pasó?” ha sido siempre nuestro mayor enigma.

Dejaremos a los especialistas de cada área —los registros de narración pública, desde los testimonios orales hasta el periodismo y la Historia— que elaboren esta tesis, pero para nosotros debe quedar claro que la experiencia narrativa mexicana no puede ser comprendida en abstracción de la experiencia histórica y los regímenes gubernamentales que la oprimieron, creándose una atmósfera “indescriptible” en que las atrocidades, los atropellos y las vivencias de muchas capas de la población no sólo no eran motivo de discurso público —no eran aceptadas como sucesos reales o no eran dignas de ser registrados en memoria alguna, eran como si no existieran— sino que al irse deteriorando las estructuras psicosociales de la narración, todo lo que sucedía —que no era admitido, que no era claro, que no era del todo real— no podía inclusive ser auto-narrado. “Esto está ocurriendo” se afianzó durante este largo periodo como un principio que se escapaba de nuestras mentes, bocas y manos.

En México, por ejemplo, durante el régimen de la Revolución Institucionalizada todos creíamos saber qué ocurría —¡el PRI!— pero, a la vez, no sólo no podíamos decirlo —por temor a las represalias que, por otro lugar, no era del todo claro cuáles eran o si sólo eran represalias imaginarias— sino que (además) ¿ocurría? ¿De verdad hubo fraude? ¿Lo estamos imaginando? Una y otra vez fuimos descreyendo de que la realidad siguiese vigente. El PRI estableció una completa con-fusión entre verdad y ficción, entre engaño y relato, entre encubrimiento y confesión. Verdad y tortura se volvieron sinónimos.

Por ende, narrar se convirtió en una pirotecnia para decir y no-decir, para contar y no-contar, para aludir y, a la vez, eludir. Los escritores, en última instancia, eligieron fantasear mayormente mediante el arte de la ingeniosa verbalidad. U ocuparse de otras cosas, evadir esa realidad inenarrable, “experimentar” con lo “literario” para no tener que ocuparse de lo que no podrían ocuparse: la propia realidad mexicana. Esa experiencia que se escapaba de todas las conciencias, labios y redacciones, esa realidad que si se atrapaba se denunciaba como propaganda, retórica, demagogia, cantinflismo, eufemismo callejero, periodismo barato, porque todas esas categorías habían sustituido a la realidad y, por lo tanto, narrar y no-narrar se volvieron equivalentes y, a final de cuentas, qué mamada, qué chingadera, qué jodido, la neta, y la Neta, ya lo sabemos, no dice nada. Es la verdad del Vacío y el vacío de la Verdad.

La Neta —ya lo he explicado en otra parte— fue la careta que asumió esta imposibilidad de decir la verdad, esta imposibilidad de narrar, en la cultura popular, en la voz de los sin-voces, y esa neta, desgraciadamente, asumió el silenciamiento y no se volvió liberación, sino sarcasmo de lupanar, albur entre el Albañil y La Fichera, incapacidad de salir de los paradigmas de la narración machista y la despolitización humorizada. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

En lo que tocó a la cultura alta, la imposibilidad de narrar se volvió lejanía misma de la vida. Novelas atrapadas en su propio aparato retórico. Personajes que no eran más que auto-inundaciones de lenguaje literario. Podría dar ejemplos concretos, Sr. Fuentes, explicando cómo sus novelas y otras muchas novelas mexicanas registraron literariamente esta experiencia. Pero, francamente, no quiero ya seguir el juego. Quiero hablar de asuntos más importantes. Quiero que al final de esta carta escrita para nadie —porque como sabrá, al dirigirla retóricamente a “Carlos Fuentes” la estoy dirigiendo a todos los Carlos Fuentes mentales— quede claro que hay algo más importante que la “crítica literaria”, la crítica que se estableció en México a raíz de la Revolución Institucionalizada, pues la clave es que captemos que existe algo más allá del miedo y sus instituciones, una revolución interrumpida —y no me refiero solamente a la revolución política interrumpida en México— sino a una revolución total, una guerra sagrada, una lucha que no va a dar una generación contra otra, sino que será contra todas las generaciones contemporáneas, pretéritas y futuras inmediatas. Toda esa plaga educada simultáneamente por el Partido Revolucionario Institucional y el Partido Republicano de Reagan, y luego por el PAN, el PRD, Televisa, TV Azteca, MTV, NBC, CNN, Juan Pablo II, Bush y los Estados Unidos del Internet. Todas esas formas de huir de la vida. Todos esos refugios del pavor y la mentira.

Espero, pues, que le agrade el dossier que Tierra Adentro le está preparando. Estoy seguro de que cuando lo tenga en la mano y lo hojee, antes de colocarlo en el desván de los elogios archivados, se detendrá a pensar —sabemos que es una persona sumamente inteligente— y quizá se preguntará qué fue lo que hizo para fomentar no sólo escritura estilizada —todos nosotros se lo agradecemos profundamente— sino también para fomentar tanto sometimiento hacia su persona, hasta el grado de que funcionarios públicos dominados por el miedo disfrazado de precaución excesiva, falta de ética y censura a la libertad de expresión, impiden que la crítica llegue a las instituciones y promueva que la crítica sea igual al servilismo, a la votación de gustos o al solapamiento, a una prosa pública en que la única diferencia que se pueda expresar con usted sean diferencias “literarias”.

Antes de terminar esta carta y despedirnos para siempre, me gustaría recordarle que un verdadero señor no se rodea de lacayos. Si es preciso, un señor verdadero se queda solo antes que verse obligado a los besamanos y los enanos. No lo olvide, Sr. Fuentes, el señor lo es únicamente porque lo hace todo, no requiere esclavos, así que le recomiendo que antes de morir desenvaine su espada y aniquile a todos sus criados.

Y si alguien se siente aludido u ofendido es porque su conciencia se ha vuelto ofensiva contra sí misma y no se ha dado cuenta de que sólo hay un esclavo: el esclavo de sus propios pavores. Cuando no sabemos esto, entonces tememos la reacción de aparentes amos externos y cuando alguien habla de enanos creemos que se refieren a nosotros. Siento, sin embargo, recordarles que los enanos son el patético cortejo de todos nuestros temores. No me dan miedo los censores. Me dan pena. Tienen miedo. Se imaginan a sí mismos como niños. Para ellos no ha pasado la Conquista. Siguen Agachados.

Suerte en esta vida y la otra, suerte en todas las vidas que a todos nos esperan. ®

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