sábado, 14 de enero de 2017

Herencia e influencia de Pedro Henríquez Ureña1

14/Enero/2017
El Cultural
Adolfo Castañon

I

Algunos años después de muerto, Pedro Henríquez Ureña aparece en un sueño registrado por Jorge Luis Borges en El hacedor. Se trata del texto “Ragnarok”. El tema del sueño es el regreso de los dioses que estaban en el destierro. El texto es más bien inquietante: “Todo empezó por la sospecha (tal vez exagerada) de que los Dioses no sabían hablar.” Sus expresiones eran más bien animales: uno de ellos “prorrumpió en un cloqueo victorioso, increíblemente agrio, con algo de gárgara y de silbido”. Su físico descuidado denotaba “la degeneración de la estirpe olímpica”. Borges y Pedro se dan cuenta de que esos seres “acabarían por destruirnos. Sacamos los pesados revólveres (de pronto hubo revólveres en el sueño) y alegremente dimos muerte a los dioses”.2 El desaliño de su vestido los identificaba con los habitantes de “los lupanares”, los pelados, la gente lumpen de los arrabales. Se puede pensar, sin demasiada malicia, que esos dioses que regresaban se parecían a la carne de cañón del peronismo que tanto odiaba y temía Borges. Esos dioses que regresan no son sino lo que Ortega y Gasset había llamado años antes en La rebelión de las masas, siguiendo una expresión del político alemán Walther Rathenau, “los invasores verticales”. En México se les llamaba “pelados”. Un problema que no se plantea Borges en este hermoso e intenso texto es que en un país como México y quizá en Santo Domingo, de donde era oriundo Pedro, los “dioses en el destierro” no son sólo los griegos o los nórdicos evocados por Heinrich Heine en su memorable fantasía. Son también y sobre todo los aborígenes, los dioses nahuas, mayas, otomíes, mixtecos y que de hecho sobreviven apenas insepultos y a flor de piel en los pechos nada privilegiados de los criados, los campesinos, los trabajadores humildes. Esos dioses en el destierro que son capaces de regresar son, de hecho, el núcleo macizo y ardiente con el cual está construida en parte tanto la ensayística de Pedro Henríquez Ureña como esos textos-esfinge que son la “Fundación mitológica de Buenos Aires” de Jorge Luis Borges y El laberinto de la soledad de Octavio Paz. Para Paz como para Henríquez Ureña la realidad a medias abolida y a medias insepulta de las culturas indígenas de México resulta decisiva para poder comprender la forma en que se desarrolla la cultura mexicana moderna.
Para Borges, en el texto donde convive con Pedro Henríquez Ureña, hay otro aspecto importante, el de la liberación saludable de una herencia coja y degenerada. En ese texto cabe leer una suerte de pronóstico emancipador de la cultura hispanoamericana, fuera y más allá del aciago crepúsculo de los dioses que representa la cultura de una Europa en visible decadencia, más allá también de los dioses celosos de la cultura inca interrogados por Mario Vargas Llosa en el libro titulado La utopía arcaica.

II

Lo importante de una red no son las cuerdas o hilos que la tejen, ni los agujeros que dibuja, sino precisamente el dibujo. Pedro Henríquez Ureña es el nombre de un maestro de geometrías intelectuales, el de un arquitecto de vastas construcciones editoriales. Su obra no sólo se encuentra fuera de nosotros, en los estantes de las bibliotecas; en cierto sentido, su aliento es el espíritu que pronuncia las palabras que decimos. Pertenece a una escogida familia de arquitectos y arqueólogos en quienes se hace atlas y museo, mundo y visión del mundo, atmósfera y termómetro, la cultura y el saber americanos.
Pedro Henríquez Ureña no es el autor de una obra en un sentido convencional. Es el autor de una literatura y el promotor de una sintaxis generalizada que atraviesa distintos campos de estudio e investigación y que se ajusta a diversos enfoques y ángulos. Su biografía intelectual es múltiple, compleja, versátil y está vertebrada por un férreo sentido ético, político y, en el sentido más riguroso, crítico. Pasa de la crónica periodística, es decir del observatorio curioso, a los estudios más diversos de la cultura —desde la música hasta la arquitectura, pasando por la lingüística y la filosofía, la crítica musical, la filología, la teoría de la versificación, la historia de la crítica, la biografía y la planeación y realización editorial. Autor, editor, observador, maestro, don Pedro es un sembrador y un jardinero de varios jardines. Esa refrescante versatilidad ilumina su obra con un movimiento a la par sereno e inquietante, crítico erizado de llamadas al despertar y al Renacimiento. Henríquez Ureña estudió tanto las formas del espíritu renacentista que él mismo se fue transfigurando en su interior en un hombre que encarnaba en su vida y acción ese movimiento del espíritu y de la crítica en que se fundan los tiempos modernos. Por lo pronto, su familiaridad con la cultura española medieval lo llevó a contradecir de forma contundente la conjetura pregonada con altavoces por pensadores como José Ortega y Gasset en el sentido de que España no había conocido ese movimiento intelectual que se conviene en llamar Renacimiento. No tiene otro sentido su estudio sobre Hernán Pérez de Oliva. La vocación renacentista de Pedro Henríquez Ureña recuerda aquella insinuación de Rubén Darío y de Paul Claudel, según la cual no se puede preñar una musa sin dejar encintas a las demás. Pedro Henríquez Ureña parece destinado a renovarlo todo con silenciosa y documentada eficacia. Es un innovador de largo alcance, acción ubicua y de largo aliento desde la puntualidad misma de sus discusiones.
Uno de los ejes de esa renovación es la acción editorial. Un ejercicio de lectura práctica que siembra y cimbra, planta y edifica, Henríquez Ureña es la eminencia gris que está detrás de una editorial hispanoamericana moderna como la Editorial Losada y su colección de clásicos universales, uno de los consejeros y tutores que acompañaron a Victoria Ocampo en la editorial Sur y uno de los guías que, a través de Daniel Cosío Villegas, Alfonso Reyes y Arnaldo Orfila, modelaron el catálogo del Fondo de Cultura Económica y, en particular, sus colecciones Tierra Firme y Biblioteca Americana.

III

Desde temprana edad, Pedro Henríquez Ureña tuvo conciencia de su vocación y condición de maestro. De las dificultades y desafíos de la enseñanza, de los riesgos y retos de la transmisión de conocimiento, de la complejidad de los contenidos y técnicas. También, desde luego, de ese difícil papel de ser el joven maestro entre muchachos y mozos casi de su edad y de las responsabilidades que comporta ser el agente de una materia de uso delicado como puede ser la crítica. Todo esto no impidió que acometiera con ahínco la enseñanza de la literatura afinando su método histórico-crítico de las tablas cronológicas de nombres de autores y títulos de obras que era y es un procedimiento más que apropiado para comprender desde dentro, es decir desde el pensamiento y la creación, el proceso de la evolución e historia literaria. Luego de su precoz experiencia mexicana en la cual desempeñó un papel tutelar, de pastor y guía de una generación egregia, la del Ateneo de la Juventud, Henríquez Ureña pasó casi una década en Estados Unidos haciendo su tesis de posgrado sobre la versificación irregular en castellano, enseñando literatura y lengua española a jóvenes estudiantes, tratando a profesores, escribiendo artículos de arte, música, danza, literatura, política e ideas, y madurando esa otra vocación, paralela a la del magisterio, que es el oficio y profesión de editor, en la que llegaría a tener una actividad descollante y perdurable.
Este ejercicio de anfitrión activo de la conversación se llega casi a palpar en su escritura de cartas y, en particular, en las dirigidas a su amigo Alfonso Reyes. Como consta por diversos signos manifiestos en esa correspondencia, Pedro Henríquez Ureña era ante todo un gran conversador y tuvo conciencia de que el desarrollo de la enseñanza básica, media y superior estaba indisociablemente ligado, al menos en los países de habla hispana, a la acción y ejercicio editorial. De esta suerte, junto a su hoja de vida como autor de un archipiélago crítico e histórico que se decanta en la crítica histórica y en la filología, es preciso considerar su itinerario activo como animador de la conversación y de la sintaxis editorial, como hombre-puente, como hacedor, como empresario, productor, editor, traductor, creador de atmósferas, fundador de editoriales como Losada, consejero de revistas como Sur, etcétera. Si no se considera este sólido aspecto de su vida y acción, quizá no se pueda hacer justicia ni captar en toda su dimensión la envergadura de su obra como escritor, historiador, investigador, maestro. Desde esa perspectiva, su lugar como hacedor crítico de la universidad y de su transformación estrictamente académica no sabría ser calibrado en su justa dimensión. No sólo fue uno de los fundadores de la Editorial Losada, animó sus colecciones clave, la Biblioteca Clásica y Contemporánea, atendió y diseñó las colecciones del Centro de Estudios Lingüísticos de La Plata, colaboró en la traza de la política editorial del FCE a través de su discípulo y amigo Arnaldo Orfila, editó antologías —como la de la literatura argentina con Jorge Luis Borges—, estuvo cerca de Victoria Ocampo en el consejo editorial de Sur y fue una de las figuras clave de la actividad editorial en Hispanoamérica. Su muerte fue lamentada en México y Buenos Aires, en Londres, París y Madrid, Estados Unidos y desde luego en Santo Domingo.
Esta vocación editorial venía desde la infancia. Su hermana Camila evoca así cómo, desde sus primeros años, Pedro Henríquez Ureña se preocupaba por hacer circular una revista y armar colecciones de textos que podrían considerarse como una semilla de las futuras bibliotecas que dejaría sembradas en el continente americano:
Les voy a decir los nombres de esas revistas, como los registra Max. Dice: “Pedro y yo no nos conformábamos con ser noveles hacedores de colecciones de versos”. Una de las primeras actividades fue hacer antologías, antologías dominicanas, donde incluían cuanta poesía veían que se publicaba; las ojeaban, las cortaban y las pegaban en un libro. No contentos con tomar de los periódicos, “quisimos tener periódicos propios”, dice Max. “Yo lancé a la circulación en el hogar una hojita manuscrita semanal, con pésima letra y alguna que otra falta de ortografía”. Le puso por nombre La Tarde; naturalmente, se editaba un solo ejemplar que circulaba por la casa de mano en mano. Alguien le hizo observar que el nombre elegido era más propio de un diario que saliera todas las tardes y éste era semanal; entonces cambió el título por el de Faro Literario. Pedro echó a circulación otra hojita también hebdomadaria que bautizó La Patria, y en ella aparecieron reproducciones de obras de nuestros poetas, con comentarios suyos que acaso fueron la primera manifestación de sus futuras dotes de crítico y ensayista. De modo que siempre fueron, espontáneamente, periodistas. Max no dejó nunca la actividad de fundar y dirigir periódicos durante su vida y Pedro escribió en periódicos siempre.3

IV

La publicación en catorce volúmenes de la obra completa de Pedro Henríquez Ureña —alrededor de 7 mil páginas— por el estudioso dominicano Miguel D. Mena para el Ministerio de Cultura de Santo Domingo en 20154 es un acontecimiento de insoslayable envergadura y resonancia a nivel continental y en el plano íntegro de la cultura de las Américas. No cabría agotar en un espacio reducido el continente organizado en forma cronológica de este caudal de libros, ensayos, artículos, monografías, reseñas, crónicas, discursos, noticias, diagnósticos y testimonios, compulsados por el erudito compilador.
Destaco un detalle que aparece con cierta constancia en las presentaciones que acompañan los tomos y que al sesgo esbozan una biografía editorial, si no es que intelectual de Pedro Henríquez Ureña. Es el tránsito de la obra y la escritura de Pedro Henríquez Ureña entre la cátedra y el periodismo, entre el laboratorio aislado del lingüista y el foro animado del conferenciante peregrino que sabe cautivar a un público. A ese tránsito debe añadirse otro elemento más. Aparece desde luego registrado en los volúmenes. Ese elemento es la vocación, el sentido y el instinto editorial que lleva a este observador, a este hombre-abanico, enciclopedista y versátil lector y espectador a animar y participar en forma por demás activa en la organización y fundación de proyectos editoriales, ya no solamente como traductor sino como editor y aun como empresario y consejero. Se sabe además que su conversación y ascendiente socrático se tradujeron en antologías como la que realizó con Borges de la literatura argentina y en la concepción de proyectos editoriales como la Biblioteca
Americana del FCE dedicada a su memoria. La idea de una biblioteca americana recorre de hecho la vida y afanes de Pedro Henríquez Ureña desde sus años de juventud.
Su correspondencia aparece como una cordillera de noticias cruzadas entre amigos y lectores con una idea fija como una estrella en el horizonte: dar paisaje, voz y actualidad a la vida espiritual de América, según se desprende del libro monumental Treinta intelectuales dominicanos escriben a Pedro Henríquez Ureña, editado por Bernardo Vega.5

V

Pedro Henríquez Ureña sorteó a lo largo de su vida numerosas dificultades, pero esto no le impidió seguir verticalmente el camino que le trazaba su vocación de guía. Conoció desde dentro la parsimonia y estrechez de la vida colegial universitaria y académica. Ese conocimiento lo hizo abrir los ojos sobre la necesidad de su renovación. Una renovación en primer lugar intelectual, si bien a la larga sería y es inevitablemente política y civil. Esa renovación nace de una concepción orgánica de la cultura, es decir, de una idea de los comunicantes que existen entre las manifestaciones de ésta y la historia. Se trata de una idea y de una visión de la cultura donde los hechos del vivir cotidiano del pobre, el campesino, el obrero, el empleado y el indígena tanto como el emigrado no sabrían estar divorciados de la comprensión de manifestaciones como la arquitectura, la pintura, el teatro, las letras, la música, la literatura, la poesía, la lengua y desde luego la lingüística y la filología. Otra manera de dar cuenta de la vocación versátil y plástica de Pedro Henríquez Ureña es hacer énfasis en el movimiento armónico de su curiosidad interdisciplinaria que vislumbraba la interrelación de cada una de las partes del todo con el todo y la intuición de que en la arquitectura o en la pintura se podrían encontrar datos o noticias para la comprensión e inteligencia de las fibras más íntimas de una cultura y de su civilidad.
No es fortuito que uno de sus amigos y yo diría uno de sus hermanos de gusto —pues para acercarse a un maestro hay que buscarle pares— haya sido el escritor, pintor, historiador y museógrafo José Moreno Villa. Hay entre ambas figuras no pocas simetrías, aires de familia intelectual y espiritual, comuniones de nobleza y severidad aristocrática del gusto y del juicio. Ambos fueron amigos de las artes y de las ciencias de la novedad y de la tradición. Fueron figuras difíciles de clasificar, como lo serían sus amigos Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges y Luis Buñuel.

VI

En el proceso de afirmación y consolidación de las independencias americanas —proceso que por cierto se encuentra todavía abierto y en marcha— es clave la figura del pensador que hace: del Hacedor, para aludir a Jorge Luis Borges, del escritor e investigador metido a organizador de la cultura de la Patria Grande, del crítico resuelto a militar su ciudadanía a través del oficio editorial, versátil por excelencia. En ese horizonte se inscribirían figuras-faro como Daniel Cosío Villegas y Gregorio Weinberg,6 Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña. En las Obras completas del maestro dominicano está reflejada o encerrada solamente en parte la tarea editorial del maestro visionario al que cabría acreditar como uno de los fundadores y diseñadores de la memoria moderna en Hispanoamérica, gracias no sólo a su actividad polifacética de ensayista sino a su actividad como ciudadano actor constituyente del libro en Hispanoamérica.
La biografía editorial de Henríquez Ureña acompaña como una sombra plural su actividad didáctica, literaria, crítica, bibliográfica e historiográfica. Se le ve ya desde principios del pasado siglo en México colaborando con la Antología del centenario; se sabe su ascendiente en las actividades y conferencias de El Ateneo de la Juventud, junto a Alfonso Reyes y Antonio Caso, entre otros; se le advierte junto a Julio Torri y Rafael Loera en la concepción de los esbeltos tomos de la editorial Cultura; se le reconoce como tutor en la sombra de Antonio Castro Leal en la cocina de la antología de las Las cien mejores poesías líricas mexicanas; se le reconoce como fundador de la Escuela de Verano de la Universidad; ya en Argentina, se advierte el imán de su presencia crítica en la revista Valoraciones, dirigida por el noble Alejandro Korn, en las actividades artísticas y conferencias de la Asociación Amigos del Arte, alentadas por Nieves Gonnet de Rinaldini y su esposo Julio Rinaldini; se constata en su juicioso y laborioso ascendiente a lo largo de la historia editorial de la revista Sur, dirigida por Victoria Ocampo; se le ve coeditando con Borges una antología de la literatura argentina.
Esta actividad editorial y crítica culmina en, al menos, tres frentes: la participación cada vez más comprometida en las publicaciones del Instituto de Filología en Buenos Aires en colaboración con Amado Alonso; la colaboración de tiempo completo como editor, diseñador, prologuista, traductor, consejero y accionista de la Editorial Losada y sus dos colecciones principales —la universal y la de clásicos universales— que publicó varios premios Nobel con su sello antes de que los autores fueran premiados; y finalmente, la concepción y diseño de la Biblioteca Americana del FCE, en colaboración con Alfonso Reyes y Daniel Cosío Villegas.
Liliana Weinberg ha dedicado a este tramo en particular de la actividad de Pedro Henríquez Ureña un documentado ensayo en su libro Seis ensayos en busca de Pedro Henríquez Ureña.7 La biografía intelectual y editorial de Pedro Henríquez Ureña merecería ser documentada en forma sistemática, sin embargo, lo que interesa aquí es la pregunta por el hacer del hacedor, de ese hacedor que va sacando como un mago de su sombrero las cosas y los paisajes, extrayéndolas de la nada para sembrarlas en el mundo y hacerlas libro, obra, casa, techo. En ese hacer cabe distinguir dos tiempos; el de la herencia y el de la influencia. Esas dos categorías críticas ocupaban la mente de Pedro Henríquez Ureña hacia 1925 y se encuentran expuestas y reflejadas en al menos dos textos. Uno es una carta dirigida a Alfonso Reyes de octubre de 1925 y el otro es un ensayo escrito en el mismo año y por los mismos meses que pone de relieve esta tensión entre tradición y talento individual. Se trata del texto “Herencia e imitación”:
Pertenecemos al mundo occidental: nuestra civilización es la europea de los conquistadores, modificada desde el principio en el ambiente nuevo pero rectificada a intervalos en sentido europeizante al contacto de Europa. Distingamos, pues, entre imitación y herencia: quien nos reproche el componer dramas de corte escandinavo, o el pintar cuadros cubistas, o el poner techos de Mansard a nuestros edificios, debemos detenerlo cuando se alargue a censurarnos porque escribimos romances o sonetos, o porque en nuestras iglesias haya esculturas de madera pintada, o porque nuestra casa popular sea la casa del Mediterráneo. Tenemos el derecho —herencia no es hurto— a movernos con libertad dentro de la tradición española, y, cuando podamos, a superarla. Todavía más: tenemos derecho a todos los beneficios de la cultura occidental.
¿Dónde, pues, comienza el mal de la imitación?
Cualquier literatura se nutre de influjos extranjeros, de imitaciones y hasta de robos: no por eso será menos original. La falta de carácter, de sabor genuino, no viene de exceso de cultura, como fingen creer los perezosos, ni siquiera de la franca apropiación de tesoros extraños: hombres de originalidad máxima saquean con descaro la labor ajena y la transforman con breves toques de pincel. Pero el caso es grave cuando la transformación no se cumple, cuando la imitación se queda en imitación.
Nuestro pecado, en América, no es la imitación sistemática —que no daña a Catulo ni a Virgilio, a Corneille ni a Molière—, sino la imitación difusa, signo de la literatura de aficionados, de hombres que no padecen ansia de creación; las legiones de pequeños poetas adoptan y repiten indefinidamente en versos incoloros “el estilo de la época”, los lugares comunes del momento.
Pero sepamos precavernos contra la exageración; sepamos distinguir el toque de la obra personal entre las inevitables reminiscencias de obras ajenas. Sólo el torpe hábito de confundir la originalidad con el alarde o la extravagancia nos lleva a negar la significación de Rodó, pretendiendo derivarlo todo de Renán, de Guyau, de Emerson, cuando el sentido de su pensa-miento es a veces contrario al de sus supuestos inspiradores. Rubén Darío leyó mucho a los españoles, a los franceses luego: es fácil buscar sus fuentes, tanto como buscar las de Espronceda, que son más.
Pero sólo “el necio audaz” negaba el acento personal de Espronceda; sólo el necio o el malévolo niega el acento personal del poeta que dijo: “Se juzgó mármol y era carne viva”, y “¿Quién que es no es romántico?”, y “Con el cabello gris me acerco a los rosales del jardín”, y “La pérdida del reino que estaba para mí”, y “Dejad al huracán mover mi corazón”, y “No saber adónde vamos ni de dónde venimos”.
¿Y será la mejor recomendación, cuando nos dirijamos a los franceses, decirles que nuestra literatura se nutre de la suya? ¿Habría despertado Walt Whitman el interés que despertó si se le hubiera presentado como lector de Victor Hugo? No por cierto: buena parte del éxito de Whitman (¡no todo!) se debe a que los franceses del siglo xx no leen al Victor Hugo del periodo profético [...].8
Quisiera cerrar con una anécdota. La cuenta Roy Bartholomew:
Una vez estábamos en su casa. La antología de Lugones, de tanto hojearla, se había quedado sin lomo. Llegó don Pedro con el ejemplar nuevo, y alguien tiró el deslomado al cesto. Don Pedro lo recogió: “No, no”; fue hasta el balcón, lo abrió, y arrancando una a una las hojas, las fue dejando caer: “¿Ves?, las lleva el viento, las recoge un niño y nace un poeta”.9
Esa fe en el azar y en la lectura, en el sentido del hacer y deshacer sitúan a Pedro Henríquez Ureña no sólo como un maestro sino como un maestro del discurso de la acción. Por eso no es fácil separar el grado de su herencia de los grados de su influencia.

NOTAS
  • 1 Palabras para el Premio Internacional Pedro Henríquez Ureña entregado al escritor peruano Mario Vargas Llosa en el marco de la XIX Feria Internacional de Libro Santo Domingo, septiembre de 2016.
  • 2 Jorge Luis Borges, El hacedor, “Ragnarok”, p. 47
  • 3 Camila Henríquez Ureña, Invitación a la lectura (Notas sobre apreciación literaria), Editora Taller, Santo Domingo, 1994, p. 211.
  • 4 Pedro Henríquez Ureña, Obras completas, Miguel D. Mena (comp.), Editora Nacional, Santo Domingo, 2013-15.
  • 5 Treinta intelectuales dominicanos escriben a Pedro Henríquez Ureña, Bernardo Vega (ed.), Academia Dominicana de la Historia, Archivo General de la Nación, Santo Domingo, 2015.
  • 6 Gregorio Weinberg, El libro en la cultura latinoamericana, Juan Pablos Editor, México, 2010.
  • 7 Liliana Weinberg, Seis ensayos en busca de Pedro Henríquez Ureña, Ministerio de Cultura, Santo Domingo, 2015.
  • 8 “Caminos de nuestra historia literaria”, en Obras completas, tomo VII, pp. 166-168.
  • 9 Roy Bartholomew, “Mi recuerdo de Pedro Henríquez Ureña”, Cuadernos americanos, núm. 4, julio-agosto de 1949, México, p. 221.

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