La Jornada
Javier Aranda Luna
También se ha escrito que no les interesaban mucho los asuntos públicos. Eso igualmente es inexacto: ser funcionario en un régimen también es interesarse en la cosa pública y no sólo eso: participar en ella.
Pero si Salvador Novo llevó al extremo su asimilación al régimen en los oscuros años de Díaz Ordaz (su cercanía al Príncipe le facilitó al parecer el Premio Nacional de Literatura, el encargo de hacer el guion artístico y cultural de las Olimpiadas y lo obligó a justificar la masacre de Tlatelolco), otros miembros de este grupo sin grupo fueron burócratas de buen nivel y mucha eficacia.
El mejor ubicado en la plantilla de la alta burocracia fue, sin duda, el poeta Jaime Torres Bodet. Fue subsecretario y secretario de Relaciones Exteriores y dos veces secretario de Educación Pública: una en el régimen de Manuel Ávila Camacho y otra en el de Adolfo López Mateos.
Y vaya que Torres Bodet participó en la cosa pública en materia de educación: tomó la estafeta de José Vasconcelos al reimpulsar las campañas de alfabetización, lanzó una Biblioteca Enciclopédica Popular, construyó escuelas y entre ellas la Escuela Normal Superior y el Conservatorio Nacional. Fundó la Comisión Nacional del Libro de Texto Gratuito y construyó dos museos fundamentales: el Nacional de Antropología y el Museo de Arte Moderno.
Debo señalar que también hubo un escritor en Contemporáneos que se distinguió de ese grupo de soledades por más de una razón: por su estética, que a decir de Octavio Paz lo convirtió en el primer poeta moderno de México, y porque nunca dudó en aventar el escritorio y remangarse la camisa para participar directamente en la vida social: Carlos Pellicer. Por esos motivos podríamos decir que fue el escritor el menos contemporáneo de Contemporáneos y no precisamente a causa de su edad.
Con el jovencísimo Daniel Cosío Villegas, Pellicer visitó varias vecindades de Peralvillo para compartirle al peladaje el evangelio de la lectura.
Debe haber sido un espectáculo ver y escuchar al tabasqueño recitar versos propios y ajenos en los patios de aquellas lúgubres vecindades para cautivar a sus habitantes con la sonoridad de los poemas y decirles que sólo por eso convenía leer: por contar y cantar o por poder escuchar en silencio a otros que ya lo habían hecho.
Pellicer formó parte de las brigadas creadas por José Vasconcelos para sus famosas misiones culturales. Así recorrió buena parte del país. Y tal vez por ese contacto con la gente y no con las estadísticas, no le tembló la voz para cantar en honor a Morelos y no dudó en escribir esas líneas al Che Guevara, la llama andante de la Revolución... la llama en la mano de todos nosotros.
Y así como cantó al revolucionario emblemático, cantó a Martí (tu retrato honra mi casa) y a Frida Kahlo con tres sonetos prodigiosos que son además una fecunda profecía: siempre estarás sobre la tierra viva,/ siempre serás motín lleno de auroras,/ la heroica flor de auroras sucesivas.
Maestro de escuela en la secundaria 4. Evangelista de las letras, como apunté arriba, Carlos Pellicer nació hace 120 años y hace 40 murió y sus poemas aún retumban en nuestras orejas: Ser flor es ser un poco de colores con brisa/ La vida de una flor cabe en una sonrisa.
El poeta del trópico que pedía Que se cierre esa puerta que no me deja estar a solas con tus besos, estudió también museografía en la Sorbona y la Casa Azul de Frida Kahlo, el Museo de la Venta en Tabasco y el Anahuacalli dan cuenta de cómo quiso ordenar el pasado para acercarnos a él.
Pocos poetas dicen y hacen y Carlos Pellicer, el amigo de Diego Rivera que construyó la última pirámide de la historia, fue uno de ellos. A diferencia de otros, como Novo, nunca abjuró de su amistad con Diego y Frida.
Qué privilegio contar con su poesía reunida por Luis Mario Schneider en 1981 y con un heredero como su sobrino Carlos Pellicer López, que ha organizado el archivo del poeta como no siempre ocurre.
Uno de los alumnos de Pellicer en la emblemática preparatoria de San Ildefonso, Octavio Paz, ha escrito algunas de las páginas más luminosas sobre su maestro al hacernos ver que en sus versos nunca aparece la conciencia y la reflexión: es un poeta, nos dice Paz con exactitud, que no razona ni predica: canta.
Decía Octavio Paz que nuestro primer poeta realmente moderno fue Carlos Pellicer: cuando sus compañeros de generación aún merodeaban en la retórica de González Martínez o seguían encandilados por el esplendor moribundo del simbolismo francés, Pellicer echa a volar sus primeras y memorables imágenes, con la alegría de aquel que regresa a su tierra con pájaros nunca vistos.
La poesía de Pellicer que canta y cuenta nos hace ver todos los pliegues que dan forma al mundo. Por eso miramos con asombro antiguo la fuerza hidráulica del nopal que multiplica su imagen o al Usumacinta: aquel hondo tumulto de rocas primitivas por donde transcurre el agua.
A ese poeta debemos uno de los mejores acercamientos a lo mexicano: el pueblo mexicano tiene dos obsesiones: su gusto por la muerte y su amor a las flores.
No sorprende que haya escrito que todo lo que yo toque se llenará de sol. Carlos Pellicer fue y sigue siendo un poeta solar.
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