sábado, 9 de octubre de 2010

La poción del aforismo

9/Octubre/2010
Suplemento Laberinto
Iván Ríos Gascón

Hay ideas que resplandecen en un párrafo o que asoman en el río revuelto de la conversación. Hay puñados de palabras que sintetizan una historia personal, el caprichoso rumbo de la experiencia o, tal vez, la longitud o brevedad de la certeza, la fe, el escepticismo. Hay frases en cuya dispersión podemos descubrir un temperamento. Sus disquisiciones metaforizan a nuestras obsesiones, omisiones, nuestras búsquedas constantes.

Un aforismo es el epílogo perfecto de la reflexión profunda, aunque a veces surge de lo espontáneo. Puede confundirse con el germen de un relato o con un silogismo, pero lo cierto es que únicamente es el punto de partida de un viaje intelectual ignoto.

Tras su muerte en 1799, el célebre maestro de física de la Universidad de Gotinga, Georg Christoph Lichtenberg, dejó varias libretas tapizadas de fragmentos, sus Aforismos, pues de la novela El príncipe duplicado sólo quedaron borradores. No obstante, aquellos textos que en realidad eran anotaciones incompletas, revelaban la actitud de un pensador que oscilaba entre la solemnidad y el desparpajo, la gravedad y la ligereza para explicar o personalizar ciertos dilemas: “¡Ah, si pudiera abrir canales en mi cabeza para fomentar el comercio entre mis provisiones de pensamiento! Pero yacen ahí, por centenas, sin beneficio recíproco.” Excelente sugerencia para resolver el paupérrimo, insubsistente trueque ilustrado.

Otras perlas lichtenbergianas para aliviar las deficiencias del ego en soledad o en compañía: “Amarse a sí mismo al menos tiene una ventaja: no hay muchos rivales”; “En la actualidad se incluye a las mujeres hermosas entre las virtudes de sus maridos”; “Se podría hacer algo con sus ideas, si se las recopilara un ángel”; “La simpatía es una pésima limosna”; “¿Quién está ahí? Sólo yo. Ah, con eso sobra”.

Como autobiografía, en “El hombre en la ventana”, escribió: “Uno no puede estar tan feliz como cuando tiene la certeza de vivir sólo en este mundo. Mi desgracia estriba en no vivir jamás en este mundo sino en sus posibles desarrollos …”; “He notado claramente que tengo una opinión acostado y otra parado …”; “Daría parte de mi vida con tal de saber cuál era la temperatura promedio en el paraíso”; “He escrito buena cantidad de borradores y pequeñas reflexiones. No esperen el último toque sino los rayos de sol que los despierten.”

Juan Villoro (traductor de Lichtenberg), apunta una interesante observación al medir al aforista desde su perfil académico, su formación de físico: “los aforismos están animados por energía centrípeta; los fragmentos por energía centrífuga”, y esto se acopla muy bien con la advertencia de otro autor de apuntes compulsivos, el francés Georges Perec, para quien “El aforismo es un guijarro. Es inexplicable. Resulta imposible encontrar al hombre en ese fenómeno monolítico. No se inscribe en un tiempo determinado, ignora y se burla del espíritu. Anula el por qué y el cómo. Es un hoyo, mientras la lengua no adopte su partido. El partido del mutismo elocuente. Poción mágica. Sí, expira limpiamente. Da muerte, una muerte dulce, a cualquier idea, a cualquier personalidad. Óptima farsa para nuestro orgullo, para nuestro Yo. Es ¿debo disculparme? como un pedo del cerebro, no esperado, que explota en medio de la más consecuente sociedad, o soledad. El cerebro trabaja como los intestinos. Es un gas del cerebro. Y tal vez olería bien, si pudiera oler a algo”…

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