domingo, 10 de octubre de 2010

Un novelista total/ 1

10/OCTUBRE/2010
Milenio
José de la Colina

En la casa familiar de Lima el pequeño Mario Vargas Llosa (Arequipa, 28 de marzo de 1936), creyéndose huérfano de padre y refugiándose en la escritura como en un juego, comenzó a escribir estimulado por los héroes que quizá como compensatorias figuras paternas vivían en novelas, folletines y revistas de historietas o cualquier otro modo de buena o mala literatura impresa: el capitán Nemo, D’Artagnan y los tres mosqueteros, Tom Sawyer y Huckleberry Finn, el aviador Bill Barnes y el semicibernético Doc Savage, Tarzán el hombre-mono, Mandrake el Mago, y…

Cuando el padre, el señor Vargas, apareció “en carne y hueso”, resultó ser un hombre pragmático que despreciaba la temprana vocación del hijo por considerarla poco seria, improductiva y propicia a la bohemia y el afeminamiento. Pero Mario seguía escribiendo, y no sólo por disfrutar de la temprana vocación, sino además por una íntima rebelión contra la autoridad paterna.

A los catorce años Mario, inscrito por el padre como interno del colegio militarizado Leoncio Prado, “para que te disciplines como todo un hombre”, soportó el uniforme y la disciplina del plantel leyendo febrilmente de todo durante los pesados ocios sabatinos y dominicales y entrenándose como escritor cachorro aunque ya casi profesional, pues a cambio de cigarrillos o de unas monedas (los “soles” peruanos) les redactaba a los compañeros espirituales cartas a las novias o les alquilaba cuentecillos que promovían el nocturno y furtivo placer solitario. (Y susurremos entre paréntesis: en 1952, ¡a los dieciséis años!, estrenaba en un teatro de Piura una obra dramática, La venganza del Inca, de la que nada se sabe, acaso porque él ya nada quiere saber.)

Mediados los años cincuenta, en los que finalizó la dictadura de Odría y se inició el gobierno civil de Manuel Prado, el joven Mario (“Varguitas” para parientes y amigos), escribía a salto de mata mientras cursaba estudios universitarios, practicaba el pluriempleo en el periodismo, la radio, etc., pasaba por el comunismo, planeaba la revolución en más de una tertulia limeña, se casaba, enojando a las dos parentelas, con su tía política Julia, diez años mayor que él, se separaba por un tiempo de ésta para que se calmaran las aguas en las respectivas familias, leía a Malraux, a Dos Passos, a Hemingway, a Faulkner, se embriagaba de existencialismo, o más bien de l’existencialisme, mediante la asimilativa lectura de Sartre y Camus, y pensaba, quizá lo había pensado desde chavito, que sería escritor o moriría en el intento. En 1958 ganó un concurso de cuentos cuyo premio eran quince días en París, la ciudad más literaria del mundo y de los tiempos, la ciudad Luz, la del Río más culto de todos, el Sena, ¿qué otro?, cuyas aguas, según Apollinaire dijo, fluyen entre orillas de libros: los de los puestos de los bouquinistes (a quienes en México, ¿y también en Lima?, se les llama libreros de viejo). En ese generoso año 1958 obtuvo la beca Javier Prado (ciento diez dólares mensuales) para ganarse un doctorado en la Universidad Complutense de Madrid y obtuvo otro premio por su libro de cuentos Los jefes, recientemente publicado. Así comenzaría su placentero autoexilio a través de estadías europeas. “Pero, acaso más que por todos esos parabienes, recuerdo mi año madrileño de entonces por la decisión —tomada en alguna de esas tardes que pasaba en la helada Biblioteca Nacional de La Castellana leyendo novelas de caballerías o en una tasca de Menéndez y Pelayo vecina a mi pensión, El Jute, escribiendo La ciudad y los perros— de tratar de ser en la vida sólo un escritor. Había llegado al convencimiento de que si no organizaba mi vida de tal manera que pudiera dedicar a escribir lo mejor de mi tiempo y mi energía, nunca escribiría nada presentable. Con la literatura no se debía hacer un pacto a medias, la literatura era como el amor-pasión: había que entregarse a ella sin cálculo ni tacañería, con la irreflexión y la generosidad desenfrenada con que uno se enamora por primera vez”.

Su primera novela, inicialmente titulada La morada del héroe, luego Los impostores y definitivamente La ciudad y los perros, obtuvo en 1962 el premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral y en 1963 el premio Formentor, con lo que se convertía en uno de los iniciadores de la eclosión de las nuevas letras latinoamericanas, aquello que fue bautizado más bien con la onotomatopeya de una explosión: ¡el boom! Y, eso: una especie de explosión, causó el libro en Lima. Basado en sus experiencias citadinas de joven limeño, en sus recuerdos del colegio militarizado Leoncio Prado y en una trama que muestra la complicidad vejatoria de los cadetes mayores (los destinados a ser primeros cuadros de la vertical sociedad peruana) contra los “perros” (los alumnos de reciente ingreso), el libro le obsequió un escándalo político: los profesores, oficiales y cadetes del plantel precastrense quemaron la obra durante una solemne ceremonia de espadines alzados y entrecruzados. Lo hacían en castigo simbólico al novel novelista que, criticando irreverentemente la tradición y el resplandor de una dizque “cuna de héroes”, cometía algo parecido a una traición a la Patria. Así, la novela “maldita”, casualmente beneficiándose del escándalo, fue un casi secreto best seller en Perú y empezó la conquista de los lectores de habla española.

1 comentario:

García Francés dijo...

Le dejé un comentario en su entrada de Septiembre sobre los narcos y la literatura.

Saludos cordiales, amigo.