domingo, 8 de enero de 2017

Jaime Torres Bodet

8/Enero/2017
La Jornada
Elena Poniatowska

Ahora que se ha recordado tanto a José Vasconcelos y a Jaime Torres Bodet con motivo del fallecimiento de Rafael Tovar y de Teresa, habría que ponderar que además de poeta, miembro de Los Contemporáneos, embajador de México en Francia e intelectual destacado en la Organización de Naciones Unidas fue uno de los grandes secretarios de Educación, si no es que el más grande. Torres Bodet y su mujer, Josefina, se reunían a celebrar el 14 de julio todos los años de su vida, con Salvador Novo (que se pitorreaba de él y decía: Jaime no tiene vida, tiene biografía), el gran cardiólogo Ignacio y Celia Chávez, Eduardo y Laura Villaseñor (quien habría de traducir al inglés Muerte sin fin, de José Gorostiza), Daniel y Emma Cosío Villegas y los médicos Martínez Báez, que también habían obtenido su doctorado en Francia. Todos eran francófilos, degustaban quesos espléndidos y brindaban con vinos franceses. Su francés era impecable, pero nunca tanto como el de Torres Bodet, quien usaba unos verbos que deslumbraban a los mismos franceses que ya nunca los usaban: que nous voulumes, que vous fites, que nous decidames.

En París, cuando Torres Bodet fue embajador, estudiantes universitarios, poetas, artistas, políticos y modelos de Vogue acudían felices a la embajada y asistían a sus conferencias en la Maison d’Amérique Latine. Jacques Prevert trataba de disimular su importancia en una fila de rostros anónimos, pero sin lograrlo; Charles Béistegui se presentaba gustoso a la embajada para posar su ojo azul experto sobre los amplios salones y descubrir súbitas e imprevistas bellezas; Carmen Corcuera de Baron promovía con gran encanto a Christian Dior, el rey de la moda francesa; Carmen Landa de Béistegui y Jacques Béistegui decían que la comida de la embajada era una verdadera delicia; Denise Bourdet, la escritora y la crítica, Germaine de Beaumont, la novelista amiga de Colette, Loli Larriviere, presidenta de la Prensa Latina, el escritor Jules Romains eran habitués de L’Ambassade du Mexique y de la revista Nouvelles du Méxique, así como Edgar Faure y Jacques Rueff, a quienes atendía Miguel de Iturbe, consejero de por vida de la embajada de México.

Un mundo brillante de pensadores giraba en torno a la embajada, atraídos por la figura de su embajador Torres Bodet, quien disertaba con igual maestría de literatura que de educación, de política internacional que de su amistad con José Vasconcelos, del que fue secretario en la Universidad Nacional Autónoma de México cuando Vasconcelos fue rector en 1921. Experto en política exterior mexicana, Torres Bodet resultó ser un notable secretario de Relaciones Exteriores en el sexenio de Miguel Alemán, pero todos lo recuerdan como un extraordinario secretario de Educación Pública durante el sexenio de Manuel Ávila Camacho, cuando 20 millones de mexicanos no pueden estar equivocados. Recuerdo que nos estimuló a todos para que enseñáramos a leer y a escribir por lo menos a una sola persona a nuestro lado y yo me ensañé contra Magdalena Castillo, venida de Zacatlán, Puebla. Tenía yo nueve años y era mucho peor que la señorita Secante. No me dejes tanta tarea, niña, que no me da tiempo de lavar sus calcetines ni sus calzones. La huella que dejó Torres Bodet en la educación del país fue tan honda que volvió a ser secretario de Educación en el sexenio de Adolfo López Mateos. Ya para entonces había escrito muchos libros de poesía como El corazón delirante, Cripta, Fronteras, Margarita de niebla, Fervor, pero se le reconocía mucho más como funcionario público que como poeta. Miembro de El Colegio Nacional, pertenecía a la créme de la créme de México y todos le rendían homenaje. Lo entrevisté en algunas ocasiones, pero la última fue cuando publicó su poema Civilización y empezó a perder la vista, cosa que lo deprimió bárbaramente.

Además del estupor que causó el suicidio de Jaime Torres Bodet, que se disparó un balazo en la sien sentado en su escritorio, recuerdo que Carito Amor de Fournier, consternada me dijo en tono de reproche: No le dejó ni un recado siquiera a Josefina.

Josefina, su esposa, era una gordita callada y buena gente que se iba de lado cada vez que se ponía de pie. Parecía querer borrarse y eso que fue esposa del mejor secretario de Educación que ha tenido nuestro país, embajador de México en París, figura de proa ante la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (su marido ha sido el único mexicano presidente de la Unesco) y ocupó (como compañera de Torres Bodet) los puestos más importantes imaginables dentro de la política y la diplomacia. Cuentan que, en su desesperación, Jaime Torres Bodet intentó una carta a sus amigos o a México o a la posteridad o a la historia y como no le salió dejó regados en torno a su escritorio alrededor de 10 o 20 bolitas de papel arrugado. Carito Amor de Fournier comentó que Josefina le explicó: Jaime estaba acostumbrado a dar órdenes y como no tenía a quien mandar salvo a mí, su existencia perdió todo sentido.

Conmueve don Jaime Torres Bodet. Conmueve su entereza, su compromiso, su inconmensurable capacidad de trabajo, su espiritualidad, su señorío, su rigor. Conmueve su inteligencia que nos va rayando el alma como el diamante raya a las piedras menos nobles.

En París, entre otros don Jaime conoció al sacerdote filósofo y paleontólogo jesuita Pierre Teilhard de Chardin, que en su época causó sensación. Recuerdo la devoción que Ramón Xirau sentía por él y por eso Torres Bodet me contó de su trato con él:

–Cierta mañana me visitó en la Unesco. Creía en el hombre y creía en la religión. A lo largo de pacientes pesquisas, había descubierto el camino para conciliar –en su inteligencia– el evolucionismo y la fe. Proclamaba a la vez su devoción a la ciencia y a Jesucristo. Vivía en peligro de que la jerarquía católica reprobase, en cualquier momento, su actividad. No pedía, ante el riesgo, ninguna ayuda. Trataba sólo de que su verdad alumbrase el sendero de los escépticos y de los ignorantes. Cuando releo ciertos volúmenes suyos, evoco su imagen de hombre predestinado a la vida heroica del pensamiento. Y me conforta la reflexión de que, en la tragedia de nuestro tiempo, no todo fue solamente violencia y ruido.

(Recuerdo que don Jaime calla. Afuera lo esperaba su chofer para llevarlo a la Academia Mexicana de la Lengua. Me despedí. Atravesamos el jardín con una fuente blanca. La casa tan pulcra, como don Jaime mismo, también nos despidió. Recuerdo que la última vez que lo vi fue en el entierro del embajador Rafael Fuentes, quien solía decir entre risueño, triste y orgulloso: Alguna vez fui Rafael Fuentes, pero ahora soy el papá de Carlos Fuentes... Ese día, don Jaime permaneció mucho tiempo en el panteón bajo un sol que caía a plomo y él, solícito y dolido, no dejó un solo momento de participar en la ceremonia. Sin duda alguna, fue ésta una de las cualidades fundamentales de don Jaime Torres Bodet: participar con señorío e inteligencia en lo que él llama la tragedia de nuestro tiempo.)



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