sábado, 9 de octubre de 2010

El Premio

9/Octubre/2010
Suplemento Laberinto
Armando González Torres

Alrededor de 20 años atrás, el país iba a despertarse eufórico por un logro individual en materia literaria que, sin embargo, casi adquiriría el carácter de hazaña deportiva. Octavio Paz, el controvertido escritor mexicano, ganaba el Premio Nobel de Literatura. Si en esa etapa de tenso reacomodo político, Paz era considerado la bestia negra de la izquierda y un jefe de grupo en la querella cultural (y poco después pulularon murmuraciones respecto al Premio que son perlas del absurdo), en el momento del anuncio el regocijo fue contagioso y numerosos actores políticos, económicos e intelectuales, además del gran público, se sumaron a la ola de celebración. Para Paz, este galardón significaba el punto culminante de su proyección internacional, el reconocimiento a la consistencia de una vocación y, acaso, una revancha contra sus adversarios. Ciertamente, un premio no es, ni más ni menos, que un medio de movilidad e intercambio en el mundo literario y un signo de distinción ante el consumidor masivo. La proliferación de premios responde a la necesidad de intercambios y dotación de valor que requiere el arte para navegar en otros espacios, como el mercado. Pero si los premios, acorde a The Economy of Prestige de James English, sufren una saturación y “no son una celebración, sino una contaminación de los más preciados aspectos del arte”, el Nobel mantiene una casi inmaculada reputación que ayuda en su intento de desterritorializar y desmercantilizar el reconocimiento literario.

Por supuesto, esto es parte del mito y, como en otros premios, los veredictos suelen responder a lógicas e intereses diversos: en el Nobel opera un complejo sistema de evaluación que busca, al mismo tiempo, reconocer la calidad de un autor, reivindicar comunidades, géneros o regiones y fomentar una serie de valores (el mérito humanista, la valentía política, la congruencia liberal, etc.). Estos criterios, a ratos divergentes, han propiciado que los fallos estén plagados de una amplia lista de ruidosas omisiones y deslucidas concesiones que cada quien puede llenar con numerosos ejemplos. Como en el caso de todos los premiados, la elección de Paz respondió a circunstancias que compaginaron con la agenda estética e ideológica de la Academia Sueca; sin embargo, cabría incurrir en un leve chauvinismo y decir que Paz le dio a este galardón más prestigio del que recibió. El Paz consagrado ya no requería del salvoconducto de un premio para universalizar su presencia, en cambio, permitía que la Academia no premiara sólo a un escritor sino a una asombrosa amalgama de perfiles intelectuales: el del literato versátil que había cultivado los distintos géneros y había sintonizado lo clásico y lo experimental; el del sabio de antiguo cuño que desplegaba su curiosidad intelectual invadiendo fructíferamente las parcelas de los especialistas, y el del hombre público que entendía el debate y la reyerta como una fase ineludible de la creación y del compromiso intelectual.

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