domingo, 10 de noviembre de 2013

Nicanor: de cantera de cantores

10/Noviembre/2013
Jornada Semanal
Enrique Héctor González

No abundan los escritores que son o han sido nonagenarios en la América hispana: Cardoza y Aragón, Uslar Pietri, Gonzalo Rojas, Sabato, Mutis, Dulce María Loynaz, Eugenio Florit, Westphalen, Chumacero y algunos más; menos aún son los que, como Juan Filloy, han rebasado los cien años. Pero la mera duración no es mérito si no va aparejada de una obra de creación realmente original y decisiva, de una vida consecuente con el espíritu de la letra. Premio Cervantes en 2011, Nicanor Parra, el antipoeta chileno, ronda el Nobel desde hace tiempo y, como la mayoría de los eternos candidatos a la presea consagratoria (¿lo será en verdad?), quizá no lo reciba nunca, lo que de seguro lo satisfará plenamente.
Parra nació en la segunda mitad de 1914, como el siglo, y es un provocador natural de primeras guerras literarias, porque su poesía también lo es, porque resulta inevitable que lo sea cuando el medio literario hispanoamericano sigue pareciendo tan solemne y arcaizante como siempre; es antipoeta porque su propio nombre deviene negación de lo canoro y porque definirse como tal fue, en su momento, la mejor manera de curar de emplastos postmodernistas y vanguardistas y de la espesa épica nerudiana a la poesía de su país y, de paso, a la de la lengua entera.
Templado en la tesitura del mejor Ramón, del buen Macedonio, el prosaísmo que invoca la obra parriana le devuelve a la ocurrencia algo de terrosidad, la amarra al suelo para mejor engañarnos con su disfraz de sentencia sin revés: “No hablamos para ser escuchados/ sino para que los demás hablen/ y el eco es anterior a las voces que lo producen.” Pero luego da la vuelta y, naturalmente, se contesta en otro poema: “Yo también digo cosas por decir,/ cada cual teoriza por su lado.”
La antipoesía es prosa porosa, brusca y llena de escollos pero asimismo blanda y dicharachera, rugosa y exacta como un papel mil veces doblado y, sin embargo, atento siempre a recobrar su forma. Si a veces recuerda el tono “de los anunciadores de feria”, según apunta Leónidas Morales, otras nos devuelve a la preciosa precariedad del lenguaje infantil, a la difícil ingenuidad de una poética que está de regreso de todos los artificios: “Urgente:/ Por suicidio/ Vendo/ Nube perfumada”, puede leerse en alguna de esas páginas murales que animó con Lihn y Jodorowsky y que recibió el nombre de Quebrantahuesos, collage de frases tomadas de anuncios y noticias diversas, empotradas para formar un objeto verbal distinto con el descaro propio de un niño que lo sabe todo (incluido lo que ignora).
La observación de Roberto Bolaño, a este respecto, no ha perdido la fulminante efusividad que caracteriza a las mejores sentencias poéticas del autor de Versos de salón: “Parra escribe como si al día siguiente fuera a ser electrocutado.” Pero aquí no yace Nicanor, “antipoeta y mago”, sino en el continuo de una vida que devela su obra de la manera más inopinada: jugando a las madelenitas en el té, en la Casa Blanca, con la esposa de Richard Nixon en plena Guerra de Vietnam, distracción (por decir lo menos) que casi le costó el linchamiento en el medio literario. ¿Pero cuál es la sorpresa, si tiempo después declararía que Pinochet “hizo lo que hizo con las mejores intenciones”? Sólo una mirada miope podría excusarlo en ambos casos, pero una mirada igualmente extraviada es la que evitaría vincular tales alardes al inveterado gusto por fanfarronear y “chulear” de su poesía. Y ahí está el meollo de su coherencia: en la festiva incongruencia de lo que dice micrófono en mano, en el esfuerzo que hace para no convertirse en poeta nacional.
Que no se malentienda: “la desacralización de la escritura y de la vida misma” que está en la base del fenómeno Parra, según observa Rafael Gumucio, arrasa con todo lo que él pueda alegar, empezando por sus declaraciones públicas. No es ni ha querido ser un luchador social y sus aberraciones políticas no lo justifican en ese plano de la realidad, como a Borges. Pero desde la otra orilla, desde las otras realidades que genera su obra, tales exabruptos se inscriben en la ambivalencia propia del humor, del más ácido y lúcido sarcasmo, ése que a quien primero golpea –desaforado bumerang– es al propio emisor.
Así como la risa y la angustia se dan la mano en la obra de Saki y en la de Swift, en la poesía de Parra frivolidad y crítica social devienen demiurgos idénticos de una ceremonia textual donde la relativización humorística todo lo descuaja y deshereda, donde cada verso puede ser una trampa o la más trivial de las notas a pie de página del mundo cotidiano. Piglia lleva razón cuando advierte que Dadá se enreda con frecuencia en la madeja de la antipoesía: “Los artefactos de Parra son a la literatura en lengua española lo que la obra de Duchamp ha sido para el arte contemporáneo.”
Profesor de Física, heterodoxo matemático como Lewis Carroll, primogénito de una familia de músicos y guitarreros más que conocida, Nicanor Parra, a punto de cumplir los cien años, sigue subvirtiendo la historia de las cosas con sólo llamarlas por su nombre, por el que mejor les conviene, de modo que bien podría suscribir que la verdadera doctrina Monroe se evidencia en la sinuosa sonrisa de Marilyn.

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