Confabulario
Eduardo Cerdán
“…sé que, con toda la cultura del mundo, no se escribe si no hay magia…”
Guadalupe Dueñas
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Primero fue Mariquita, la bebé que el matrimonio Dueñas de la Madrid preservó en formol dentro de un frasco de chiles, y después llegó Guadalupe. De ascendencia libanesa y española, Pita Dueñas nació en una familia católica más dislocada de lo común. Se sabe que sus padres, evidentemente ajenos a los paganos métodos anticonceptivos, procrearon a quince hijos, de los cuales ocho llegaron a la adultez. El padre, Miguel Dueñas, conoció a Guadalupe de la Madrid cuando ésta tenía catorce años y aquél era un joven y ya casi tonsurado seminarista de visita en Colima. La llevó consigo a Guadalajara y la convenció de entrar a un convento durante medio año para que después se casaran. Fue ése un matrimonio desastroso por la disparidad de personalidades: a ella le gustaba cantar; a él, cazar gatos con un rifle para después comérselos. La excentricidad de los Dueñas marcó de manera permanente a la primogénita, una de las mejores cuentistas mexicanas del siglo XX que nació bajo un cielo tapatío de octubre. El año oficial: 1920; el verdadero: 1907, 1908 ó 1912.
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“¡Que se muera!”, respondía Lupita, de niña, cuando su padre despertaba a la familia con gritos de alabanza a Jesucristo. Sola pasaba sus tardes aquella niñita que a los siete años comenzó sus estudios en el Colegio Teresiano de Morelia. No cursó ninguna licenciatura, pero tomó las clases que quiso en la UNAM. De adolescente le enseñaba sus cuadernos de memorias a su tío Alfonso Méndez Plancarte, quien prácticamente le ordenó que no publicara nunca un verso y se dedicara a la prosa, que ya “bastante poética” le salía. Gracias a él se editó después la modesta plaquette que reunió algunos de sus primeros relatos: Las ratas y otros cuentos (1954). Una vez asentada en la capital capital mexicana, Dueñas empezó a tallerear sus cuentos con Emma Godoy, Fausto Vega y Agustín Yáñez: tres figuras tutelares para la extravagante mujer que adoraba ajuararse de perlas y vestirse de negro, la que quería ser santa, la que mantuvo siempre una actitud pesimista ante el amor y la maternidad, la que conducía como endemoniada por las calles de la Ciudad de México, a la que le cayó el techo de su casa encima y la que se aterró al encontrar bajo su cama un tigrillo llevado a casa por su hermano Manuel.
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Una maravilla según Amparo Dávila, maga infernal para Pita Amor, hechicera cotidiana para Sabido, mala yfantasiosa como sus propios textos a decir de Inés Arredondo, Guadalupe Dueñas gozó en vida de una reputación notable, incluso antes de que se publicara en el Fondo de Cultura Económica el volumen que la consagró: Tiene la noche un árbol (1958). Emmanuel Carballo fue el punto de partida hacia la efímera fama, pues gracias a él se pusieron en circulación —dentro del importantísimo México en la Cultura— las primeras versiones de los relatos “Historia de Mariquita” y “La tía Carlota”, que revelaban a una extraordinaria prosista. Según contó la propia Dueñas a Leonardo Martínez, Carballo halló dentro de alguna feria del libro de la Ciudad de México, en el stand del Fondo de Cultura Económica, unos libritos ilustrados —hechos a mano, secados al sol— que contenían la historia de la niña del frasco. Guadalupe Dueñas le había pedido al encargado del puesto que ofreciera su cuento, a lo que aquél accedió. El libro llegó a manos de Carballo, descubridor de talentos que luego de leer el relato telefoneó a la autora, a quien imaginó una viejecita. “Y de allí —dice Dueñas—, todos los periódicos me pedían cosas. (…) [E]ntré en un apogeo de fama humana que (…) no le pasa a nadie”.
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Luego, a partir de 1958, la crítica la ensalzó por su primer libro. Se habló largo y tendido sobre las imágenes afortunadas dentro de su prosa críptica, el humor incisivo y la mirada siniestra que habitaban los textos, todos muy breves. Para ella resultó cierto lo que dijo en su “Autopresentación” de 1966: “La crítica literaria en nuestro país no puede ser más generosa para el novato (…). Pero… cuando este genio publica su segunda obra, (…) las navajas se afilan, los elogios de ayer se convierten en censuras, el resentimiento de los que no festejaron la obra se vuelca, señálanse los defectos”. Estas líneas suenan a premonición, ya que el segundo cuentario de Dueñas, No moriré del todo, se publicó en Joaquín Mortiz hasta 1976. Lo que en el libro de 1958 se llamó amplitud de miras, en el nuevo se denominó inconsistencia. Que se dedique a lo suyo: la literatura fantástica, dijeron algunos, molestos por una serie no muy logrados cuentos realistas. También se criticó la falta de tensión y el esbozo de tramas que jamás llegan a puerto. El otrora elogiado coqueteo de Dueñas con las formas ensayísticas, que ya aparecía en su opera prima, en No moriré del todo se volvió negativo por la falta de uniformidad. El único texto híbrido del segundo libro que fue y sigue siendo loado es “Carta a una aprendiz de cuentos”, donde Dueñas desarrolla un relato al modo clásico y lo abisma en una virtual carta que revela sus consejos sobre el arte de escribir narraciones cortas, muchos de los cuales —por cierto— transcribe del famoso decálogo de Quiroga. El resto no corrió con la misma suerte. La verdad es que muchos de estos ensayos disfrazados de cuentos, incluso aquellos del primer compendio, no han envejecido bien. Si por algo se salvan es por el artificio del lenguaje que logra Guadalupe Dueñas, capaz de insertar vueltas de tuerca a nivel lingüístico: en el uso de los adjetivos y en la construcción de frases certeras.
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Ahí tenemos, pues, que a No moriré del todo no le fue ni la mitad de bien como a Tiene la noche un árbol. Cierto es que la calidad entre ambos —considerados como un todo— difiere mucho, pero también debe reconocerse que el segundo contiene algunos de los mejores cuentos de Dueñas, quien con su obra probó que el discurso fantástico es útil para exponer las preocupaciones más serias. Pocos como Pita Dueñas para introducir elementos inquietantes dentro de un contexto absolutamente cotidiano que de pronto se vuelve aterrador. Sabía burlarse de la solemnidad, dar al traste con los prejuicios, hallar la maldad en los hechos y en los personajes más anodinos. Demostró que los niños son ruines, los animales asustan, los duendes son nuestros huéspedes y los fantasmas existen.
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Después de publicar su segundo libro, Guadalupe Dueñas ingresó al Centro Mexicano de Escritores en la generación 1961-1962, aunque ya era “ex joven” y rebasaba la edad solicitada en la convocatoria. La becaron —junto con los que luego fueron sus grandes amigos: Miguel Sabido e Inés Arredondo— para escribir su primera y única novela, aún inédita. Gracias a Allyn Montserrat García, quien hizo una edición anotada del mecanograma, pude leer el texto titulado tentativamente Memoria de una espera (Dueñas también anunció su primera novela con el título Máscara para un ídolo), cuya trama gira alrededor de un grupo de personas que hacen antesala para que los reciba un misterioso Ministro.
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Es el de este borrador un tiempo dilatado, con una atmósfera idéntica a la de “El guardagujas” de Arreola. Mónica, la protagonista de Dueñas, convive con otras personas que también esperan al Ministro, algunas de las cuales han olvidado su petición por tantos años que llevan en la sala de espera custodiada por un conserje que hizo de aquel sitio su hogar y de aquella gente su familia. Con este libro, cuyo final iba a ser cambiado según escribió ella misma, Guadalupe Dueñas quiso representar el modo en que se intersecan los mundos público y privado. Su hermano Manuel dijo que la escritora nunca se animó a publicar la novela porque era cercana a Margarita López Portillo —hermana del expresidente de México— y a sus consanguíneos De la Madrid. Dueñas no quiso meterse en camisa de once varas: consideró que su texto resultaría perjudicial por la evidente crítica a la clase política mexicana.
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En las últimas décadas del siglo pasado, Guadalupe Dueñas se desempeñó como escritora de guiones para televisión, para teatro, y como censora cinematográfica. Los tres amigos que se conocieron en el Centro Mexicano de Escritores trabajaron al alimón con Ernesto Alonso para la telenovela Las momias de Guanajuato, basada en “Guía en la muerte” de Tiene la noche un árbol. Con Margarita López Portillo escribió el guión de Maximiliano y Carlota, la primera telenovela histórica de Televisa, que en tiempos de Díaz Ordaz no fue bien recibida por alejarse del nacionalismo y porque a Benito Juárez se lo trataba como villano. Después de No moriré del todo vino Imaginaciones (1977), publicado por Jus, en donde Dueñas reunió semblanzas, retratos y minicuentos dedicados a figuras de su panteón. Fue un volumen irregular con “flagrantes desvíos que la amistad no debía obligar”, según dijo bien Huberto Batis. Sólo a Dueñas pudo ocurrírsele reunir a Katherine Mansfield y a Margarita López Portillo en un mismo índice.
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Catorce años después apareció en el Fondo de Cultura Económica el último libro de Guadalupe Dueñas:Antes del silencio (1991), con el que se retiró de la literatura. Contrario a la mayoría de los críticos, yo creo que aquél es el volumen más perfecto de su producción. Aquí, Dueñas trabajó el cuento largo con gran acierto. Hurgó en sitios que fueron siempre su obsesión, como la crueldad, la muerte y los ambientes góticos, siniestros; pero también se atrevió a usar —por ejemplo—personajes suicidas, paralíticos e incestuosos. En la forma siguieron apareciendo algunos vicios, como la insistencia en separar con comas —dentro de los enunciados— algunas frases nominales, en especial sujetos y objetos directos. Aun así, en este libro se nota un cuidado editorial mucho mayor comparado con los anteriores, que a veces no cerraban las interrogaciones o daban caza al abuso de los puntos suspensivos.
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Guadalupe Dueñas pasó sus últimos años alejada del medio literario. Cuenta Miguel Sabido que era rara la vez en que atendía el teléfono. Cuando lo hacía y él le comentaba su deseo de verla, ella decía que no y pasaba a otros asuntos. Así, aislada por voluntad, la católica recibió la muerte el 13 de enero de 2002. Poquísimas notas sobre su muerte y después: el silencio. La fama inusitada de su juventud fue brillo de un rato. Muerta, luego de ser un personaje cultural importantísimo en nuestro país, llegó a las tierras de la ignominia que, espero, no le durará mucho más.
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La hechicera siniestra no pudo anticiparlo: la misma casa editorial que expuso sus tempranas manualidades le publicaría años después su primer libro. Tampoco pudo adivinar que casi medio siglo después, en el 2017, suObra completa se reeditaría bajo el mismo sello. Gran noticia: en el primer trimestre del año que ahora inicia, en el 15º aniversario luctuoso de Dueñas, el Fondo de Cultura Económica publicará esta afortunada reedición a cargo de la crítica Patricia Rosas. Acaso sean éstas, las líneas que ahora escribo, las primeras del siglo XXI que ya no lamentarán el olvido en que cayó la obra de Guadalupe Dueñas: autora casi secreta en la actualidad, a la mano de unos cuantos. Reeditarla era imperativo; por ello celebro enormemente que nuestra maga se acerque a las nuevas generaciones de lectores. Quién sabe: tal vez ocurra lo mismo que con Amparo Dávila, cuya narrativa tiene varios puntos de convergencia con la de Dueñas y ha sido revalorada con gran fuerza, sobre todo en la última década. Sea este texto, pues, un somero, optimista abordaje de la vida y obra de la dama con el collar de perlas que pronto saldrá de las tinieblas.
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