sábado, 23 de noviembre de 2013

Ibargüengoitia o el desencanto

23/Noviembre/2013
Confabulario
Anuar Jalife

En Viajes a la América ignota Jorge Ibargüengoitia describe su botiquín de viaje: se trata
de una pequeña bolsa de lona, con forma rectangular, que durante más de 23 años hizo
las funciones de botiquín médico y estuche tocador, y cuyo contenido fue cambiando con
el paso del tiempo. “El primer cambio —escribe Ibargüengoitia— ocurrió cuando me di
cuenta de que la gasa y la tela adhesiva no iban a servir de nada en caso de que se cayera el
avión”. Y redondea la idea con una de sus acostumbradas vueltas de tuerca: “No recuerdo
cuál fue el razonamiento que me llevó a sustituirlas por unas curitas”. Rescato esta cita
no sólo por lo que tiene de triste premonición —Ibargüengoitia, como sabemos, murió
en un accidente aéreo— sino también porque en ella parece decantarse lo esencial de la
prosa del guanajuatense: desencanto, desilusión, desenmascaramiento. Estas palabras
atraviesan toda la obra del autor de Dos crímenes; a ellas se suma una más, a la que el
propio Ibargüengoitia vio siempre con reticencias: humor. Y es que el humor, en su caso,
más que un fin en sí mismo fue el resultado de una forma de ver la realidad, marcada por
el desengaño. En una entrevista de 1979, Ibargüengoitia declara: “El señor que se duerme
preparando chistes y despierta en la noche y dice ‘ya inventé un chiste magnífico’ me
parece grotesco. Es un concepto totalmente español, y probablemente mexicano, heredado
por nosotros. La idea de que soy humorista, en este sentido, es falsa”.
Su trayectoria literaria misma está marcada por el sino de la desilusión. Recordado hoy
sobre todo por sus novelas, el guanajuatense se inició como un autor dramático. En una
brevísima semblanza autobiográfica, recuerda haber comenzado en 1955 lo que parecía
una brillante carrera en el teatro, con Rodolfo Usigli como mentor y una serie de becas
ganadas al hilo: “Pero llegó el año de 1957 y todo cambió: se acabaron las becas —yo ya
había recibido todas las que existían—, una mujer con quien yo había tenido una relación
tormentosa se hartó de mí, me dejó y se quedó con mis clases, además yo escribí dos obras
que a ningún productor le gustaron”. Curiosamente, una de sus últimas pieza teatrales, El
atentado, le trajo el reconocimiento internacional al ser galardonada en 1963 con el Premio
Casa de las Américas y, lo más importante, le “abrió las puertas de la novela” al llevarlo a
conocer los materiales con los cuales escribió su primera narración larga: Los relámpagos
 de agosto.
La importancia de su formación como dramaturgo es relevante en la confección de su obra
completa, no sólo por su capacidad para crear diálogos, esbozar personajes, construir
escenas o marcar el ritmo de las acciones, sino por la preeminencia que tiene en su escritura
la idea del desengaño —central en la tragedia griega, el drama barroco, el teatro
isabelino—. En sus novelas y aun en sus artículos periodísticos subyace siempre una
realidad que o se mantiene oculta desde un principio o en algún punto se desvía del cauce
de lo previsible, debido a la fatalidad, la ineptitud humana o una mezcla de ambas. En lo
que Ibargüengoitia llama su obra “pública” lo velado parece ser la Historia misma. A las
explicaciones sociales, económicas o políticas el guanajuatense opone las trivialidades
cotidianas: el equívoco, la torpeza, la ingenuidad preceden a los grandes acontecimientos.
Benjamín Padilla, ilustre historiador cuevanense, “autor de la más lúcida interpretación de
nuestra Guerra de Independencia”, afirma en Estas ruinas que ves que “la Independencia
de México se debe a un juego de salón que acabó en desastre nacional”. En lo fundamental,
no es otra la tesis de Los pasos de López, de Maten al león o de Los relámpagos de agosto.
En la primera los conspiradores creen, hasta que tienen al ejército realista tras sus pasos,
que podrán conseguir la independencia de la Nueva España mediante la letra: “Va a ser de
lo más sencillo. Basta con firmar un documento”, afirma convencido el corregidor Diego;
en la segunda, se unge al joven José Coussirat —que en definitiva tiene más de sportsman
que de guerrillero— como el revolucionario encargado de asesinar al mariscal Belauzarán,
inmortal dictador de la isla bananera de Arepa; en la tercera, el general José Guadalupe
Arroyo provoca una desbandada de ex revolucionarios por arrojar a Eulalio Pérez H. a una
fosa recién cavada justo una noche antes de que éste fuese nombrado presidente interino de
la República. Los personajes ibargüengoitianos caminan vendados de los ojos entre la
ignorancia y el azar. En algún momento se produce la anagnórisis pero ésta llega siempre
demasiado tarde y de forma inacabada. El general Arroyo, por ejemplo, incapaz de
reconocer su propia soberbia e ineptitud, puede ver, en cambio, a toro pasado, el papel que
ha jugado la suerte en su caída: “En este capítulo voy a revelar la manera en que la pérfida
y caprichosa Fortuna me asestó el segundo mandoble de ese día, fatídico, por cierto, no
sólo para mi carrera militar; sino para mi Patria tan querida”. En esta novela, sin duda una
de las más complejas del guanajuatense, el juego del ocultamiento y la revelación se da en
varios niveles. Por una parte, en lo anecdótico, está lo que el general desconoce —la
desgracia en que caerá su protector, el futuro promisorio de sus rivales, la traición de sus
compañeros—. Por otra, se encuentra algo que los lectores ignoramos y que está en la base
del relato del general: una serie de escritos infamantes cuyo contenido, paradójicamente,
sólo podemos inferir por lo que el propio Guadalupe Arroyo nos dice en sus memorias
como respuesta a éstos: “quiero dejar bien claro que no nací en un petate, como dice
Artajo, ni mi madre fue prostituta, como han insinuado algunos, ni es verdad que nunca
haya pisado una escuela, puesto que terminé la Primaria hasta con elogios de los maestros”.
Finalmente, más allá del mundo figurado en la narración, está lo que los lectores
conocemos: la historia de la Revolución Mexicana, las memorias de revolucionarios como
Juan Gualberto Amaya, Francisco J. Santamaría o Álvaro Obregón, de los cuales Los
relámpagos de agosto es una parodia des-encantada.
No deja de llamar la atención que en estas novelas parte fundamental de la trama se teja
en medio de una obra de teatro, en el primer caso; en un baile de salón, en el segundo, y
en un funeral que devino borrachera, en el último. Se trata del entrecruce de los espacios
broncíneos de la historia y los cobrizos de lo cotidiano. Basta desenfocar un poco la lente
histórica para que esos mismos personajes y hechos revestidos de heroicidad muestren lo
que tienen de contingentes, de azarosos y de triviales. Después de ver el busto irreconocible
de algún prócer anónimo, al lado del de Hidalgo y el de Morelos, Ibargüengoitia
recomienda a los jóvenes aprendices de héroe: “si no es uno calvo, o no tiene uno la
costumbre de amarrarse un trapo a la cabeza, hay que cultivar algo que constituya un
sello inconfundible, como, por ejemplo, usar anteojos cuadrados, dejarse crecer una barba
extraordinaria, por lo hirsuto, por lo ralo o por lo largo, o taparse un ojo con un parche,
porque en los rasgos fisonómicos nadie se fija, y un héroe sin imagen, es como si no
existiera”.
En Ibargüengoitia eso que se nos oculta y en un instante se nos revela es lo ridículo que
está detrás de lo sublime. Su llamada obra “privada” y su trabajo periodístico, como decía,
no están exentos de esta mirada decepcionada. Para el autor de Las muertas, la
grandilocuencia y la solemnidad no son un monopolio de las instituciones o de la historia
“oficialista”, pues permean nuestra vida diaria y constituyen una forma de relacionarnos
con la realidad; algo que despierta el escozor de nuestro autor y contra lo cual dirige su
humor crítico —o quizás sea precisamente esa dirección la que le da a su humor tal cariz—.
En los cuentos de  La ley de Herodes y en sus numerosos artículos no cesa este horror ante
la ceremonialidad y el sinsentido de lo cotidiano, los cuales se presentan bajo una infinidad
de formas: los rituales del mundillo intelectual, las imposturas ideológicas, las reglas de
etiqueta, los laberintos burocráticos, la corrupción institucional, las costumbres religiosas,
las modas pasajeras, las conmemoraciones patrias, la idea de lo femenino y hasta un charco
de agua hedionda en Coyoacán que se resiste a desaparecer. Nada se escapa a la mirada
ocre del escritor que —como bien ha visto Enrique Serna en un artículo reciente para
Letras Libres— sostuvo una batalla permanente contra la cursilería, que Ibargüengoitia
definía como “una disposición patética: querer ser elegante o apasionado y no poder serlo.
Querer ser y no poder”. Uno de los puntos más acabados de esta visión se encuentra, me
parece, en Estas ruinas que ves. Novela en la que nuevamente algo se oculta —el falso
chisme de que Gloria Revirado, objeto del deseo del protagonista y narrador, morirá en
cuanto tenga su primer orgasmo—, es el retrato de la intelectualidad provinciana de
Cuévano —doble de Guanajuato—, ciudad castiza, cultivadora del recato, el decoro y la
doble moral; pero, más aún, imagen sucinta de México tal como lo concebía
Ibargüengoitia. El título del relato no podría ser más elocuente y pone en evidencia la
decepción desde la cual Ibargüengoitia ve las cosas: “—Esto que ve usted aquí —le dicen
al visitante— no es más que rastrojo de lo que fue. A lo que el recién llegado debe
responder: —¿Pero cómo rastrojo, si esta ciudad es una joya? Si no dice algo por el estilo,
corre el riesgo de ofender al anfitrión, porque la añoranza de bienes pasados que parecen
tener los habitantes de Cuévano es falsa. En el fondo están satisfechos con la ciudad como
está”. La prosa de Ibargüengoitia no tiene reparos en ofender a sus anfitriones, ni se
muestra satisfecha con nada; por el contrario, se solaza en el desencanto de contemplar
únicamente ruinas donde los otros ven a “la Atenas de por aquí”.

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