domingo, 17 de noviembre de 2013

Retrato incompleto de Seamus Heaney

Octubre/2013
Nexos
Pura López Colomé

Difícil presentar un retrato cabal de un Capitán con mayúsculas como lo fue, lo sigue siendo para mí, Seamus Heaney, no solamente uno de los poetas más importantes de Irlanda, sino uno de los baluartes históricos de la poesía en lengua inglesa, y Premio Nobel de Literatura 1995. Siempre que he escrito acerca de su persona y su obra me he sentido apenas a las puertas de semejante edificio, ya que sus palabras quedan perpetuamente yuxtapuestas en nuevas y repentinas combinaciones. Ahora, gracias a ese su Helicón personal que él me dio en préstamo para intentar verterlo al español, mi dolor se ha adosado al placer en calidad de minúscula forma de emoción.

Vi por primera vez, en persona, a Seamus (porque mentiría si dijera que entonces lo conocí), cuando vino a México, en 1981, a invitación de Homero Aridjis, quien organizó aquel emblemático Festival Internacional de Poesía. El conjunto de poetas que participaron en diversas lecturas fue único, la verdad, e incluía a luminarias de la talla de Borges, Paz, Allen Ginsberg… Este último representaba para mi generación la gran figura de la poesía moderna, rebelde, arriesgada, que daba un golpe al timón a todo en términos de fondo y forma, un rompe y rasga que nos permitía la entrada a otros espacios expresivos. Todos lo queríamos traducir. Y fue precisamente otro enorme personaje invitado al festival, Tomás Segovia, a quien escuché decir entonces, como hablando solo, pero bien atento a nuestro deslumbramiento, cuando Ginsberg leía, cantaba, tocaba la concertina en escena: “Al que hay que traducir es a Heaney”. Si a mí en lo particular la música, la condición gutural, entre áspera y dulcísima, de Seamus me había tocado (ella a mí), resonando por extrañísimos motivos en mi interior, esa frase de Tomás, a quien yo no solamente respetaba como poeta sino como traductor, inició la propulsión a chorro: algo me presionó hacia atrás, hacia el fondo, para abrirme los oídos, permitir la entrada de aquella fuerza, y dejarla luego salir impulsada hacia delante. A partir de ese momento, me propuse leer a Seamus con cuidado e intentar recrearlo.
Para mi enorme fortuna, trabajaba con Huberto Batis en la redacción del suplemento Sábado. Él me dio la oportunidad de publicar mis primeras traducciones de Station Island, acompañándolas de breves comentarios en torno a aquel lugar, su tradición, su fe, la peregrinación anual que ahí se llevaba a cabo, y el vía crucis interior de este poeta en torno a celdas monacales para recuperar a sus propios espíritus tutelares (que incluían, nada menos y por cierto, a san Juan de la Cruz). Alberto Ruy Sánchez, el Pollo, por azares del destino me consiguió la dirección de Seamus: haciendo gala de osadía, le escribí, me atreví a enviarle mis versiones. Me contestó inmediatamente, celebrando mis intentos, tildándolos de “both daring and right”. Yo no daba crédito. Sabía que este hombre rebosaba maravilla y bonhomía, porque todo mi trabajo era primerizo e ingenuo, por decir lo menos. Para muestra basta un botón: esta actitud suya a cualquiera le pondrá delante al poeta de cuerpo entero, generosísimo siempre, afectuoso, bondadoso, intenso conocedor de las tribulaciones y soledades de quienes nos dedicamos a este quehacer. Cuando el libro estuvo listo, Francisco Toledo y Elisa Ramírez se entusiasmaron en publicarlo, coincidiendo con la invitación de David Huerta a unas lecturas que Seamus daría en la universidad en que él se encontraba de residencia artística. Mi suegro me regaló el boleto de avión. A raíz de aquel encuentro comenzó la amistad y colaboración constante que, para mi suerte increíble, continuó hasta hoy.

Después vino la traducción de Seeing Things, que en español se transformó en Viendo visiones, publicada por Conaculta, gracias al apoyo de Alfonso de María y Campos, cosa que dio pie a la invitación a Seamus a México, en 1999. Dado que tenía una colaboración de años con Jan Hendrix que deseaba continuar, él me propuso acompañarla de una selección de poemas dedicados a poetas importantes para él, entre ellos, Milosz, Auden, Hughes, Herbert, Brodsky, lo cual se concretó en La luz de las hojas. A su debido tiempo, a buen ritmo, fueron naciendo, todos ya en edición bilingüe, El nivel, publicado por Déborah Holtz en Trilce, Sonetos y Cadena humana, publicados por Diego García Elío en El Equilibrista. No podía faltar en esta constelación una selección de ensayos que lo definieran, para el lector de habla hispana, como poeta, como persona, como visionario. Así pues, entre ambos escogimos los más significativos del libro Finders Keepers, que en uno de mis mayores alardes titulé Al buen entendedor, publicado por el Fondo de Cultura Económica.

A lo largo de casi 30 años, muchos fueron mis encuentros con Seamus, mi Capitán, mi faro absoluto, cuya prematura ausencia nunca dejaré de lamentar, si bien su presencia seguirá latiéndome por dentro. Cuando se me ha llegado a preguntar si su poesía ha influido en la mía y cómo, he reflexionado con detalle en muchísimos asuntos y aspectos. Sin embargo, creo que lo principal, la verdad de fondo, radica en esa capacidad y poder ocultos en la palabra hasta el instante preciso de su articulación. Los nombres dan vida. Viven y reviven. Si en ello consiste su influencia en mi poesía, Capitán, me doy por bien servida.
Un papalote para Aibhín
En homenaje a “L’Aquilone” de Giovanni Pascoli (1855-1912)
Aires de otra vida y tiempo y lugar y estado,
Aires azul pálido celeste sostienen una lisa
Ala blanca agitada en alto contra la brisa,
Y sí, ¡sí es un papalote! Como esa tarde cuando
Todos nosotros en tropel salimos
Entre zarzas y brezos y descortezado espino,
De nueva cuenta me pronuncio, me detengo al otro lado
De la colina de Anahorish a recorrer los cielos, de vuelta
En esos campos a lanzar la cometa de cola larga, nuestra.
Y ahora revolotea, jala, se desvía, se clava de soslayo,
Se levanta, se deja llevar por el viento, y de inmediato
Se alza entre nuestros gritos jubilosos desde abajo.
Se alza, y mi mano es un huso que se va desovillando,
El papalote una flor de tallo delgado trepando
Y llevando, llevando más lejos y más alto
El anhelo en el pecho y los pies plantados
Y el rostro que contempla, el corazón de quien el papalote
Vuela hasta que —separada, exaltada— la cuerda se rompe
Y el papalote despega, por sí solo, como caído del cielo.

De no haber estado despierto
De no haber estado despierto, me lo habría perdido:
El viento se alzó y giró, haciendo resonar al techo
Entre las hojas del sicomoro al vuelo,
Y me levantó en un resonar idéntico,
Vivo y pulsando, un alambrado eléctrico:
De no haber estado despierto, me lo habría perdido:
Llegó y se fue inesperadamente
Y diríase casi peligrosamente,
Como un animal camino a casa,
Una ráfaga mensajera en fuga,
Pasó como si nada. Para nunca
Jamás volver. Y ahora menos.

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