sábado, 21 de enero de 2017

Inventario: la suma de una vida

21/Enero/2017
Laberinto
Laura Emilia Pacheco

Lentamente, sin que nadie lo advirtiera, los estantes y sus volúmenes —en apariencia domesticados— que iniciaron su vida en nuestra casa como pequeños edificios de trazo limpio y aspecto funcional, un día, de pronto, ya conformaban un complejo sistema geológico apto solo para el explorador más avezado. El hogar donde mis padres han vivido desde 1964, edificado en 1938 bajo el estilo inconfundible del arquitecto Tommasi, soportó y aún soporta con heroísmo el peso de una labor para la que claramente no fue diseñado.

Si la casa tenía tres recámaras, sala y comedor, a los pocos años éste ya había cedido su espacio a más metros de biblioteca, lo que oscureció un poco la estancia. Durante años se pudo circular con amplitud por los corredores hasta que llegó el momento en que mi hermana y yo nos dimos cuenta de que era necesario hacerlo pegadas a la pared: los libros se volvieron indomables. Formaron glaciares y cavaron cauces; formaron ríos y sistemas como circunvoluciones de un cerebro. Hoy, son contados los remansos que no han cedido su lugar a los libros, entre ellos el patio que mi madre ha convertido en un pequeño Amazonas, así como algunos nichos privilegiados donde los cuadros luchan con fiereza para conservar su espacio.

Los libros no se reproducen solos, pero la curiosidad sí y, en algunas personas, como mi padre, lo hace de manera exponencial. No es un secreto que vivir de la escritura no es fácil: es un trabajo de dos o tres tiempos completos y, en su caso, de muchas vidas: poeta, narrador, ensayista, traductor, editor, maestro, lector empedernido. Sintió siempre una pasión indómita por la lectura y la escritura; por la vida, el mundo y cuanto hay en él, al grado de que me resulta imposible el intento siquiera de esbozar esa vehemencia en toda su complejidad.

Su biblioteca es un fiel retrato de lo que le interesaba: literatura, poesía, historia —claro—, pero lo cierto es que invariablemente encontraba algo en todo… y le encantaba la música. Las cosas habrían sido más o menos manejables a no ser por el gran desbordamiento, no solo de la biblioteca sino de nuestras vidas, causado por ese alud que se llama “Inventario”.

Uno no nace sabiendo si sus padres hacen mal o bien el trabajo al que se dedican, lo va descubriendo poco a poco, a veces por las buenas y otras por vía del knock out. Imposible nacer sabiendo que “Inventario” es un título de Juan José Arreola, uno de los grandes maestros de mi padre. Imposible nacer sabiendo que antes de ser “Inventario”, la columna que durante tantos años apareció en la revista Proceso tuvo otros hermanos con otros nombres en otras publicaciones. Imposible nacer sabiendo… Pero uno aprende.

Ignoro cómo calificar “Inventario”: ¿artículo, ensayo, tratado, reader? Sé que algunos de ellos tienen la riqueza de un auténtico libro-miniatura, tan concentrada es la información y tan variadas son las vertientes que los nutren. Buena parte se escribió en una época hoy inconcebible sin Apple, Internet, Google, Amazon, celular. Sin embargo, a gran costo y mayor esfuerzo para él que no se llevaba bien con la tecnología, “Inventario” se adaptó a todo esto y más, y continuó —casi de manera ininterrumpida— hasta el día de su muerte, el 26 de enero de 2014, apenas unas horas después de entregar su última colaboración.

Durante su existencia “Inventario” se convirtió en parte fundamental de la familia, un miembro que dictaba el ritmo de nuestras vidas. Más de una vez reconocí en sus páginas fragmentos de conversaciones sostenidas con él en alguna sobremesa, días o años atrás, o ecos de algún comentario en apariencia fugaz que se había quedado rondando en su mente hasta tener las piezas de un rompecabezas que pudiera compartir con el lector.

Para escribir no necesitaba pompa y circunstancia, papel de lino, pluma con punta de oro. Escribió algunos de sus mejores poemas en una servilleta, en el reverso de un sobre usado, en el interior de una cajetilla de cigarros, en un pase de abordar. Al fin fumador empedernido, su ropa y su cama muchas veces tenían quemaduras de cigarro. No así sus libros, a los que protegía como a ninguna otra cosa y a los que trataba con enorme delicadeza: jamás los subrayaba. Para marcar una página de su interés usaba un papelito, o lo que tuviera a mano, siempre y cuando no deformara el libro.

Hoy que ya no está, en casa esas señales nos salen al encuentro por todas partes. En el momento menos esperado, uno se topa con un libro donde hay alguna marca. Casi siempre lo que está escrito ahí nos da respuesta o alivio, hace más llevadera su ausencia. Cada uno de los “Inventarios” tomó muchos años (toda una vida, me atrevería a decir) de lecturas, estudio, reflexión. Algunos, la mayoría, los escribía de una tirada bajo una presión que solo puedo calificar de inexorable. Sus párrafos se nutrieron de innumerables lecturas, viajes, conversaciones, recuerdos, polémicas, vivencias, pero sobre todo, de su total y absoluto amor por las letras.

La existencia de “Inventario” sería impensable sin conocer algunos rasgos de su biografía. Al igual que él, todos somos resultado de fuerzas incomprensibles que se encuentran, chocan, se destruyen y reacomodan; de triunfos y tragedias; de contradicciones y caminos que nadie podría adivinar. Indispensable para él como poeta y narrador fue la enorme habilidad musical de su padre (tocaba todos los instrumentos), del que heredó, además, un profundo sentido del honor. La cadencia de los relatos que, desde los primeros meses de vida, le narraba su abuela fueron determinantes en su vocación. La amorosa presencia de Carmen, su madre; el apoyo incondicional que le dimos en casa. A esto hay que añadir un rasgo fundamental de su personalidad: una timidez que se vio obligado a superar con mucho esfuerzo. Para él lo más importante no era el autor sino la obra. Constante estudioso de los clásicos, mi padre sabía bien que la vida se esfuma, las horas no esperan a nadie, todo se acaba: “Me voy como llegué, no perdí el tiempo”.

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