lunes, 18 de noviembre de 2013

Sabemos que usted es ilustre: ¿quiere explicarnos a qué se dedica?

Octubre/2013
Letras Libres
Juan Villoro

El caso de Jorge Ibargüengoitia es el opuesto. Si, como sugiere Julian Barnes, todo destino depende de una “pacificación de apócrifos”, es decir, de cancelar las otras vidas que podrían haberse elegido, el autor guanajuatense fue un lento pacificador de apócrifos. En la primera juventud destacó como boy scout, junto a su amigo de hierro, el pintor Manuel Felguérez. Formado como ingeniero, se hizo cargo de un rancho. Su sabiduría práctica le permitiría urdir enredos atractivamente concretos y beneficiaría sus descripciones geográficas y la composición de lugar de sus relatos. Las tribulaciones de sus protagonistas suelen ser más reales que imaginarias, rasgo que se desmarca del psicologismo y la inmersión en el yo que dominó la narrativa de los años sesenta.
Una vez que optó por la escritura, Ibargüengoitia dio un rodeo para llegar a los géneros que más le convenían. Ejerció la crítica teatral y la descartó después de escribir una reseña negativa de una pieza de Alfonso Reyes (que Carlos Monsiváis reivindicó, aludiendo a la incomprensión de Ibargüengoitia). Pasó por la dramaturgia, descubriendo, entre otras dificultades, que las marquesinas nunca tenían suficientes letras para escribir su nombre, y se despidió del género con una frase ya famosa: “Tengo facilidad para el diálogo, pero no para sostenerlo con gente de teatro.” Aunque escribió un libro de cuentos, sus tardíos géneros definitivos fueron la crónica y la novela.
Dotado de un oído excepcional para el habla y de un eficaz sentido del espacio, construyó escenas teatrales que, sin dejar de ser atractivas, carecían de un recurso que solo le brindaría la narrativa: la distancia para comentar lo sucedido, la mirada oblicua de la ironía.
Nacido en 1928, año del asesinato de Obregón, nuestro gran autor satírico se interesó en la vida íntima de los sucesos públicos. Su obra de teatro El atentado (1963) se ocupa del magnicidio con irreverente sentido del humor. León Toral entró al banquete que se le ofrecía al general Obregón simulando ser un caricaturista de la prensa. Iba armado con lápices pero también con un revólver. En vez de hacer un retrato grotesco del caudillo, lo transformó en mártir. El dato no escapó a Ibargüengoitia: en 1963 hizo la caricatura que quedó pendiente en el restaurante La Bombilla. El atentado desacraliza el poder, se burla de los próceres y las causas que luego se escribieron en letras de mármol, y confirma la sentencia de Marx de que la historia ocurre como tragedia para repetirse como farsa. En la dramaturgia de Ibargüengoitia, el líder de hombres no muere diciendo frases célebres sino pidiendo unos frijolitos.
Una y otra vez el autor guanajuatense mostró que lo más interesante de las contiendas históricas son los instintos privados y las minucias íntimas que los provocan. Una epopeya se entiende mejor contada como chisme. En Estas ruinas que ves, Benjamín Padilla, sabio provinciano, considera que “la Independencia de México se debe a un juego de salón que acabó en desastre nacional”. La frase encierra dos claves para entender de otro modo los conflictos sociales: toda gesta colectiva se origina por caprichos apersonales y su desenlace casi siempre suele ser una catástrofe que los vencedores disfrazan de triunfo. De ese modo, Ibargüengoitia construyó dos versiones de la guerra de Independencia, la obra de teatro La conspiración vendida y la novela Los pasos de López.
Publicada en 1964, Los relámpagos de agosto retrata a una caterva de generales de la Revolución deseosos de transfor- marse en políticos. Ineptos de tiempo completo, estos héroes inciertos fracasan en el campo de batalla y en las antesalas del poder. Su infinita vocación de intriga termina por revertirse contra ellos mismos. En esta primera novela de Ibargüengoitia el pueblo es un rumor de fondo, una borrosa multitud en cuyo nombre se enriquecen los líderes revolucionarios.
En El erizo y la zorra, Isaiah Berlin subraya una aportación decisiva de la novela histórica: mostrar que también en los grandes acontecimientos ocurren sucesos íntimos que contribuyen a definir la gesta. Ibargüengoitia extrema esta idea y convierte toda gesta en un hecho arbitrario, caprichoso, sujeto a bajas pasiones. Si en la novela picaresca el tunante viene de los márgenes de la sociedad, en Los relámpagos los oportunistas están en la cima: los “próceres” se apropian del dinero que años después tendrá sus efigies.
El autor de Los relámpagos de agosto nunca se privó de leer testimonios del ridículo. En las librerías de viejo de la ciudad de México y Guanajuato, encontró memorias de generales revolucionarios que pretendían justificar su cuestionable paso por la historia. Uno de ellos era el propio Obregón, de quien tomó el episodio del tren dinamitado para Los relámpagos de agosto. El humorismo involuntario de los militares que aspiraban a ganar su última batalla con una pluma ineficaz fue un estímulo esencial para que el dramaturgo pasara del coloquio teatral a una novela armada como el desternillante monólogo de un sátrapa que se pone la soga al cuello al defenderse. José Guadalupe Arroyo, narrador en primera persona, habla contra sí mismo. Mientras más se justifica, peor queda.
De esa voz ridiculizada, Ibargüengoitia pasaría al tono autobiográfico que definió su estilo. Más que ficciones, los cuentos de La ley de Herodes (1967) parecen los episodios de un memorialista irónico; el protagonista se confunde sin trabas con el autor. El relato no lo lleva a fabular sino a decir incómodas verdades.
Esos textos anuncian el tono de las columnas que publicaría dos veces a la semana en el periódico Excélsior. Ibargüengoitia gana ahí la perspectiva crítica que le faltaba en el teatro. El autor comenta los hechos con creativa mala leche y reconciliadora compasión. Es implacable con las molestias de lo real y al mismo tiempo se reconcilia con el inevitable sino de vivir ahí. Entender el desastre es un acto crítico, pero también una señal de afecto: identificarse con el caos no lo mejora, pero lo hace llevadero.
En la galería de personajes ridiculizables, el más significativo es el propio Ibargüengoitia. Su estética de conjunto se resume en el título que escogió para la columna que publicaba en Vuelta, luego del golpe a Excélsior: “En primera persona”.
Heredero de James Thurber y Evelyn Waugh, el cronista de Autopsias rápidas cultivó la claridad en las descripciones, el humor como signo de inteligencia y un ritmo de relojería que le permitía mantener la tensión a lo largo de ciento cincuenta páginas. Trabajaba dos años para escribir un libro que se leía en dos horas.
La engañosa sencillez de su estilo se desplegó en un entorno literario donde el idioma crecía como las intrincadas frondas de la selva y las novelas se concebían como magnas catedrales. Desde el punto de vista formal, Ibargüengoitia parecía menos espectacular que sus contemporáneos. Enemigo del énfasis, trabajaba como los mineros que tan bien conocía, buscando vetas de oro con sabiduría artesanal.
Consentido de los lectores, fue visto por la crítica como divertido pero poco profundo. En la tradición inglesa resulta casi imposible que un clásico carezca de sentido del humor. En la tradición hispanoamericana, el ingenio se disfruta pero se asocia con un entretenimiento superficial. Con temple militante, Ibargüengoitia escribió un espléndido ensayo sobre las limitaciones para aceptar la risa como atributo de la inteligencia: “Humorista: agítese antes de usarse”.
Lo “infraordinario”, tan celebrado por Georges Perec, tuvo un insólito representante en nuestra literatura. Mientras la mayoría de los escritores latinoamericanos se adentraban en complejos experimentos intra y metanovelísticos (Paradiso, Rayuela, Conversación en La Catedral, Yo, el supremo, El otoño del patriarca, Terra nostra, El recurso del método), Ibargüengoitia descifró “misterios de la vida diaria”.
La trayectoria a contrapelo del “humorista agitado” alcanza un momento superior en Estas ruinas que ves (1974). A los 46 años el escritor guanajuatense perfecciona su estética. La novela comienza con la descripción de Cuévano, nombre literario de Guanajuato, y las curiosas hazañas de los ciudadanos que le dan lustre. Uno de los preceptos de Horacio Quiroga para el “perfecto cuentista” es el de escribir como si el autor formara parte de los personajes. Lo mismo hace Ibargüengoitia: la autoridad de su voz dimana de quien pertenece a un microcosmos. El forastero no tiene ahí derecho de opinión. En Maten al león, un español se niega a hacer comentarios por estar al margen de ese delirio tropical y en Estas ruinas que ves un capitalino se declara incapaz de intervenir en las polémicas de Cuévano. Solo quien nació en esa ciudad sin “más forma que la que le dieron los cerros” está facultado para hablar de ella.
El estilo arquitectónico cuevanense es “fácil de reconocer pero imposible de definir”. La frase también se aplica al espíritu del lugar. Ahí, la pretensión oculta la falta de méritos y la decencia pública los vicios privados. En Cuévano la contradicción es el segundo nombre de lo real: el gobernador ofrece “una comida íntima para ciento cincuenta personas”, los intelectuales alardean de su cultura polemizando sobre las linternillas de la iglesia y un periodista es capaz de preguntar: “Sabemos que es usted un cuevanense destacado, ¿quiere explicarnos a qué se dedica?”
Exploración de la doble moral, la novela trata de Gloria, una muchacha voluptuosa vista por Paco, el narrador, como una intangible mártir del deseo. En una borrachera, un amigo le dice que Gloria tiene un defecto en el corazón y morirá de un infarto al experimentar su primer orgasmo. La chica hace el amor en un parque y coquetea con Paco, pero él la juzga inalcanzable. Profesor de literatura, el narrador no comparte los prejuicios de sus paisanos, pero cae en otro, inventado por su amigo. El efecto cómico de la novela proviene en gran parte de este error de apreciación. Enamorado de Gloria, Paco no entiende lo que ve. Mientras tanto, ella practica un erotismo tan atrevido como su forma de manejar (“sospecho que no sabía que la velocidad de los coches se puede regular”, comenta el narrador).
Los ricos juegos de perspectiva se plantean desde el primer momento, cuando el narrador toma el tren Zaragoza rumbo a Cuévano. Paco está en el “vagón fumador” con otro pasajero. Ambos leen, en espera de que se desocupe el baño. Un pasaje descrito con enorme precisión visual anticipa las tensiones de la trama: “Así estuvimos un rato, él leyendo, yo mirando, en el manuscrito, las letras, a través de la ventanilla, los huizaches negros sobre el campo oscuro, en el vidrio mi reflejo, y en el interior del vagón, la puerta cerrada, la pantalla de vidrio amarillento con sedimento de insectos muertos, y en el perchero un saco que se movía como un péndulo.” El saco pertenece a Rocafuerte, el pretendiente de Gloria, que ocupa el baño durante 32 kilómetros. El hombre que lee es Enrique Espinoza, el marido de Sarita, que será la amante de Paco. Las líneas de fuerza de la novela se insinúan en ese párrafo.
En el teatro de la simulación de Cuévano, la hipocresía se da por sentada. A nadie le extraña que la realidad se perfeccione en forma ilusoria (servida en un banquete, la sopa de papa y berro se llama potage à la cressonnière). Estas falsificaciones pertenecen a la costumbre y son observadas con sentido protocolario. En ocasiones, las ínfulas son imaginarias, como lo revela la inolvidable descripción de un personaje: “Para evocar a Sebastián Montaña, lo mejor es agregarle atributos de elegancia, por ejemplo, imaginarlo de esmoquin, al esmoquin ponerle cuello de palomita, a los cigarros que fuma, boquilla de carey, a los dedos, anillos. Al despedirse se pondrá fedora y bufanda antes de salir a la calle. Un bastón y polainas gris perla completan el atavío. Pero esto no es más que una metáfora. La manera en que Sebastián se vestiría si las pretensiones de su alma se convirtieran en ropa. En realidad, la que usa es común y corriente.” Lo que podría tener el personaje define sus inalcanzables aspiraciones.
Pero no solo la tradición depende de apariencias. Los personajes crean nuevos prejuicios. Uno de ellos dice: “¿Crees que me atraiga una mujer por honesta? A veces se me ocurre que soy un degenerado.”
Nadie se libra de la mixtificación: Justine no se llama así por ser francesa sino venezolana, la liberada Gloria es vista como una santa y los Siete Sabios de Cuévano ni son siete ni son sabios.
En sus diálogos, Ibargüengoitia ofrece los momentos cruciales en que se dicen cosas incómodas, absurdas, decisivas. En un pasaje revela su método. Paco comenta que olvidó su conversación en una cantina pero no las interrupciones. Así construye Ibargüengoitia sus parlamentos: la plática general se diluye y quedan los exabruptos. En cuanto al tono, explora las posibilidades de un idioma espontáneo sin calcar el lenguaje coloquial. Ajeno a ese recurso mimético, que ha causado estragos en el cine mexicano, parodia modismos locales, como empezar una frase con “pos” para acabarla con “tú” (“¿pos qué no ha llegado el Doctor, tú?”) y utiliza lugares comunes para llenar los vacíos del drama: cuando la catástrofe es inminente, alguien dice: “¡qué bonitas plantas!” o “¡qué calorón!” Maestro del contraste, sabe que lo solemne convive con lo nimio. Cuando un conferencista inicia su perorata citando una máxima latina, el narrador se interesa en otra zona de la realidad: “la siguiente hora y media que duró la conferencia la dediqué a observar narices”.
Sin ser una de sus marcas dominantes, la adjetivación deja significativos destellos a lo largo del libro: una calle se vuelve “precipitosa”, ciertas mujeres se adornan con peinados “convexos” y un disertador tiene voz “escupitosa”.
A partir de Estas ruinas que ves el estilo literario de Jorge Ibargüengoitia fue tan sugerente e idiosincrático como el de Cuévano: fácil de reconocer e imposible de definir.

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