domingo, 24 de noviembre de 2013

El Premio FIL a El Premio FIL a Yves Bonnefoy

24/Noviembre/2013
Jornada Semanal
José María Espinasa

Hay que felicitar al jurado que decidió otorgar el Premio Fil 2013 a Yves Bonnefoy. Dicha designación significa muchas cosas: la primera en esta numeración, aunque la jerarquía la decide el lector, es que el premiado sea un poeta. Los jurados han sido en ese galardón mucho más proclive a premiar narradores. Y, sin embargo, cuando eligen poetas el resultado es notable y bien recibido por el medio literario, aunque también hay que decir que el premio a un poeta, Tomás Segovia, fue el que trajo la cólera de la familia Rulfo y el retiro del apellido del gran escritor jalisciense del nombre del premio.
La importancia de los narradores en el galardón, más que reflejar la importancia literaria del género, refleja la influencia del medio editorial y el peso económico en la decisión. Es lógico: un premio a un narrador tiene mucho más eco comercial que uno a un poeta. Pero el año pasado dicha tendencia llevó al desatino de premiar a Bryce Echenique, novelista acusado de plagio, y provocar una gran polémica pública, y también por el hecho de que el premio se entregara no durante la FIL en un acto público, sino en Lima, Perú, en una ceremonia (casi) privada.
Supongo que algo similar ocurrirá ahora, pues Bonnefoy es un hombre muy mayor –noventa años– y dudo que pueda viajar. Sin embargo, el premio me parece indiscutible. Es la primera vez que se da a un autor francés, respondiendo a la ampliación de dicho galardón a “escritores de lengua romance”. El autor de El movimiento y la inmovilidad de Douve, es bien conocido entre los lectores de poesía, su obra ha sido traducida, y con notable calidad, por Ullalume González de León y Elsa Cross entre nosotros pero, lamentablemente, sus traducciones no están ya en circulación. Suponemos que el premio hará que lo vuelvan a estar y que se hagan nuevas versiones.
Tres elementos, pues, notables: poeta, francés e indiscutible. Claro, este último adjetivo habrá quien lo discuta, pues para todo hay. Al galo se le ha acusado de ser un poeta de laboratorio, excesivamente frío e intelectual, poeta para poetas. Y razones para esas “acusaciones” las hay. Sin embargo, casi siempre se muerden la cola: pocos poetas tan intensos y quemantes y tan amplios en su abanico de temas. Me interesa destacar un par de ellos: la relación con la pintura y su interés en Shakespeare.
Ninguno de estos intereses es cosa nueva ni en la poesía francesa ni en la de cualquier lengua. La obra lírica y ensayística (esta última es menos conocida en español) es un resultado natural de la evolución de la poesía francesa. Bonnefoy es, en sentido estricto, un poeta tradicional y un clásico, en el sentido más amplio de la palabra, del siglo XX. Y precisamente esa condición le viene de ser un poeta de vanguardia, con una evidente y extrema condición de modernidad. Y es que eso –modernidad y tradición– son, simultáneamente, cualidades de la literatura francesa después de Baudelaire.
Por ejemplo, el surrealismo, ese movimiento de vanguardia extremo, es hoy literatura clásica. A mediados del siglo XIX, se impuso una idea de modernidad típicamente francesa, de la cual, a pesar de algunos intentos, y de las características propias que tomó en Latinoamérica, no nos hemos conseguido liberar. Es, por ejemplo, la idea de modernidad que defendió Octavio Paz en sus reflexiones sobre la tradición de la ruptura incorporada al contexto mexicano. Y es precisamente en el lado de la tradición que hay que buscarla hoy y no en las repeticiones descafeinadas de las neovanguardias.
La relación con la pintura es un fruto espléndido de ese período, no sólo por la colaboración directa entre escritores y pintores en libros conjuntos, sino por la reflexión que ha provocado sobre lo visual en el arte y la poesía. Los poetas se han vuelto veedores, en el sentido virreinal; oteadores, en el sentido de mirar de cerca lo que está lejos. Es una de las grandes herencias de Baudelaire al siglo XX. La poesía se desplaza de lo verbal a la escritura y lo primero deja en la segunda un eco a través de la grafía, escribir tiene todavía un sentido corporal (no sé ya si lo mantiene el tecleo sobre la computadora).
La densidad aporta inevitablemente algo de abstruso y secreto a la condición del poema; la iluminación viene, proviene, de lo oscuro, es un desplazamiento de lo oculto hacia la luz, su luz es luz negra. Y aquí el calificativo cromático debe ser leído como cuando se habla, a propósito de la melancolía, de bilis negra. En cierta manera, la lírica de Bonnefoy se sitúa en el terreno de la alquimia, tiene algo de fórmula mágica, de conjuro, de cifra. Por eso la pintura, en donde se ve lo no visto e incluso lo invisible, intriga tanto al poeta, que busca decir lo indecible.
La poesía moderna, parece decir Bonnefoy en su interés por Shakespeare, viene toda de los sonetos del autor inglés, es allí que la poesía se orienta hacia lo personal, y en donde autor y persona empiezan a identificarse. Mientras que la ciencia evoluciona de la magia hacia el conocimiento, la poesía realiza el camino inverso, y busca la palabra fundadora, no la que transforma en oro sino la que transforma en sentido.
En efecto, entre el Shakespeare de Hamlet y el de los sonetos hay un abismo conceptual, aunque los firme el mismo autor, y sin embargo el sentido es permanente, por eso llamamos a esa distancia un abismo. Baudelaire, se dice, inventó la crítica de arte. Y desde entonces la pintura y la poesía han tenido un estrecho romance, similar al que en otra época, en cierta manera mitológica, tuvieron la música y el verbo. Bonnefoy es una muestra de lo viva que la poesía puede estar en una época tan abandonada por la poesía.

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