sábado, 9 de noviembre de 2013

Cien años de soledad

9/Noviembre/2013
Laberinto
David Toscana

Para un escritor es siempre una bajeza aceptar que forma parte de una moda. Si hoy le preguntamos a un joven autor por qué escribe sobre el narco o sobre vampiros, difícilmente responderá que sigue lo que está en boga. En cambio, no le costará trabajo decir que rechaza las modas.
Mi generación tuvo como moda denostar el realismo mágico. Se le acusó de absurdo, como vender al extranjero una falsa imagen sobre América Latina, y algunos autores alcanzaron notoriedad insultando a García Márquez. A pesar de que lo leímos con admiración, hoy es casi imposible encontrar un escritor que mencione a García Márquez como una de sus influencias.
Se le dio la espalda de tal modo al realismo mágico, que por puro miedo se le cerró la puerta a algo esencial: la imaginación. Y entonces nos llovieron narraciones fielmente históricas y peroratas de personajes cínicos que no se dejan tocar por el mundo, meras autobiografías defensivas.
Así es que, como lector pasado de moda, ayer terminé de leer, quizá por quinta ocasión, Cien años de soledad. Y otra vez quedé asombrado. Qué maravillosa novela. Y, sobre todo, qué bella novela.
La volví a leer porque quiero aprender algunas cosas del maestro. Sin duda el realismo mágico, o esa naturalidad con la que ocurren cosas sobrenaturales, se agotó con la generación de García Márquez, pero eso es apenas una fracción de lo admirable en esta novela.
Detrás de Cien años de soledad hay un mago del tiempo y de las historias. ¿Cómo se pueden contar tantísimas anécdotas que ocurren durante un siglo en tan poco espacio novelesco? La narración, además, anticipa el futuro y salta a pasados cercanos y remotos con tal naturalidad que nunca sentimos un bache.
García Márquez también es genio para crear personajes. No digo para inventarlos, sino para crearlos. Con unas cuantas pinceladas, sin necesidad de farragosas descripciones, pone al menos veinticinco personajes sustanciosos, de carne y hueso, en su novela.
Sus parlamentos no tienen desperdicio. Cuando el narrador calla para que hable un personaje, es porque tiene algo que decir. Algo breve y contundente.
Es un prosista excepcional. En la frase larga le da al español un ritmo y una tersura tan placenteros que invita a leerlo en voz alta.
Es un virtuoso del adjetivo. Los usa en racimos, pero nunca se siente un abuso. Así sean comunes, regionales o garciamarquecinos, le dan al sustantivo o a la frase una vida perpetua y feliz.
Nos vive dando lo que no esperamos. Sorprende con la historia y con la frase. Sus personajes se la pasan diciendo y haciendo lo que no esperamos. Por ejemplo, cuando Amaranta dice: “No seas ingenuo, Crespi, ni muerta me casaré contigo”.
Aunque está muy lejos de la novela de suspenso, el lector está lleno de curiosidad y devora las páginas para saber qué va a pasar.
Sobre todo, García Márquez es algo que muy pocos escritores llegan a ser: un artista. Es mucho más que un hábil contador de historias. Aprovecha todas las posibilidades de la novela para crear una experiencia estética y espiritual. No ve en las palabras una herramienta sino la esencia de su arte. Tiene un mundo interior lo suficientemente rico como para no pedirlo prestado.
Señalar Cien años de soledad con el virus del realismo mágico es perdernos de una obra maestra. Hace falta mucha mediocridad para no querer aprender del gran maestro latinoamericano. 






























































































































































































































































































































































































































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