lunes, 18 de noviembre de 2013

Los otros pasos de Jorge

Octubre/2013
Letras Libres
Armando González Torres, Jorge F. Hernández y Álvaro Díaz

El arte de armar pleito
Armando González Torres
La historia del debate intelectual aspira a llenar sus páginas con esa fina esgrima de las ideas que, se supone, marca los momentos climáticos en la conciencia colectiva. Sin embargo, no toda la polémica es civilizada y, a menudo, la lucha intelectual renuncia a las formas y adquiere un carácter de pleito arrabalero. Por lo demás, si bien las ideas son el ingrediente indispensable del debate, suele subestimarse el papel del ardor y el humor. Jorge Ibargüengoitia fue un observador controvertido y polémico de la vida y la historia nacional, que detentó una peculiar potencia polémica. Como es muy sabido, Ibargüengoitia fue un hombre de vocación pragmática que llegó, casi por casualidad, a la vida literaria: el joven ingeniero que, según relata el propio autor, se empeñaba en hacer funcionar una hacienda en Guanajuato y aprender el trato ambiguo de los campesinos súbitamente se convirtió, por la poderosa seducción de una puesta en escena de Emilio Carballido, en un aprendiz de arte dramático y, durante muchos años, picó piedra en el medio teatral. Luego de su decepción ante sus pocos logros y muchos obstáculos en ese terreno pasó con gran éxito a la narrativa. También cultivó el periodismo, publicó centenas de artículos y ejerció una crítica de las costumbres con una mirada tan amarga como festiva. Este autor atípico no respondía al arquetipo entonces vigente del artista: no blandía el escudo de la erudición, ni la lanza ética o ideológica; tampoco aguantaba las detracciones desde una altura olímpica o una indiferencia estoica y, a menudo, discutía con sus críticos (Ruffinelli, Alatorre) y hacía gala pública de sus filias y fobias. Su estilo directo, de una diáfana y seca corrección, así como su argumentación crítica, no apelan a los grandes discursos sino al sentido común, al legítimo egoísmo, a las flaquezas y prejuicios con que se identifica el individuo promedio.
Toda su obra puede observarse como una visión acerba de la historia, la vida social y política y el medio literario. Sin embargo, quizá la faceta más representativa de su vena polémica sea su etapa como crítico de teatro (El libro de oro del teatro mexicano, México, Ediciones El Milagro-UAM, 1999, es una magnífica antología de su trabajo en la materia). Ibargüengoitia hace crítica, cuando ya se ha desengañado, más que del arte, del gremio teatral, y guarda esa distancia, y ese resentimiento, que agudizan su pluma. “Durante un tiempo, hace años, fui crítico de teatro. Mis crónicas tuvieron un éxito modesto. Con ellas logré lo que nunca pude lograr con mis obras de teatro; es decir, que alguien las leyera.” En sus críticas de teatro, Ibargüengoitia ensaya una apreciación aparentemente ingenua, desde la perspectiva del espectador no especializado, que acude al teatro a divertirse y resulta frecuentemente decepcionado, agredido, ideologizado o aburrido sin misericordia. Por supuesto, este tono ingenuo oculta al conocedor solvente de todos los aspectos del teatro: la escritura, la dirección, el desempeño actoral, la música, la escenografía y hasta los problemas tras bambalinas (manejo de egos, recopilación de dineros, persuasión de autoridades incultas).
Hay dos momentos excepcionales en estas críticas que tal vez no son modelos del debate intelectual, pero sí son joyas del arrojo polémico y del afán parricida. Por un lado, su desahogo contra Rodolfo Usigli, su mentor, quien lo había formado e impulsado en el oficio teatral con un magisterio estricto. “Rodolfo Usigli fue mi maestro, a él debo en parte ser escritor y por su culpa, en parte, fui escritor de teatro diez años. Digo que fue mi maestro en el sentido más llano de la palabra: él se sentaba en una silla y daba clase y yo me sentaba y le oía, haciendo de vez en cuando un apunte en mi libreta...” Usigli e Ibargüengoitia se conocieron en 1951 cuando el ingeniero prófugo entró a estudiar arte dramático con el dramaturgo consagrado. Las cartas del maestro Usigli al discípulo que reproduce Vicente Leñero en Los pasos de Jorge (México, Joaquín Mortiz, 1989) son generosos consejos que constituyen una profesión de fe en el oficio artístico y muestran una preocupación casi paternal por la formación del pupilo. Con todo, el tiempo y diversos malentendidos los fueron distanciando: cuando en 1961 Usigli vuelve a México después de un largo periplo diplomático, en una entrevista con Elena Poniatowska menciona a los autores jóvenes más distinguidos y prometedores del teatro mexicano y el nombre de Ibargüengoitia no aparece. Sin ocultar su molestia, el alumno despechado reacciona de inmediato: “El caso es que yo, en venganza, escribí, y publiqué en el suplemento de Novedades, una nota intitulada ‘Sublime alarido del ex alumno herido’, acompañada de una tragedia en verso libre que se llama ‘No te achicopales, Cacama’. Nada de lo que he escrito ha sido tan venenoso, ni nada ha tenido tanto éxito.” La nota en cuestión comienza directamente con un reclamo ¡por qué no me menciona a mí! y para demostrar sus “méritos” el reclamante escribe una delirante y divertida mini-tragedia que ridiculiza la obra reciente de Usigli “Corona de fuego”, que trata del martirio de Cuauhtémoc y, de paso, se burla de la jerga y el tópico indigenistas, cuyos ecos rezagados se cuelan en la creación del maestro. (“Suena el teponaxtle, el xoxtle y el poxtle, la chirimía y el chichucaxtle; blanda el guerrero la macana con gana, porque yo, Cacama, lo ordeno.”) Este arrebato no solo muestra el enojo del ofendido, sino la forma en que una reacción visceral puede ser iluminada por el ingenio.
Otro de sus momentos polémicos controvertibles y memorables es cuando hace una crítica a la puesta en escena de Juan José Gurrola, en la Casa del Lago, de dos textos de Alfonso Reyes, el relato “La mano del comandante Arana” y “Landrú”. El primero es un relato fantástico de tono menor donde la mano de un militar adquiere vida propia, mientras que el segundo es un texto dramático sobre el célebre asesino francés que Reyes trabajó por muchos años sin atreverse nunca a publicarlo y que su viuda autorizó para su aparición en la revista Universidad de México, en 1964. Ibargüengoitia no gustó de ninguna de las dos obras y apenas celebra la voluntad de los actores para “hacer parecer ingenioso un texto que es de una estupidez y densidad verdaderamente lamentables”. Ibargüengoitia no solo se indigna contra la obra, sino contra la reacción del público que aplaude y se desternilla cada vez que la mano hace signos procaces. “Esto es más lamentable todavía que la obra, porque ocho cuartillas malas cualquiera las escribe, pero que el público no tenga alientos para protestar ante un fraude, es signo nefasto del tiempo y la sociedad en que vivimos.” En el mismo número, Carlos Monsiváis escribe una nota en la que defiende al Reyes ultrajado y condena la crítica impresionista y chistosa. En un número ulterior, Ibargüengoitia responde y renuncia su columna, cancelando así uno de sus últimos vínculos con el género que lo llevó a la literatura. “Los artículos que escribí, buenos o malos, son los únicos que puedo escribir. Si son ingeniosos (ver Monsiváis, loc. cit.) es porque tengo ingenio, si son arbitrarios es porque soy arbitrario y si son humorísticos es porque así veo las cosas, que esto no es virtud ni defecto, sino peculiaridad. Ni modo. Quien creyó que todo lo que dije es en serio es un cándido y quien creyó que todo fue broma es un imbécil.”
Hasta aquí la anécdota. Lo cierto es que estas exhumaciones de la malquerencia literaria de Ibargüengoitia, más allá de su carácter hilarante, hacen pensar en la naturaleza de la crítica: ¿hasta qué punto es imparcial el opinador? ¿Hasta qué punto la argumentación y apreciación la gobiernan el altruismo, la convicción ética, la apuesta por valores estéticos y el conocimiento profesional? ¿Cómo se puede guardar una distancia crítica ante la cercanía del sujeto a criticar? Y es que, como lo deja ver Ibargüengoitia, muy probablemente cuando se critica al contemporáneo no se critica al artista, sino al amigo o, al contrario, al pesado que no saluda en las tertulias, al galancete que se lleva las mejores muchachas de las fiestas o al gorrón que nunca paga los préstamos. Igualmente, en un medio polarizado el método más socorrido para apreciar a un contemporáneo suele ser el hígado y no es extraña la crítica de consigna y de conveniencia. Esta frecuente e inevitable situación de cercanía emocional y conflictos de interés apela, para mitigarla, tanto a la ética del crítico, como a su humor y realismo. Al poner en suspenso la banderas morales y profesionales de la crítica, Ibargüengoitia hace recaer en el texto, en su ingenio y verdad intrínsecas, el peso de la prueba polémica. Por eso, ese insigne golpeador tuvo, al menos, el mérito de llevar a la superficie, con una inusual sinceridad y con la dignidad del humor, esa oscura y fascinante república subterránea de la maledicencia.

La patria a cuestas
Jorge F. Hernández
Basta verlo en fotografías o mirarlo en el recuerdo para confirmar que Jorge Ibargüengoitia viajaba con México sobre los hombros, filtrado en las retinas o conjugado en la saliva como un sabor inevitable que se mezclaba con todos los paisajes posibles del mundo, así como todo lo que veía tenía una o varias dioptrías de comparación o identificación con la matria de sus recuerdos. Hay mexicanos que en cuanto se llegan a Madrid empiezan a cecear como si no fueran descendientes indirectos de Tetlepanquetzal y hay los que ya son viajeros frecuentes a New York que no solo niegan haber utilizado triángulos de tortilla como tenedores para comer huevo revuelto en algún momento de sus triunfadoras vidas, sino que además ya miran con desprecio a los paisanos que siguen llamando mojados aunque llevan más de diez años de residencia oficial en New Jersey... pero hay mexicanos que viajamos dentro y fuera de México como si lleváramos la patria a cuestas, como una inmensa piedra que nos convierte en Pípilas para todo paisaje.
Ibargüengoitia llevaba la patria a cuestas cuando detectaba con ojo clínico en un aeropuerto de una nórdica ciudad a un mexicano que “llevaba una gorra de piel y un pesado abrigo negro. Esto no daba ninguna pista. Los bigotes finos y bien recortados lo hacían sospechoso, pero lo que precipitó mi conclusión fue que del abrigo negro salían unos pantalones de gabardina azul pavo y, de ellos, unos zapatos amarillos, que es una combinación que solo se encuentra entre la personas nacidas en los alrededores de Moroleón, estado de Guanajuato”.
Es inevitable. Uno se propone guardar y hacer guardar preceptos de la hermandad universal y, sin querer, vemos de lejos (y luego, con estupor en cuanto se nos acercan) a los paisanos que nos recuerdan precisamente aquello de que la Patria es primero, que solo estamos de viaje y luego hemos de volver a las pesadillas y quesadillas de siempre. En la enredada balanza de las comparaciones a Ibargüengoitia le tocó una larga época –no muy diferente a la de hoy mismo– en la que el viajero mexicano vuelve del extranjero para presumir maravillas tecnológicas que aún no llegan al Valle de Anáhuac o bien quejándose de que Tokio será la ciudad del mañana, pero allí ya nadie sabe hacer un buen huevo estrellado.
Lejos del Síndrome del Jamaicón (ese nostalgia irrebatible que aqueja a quienes no pueden estar más de veinticuatro horas lejos del comal maternal), Ibargüengoitia aguzaba la miraba de sus ojos inmensos como si fuera un ensayista inglés de principios de siglo XX, un Chesterton agudo y cuevanense que con genial sentido del humor (y no por hacerse el chistosito) detectaba al instante la ironía, los sarcasmos, el ridículo, la pura verdad, belleza o engendro de reconocer en pleno centro de Berlín a un volador de Papantla o al licenciado Rivadavia, catedrático de la Universidad de Guanajuato, en viaje de evidente placer con siete miembros horrendos de su familia.
Aquí quizá quepa aclarar que Jorge Ibargüengoitia era viajero profesional desde la infancia por el hecho de haber sido boy scout, ese gremio de empedernidos excursionistas, montañistas heroicos que son capaces de encender una fogata sin cerillos, amarrar un mástil en medio del bosque con nudos infalibles y conquistar todos los campos de estrellas con interminables narraciones de madrugada. Es celebrado el cuento donde Ibargüengoitia narra la envidiable aventura cuando asistió con su amigo Manuel Felguérez al Jamboree mundial de los scouts en Europa sin la venia oficial de la organización y por la vía libre en su más honesta acepción: desde entonces se explaya en él la habilidad no solo de la detección instantánea de paisanos, sino de la contemplación del mundo y de todos los Otros con ojos de papel volando, esa suerte de invisible penacho con el que medimos la ridiculez ajena o detectamos vicios y virtudes en los países sin ñ.
Bien vista, esta sabia virtud de Ibargüengoitia –que se contagia en cuanto lo leemos– se aplica no solo para viajes por la América ignota, sino también en recorridos por el México insólito. Tal como hiciera él mismo, el viajero que se arma con este tipo de sinceridad en las maletas detecta que un hotel en pleno centro de San Andrés Tuxtla, Veracruz, bien podría ser un edificio clonado de la colonia Narvarte en la ciudad de México y además consigna que sobre el escritorio de la habitación que parece un horno transita “una cucaracha del tamaño de un pambazo”, así también un viaje relámpago a Tepoztlán, Morelos, se envuelve en una neblina de nostalgias de cuando Ibargüengoitia llegó siendo scout y contrasta con la crónica donde va del brazo de Joy Laville y en donde no se libran de que un fulano invisible le robe a Jorge la libreta de direcciones creyendo que era su cartera y un dipsómano empedernido se acerque necio en medio de una plaza recién llovida para insistir que le regale un cigarro, como el personaje necio de su novela Estas ruinas que ves que se empeña en conocer a los comensales de una tertulia cantinera hasta terminar orinándose encima de ellos porque no lo reconoce nadie.
Ibargüengoitia en Washington es también capaz de definir a primera vista la blanca ciudad de los negros como la capital mundial de las estatuas en bronce verde, zurradas ad náuseam por palomas más que groseras y poner en real perspectiva la desconcertante opulencia de los monumentos griegos, banquetas, letreros y hasta obelisco si no de mármol al menos de granito dizque impoluto que nada tienen que ver con los estrechos callejones empedrados de Guanajuato; y es también el agudo observador que descubrió que llegar a Lima produce una sensación idéntica a la de aterrizar en Querétaro y el narrador que supo distinguir los distintos grados de nostalgia que destila Buenos Aires, no sin antes acotar que muchos mexicanos la definirían como ciudad europea o más bien “París pero con Paseo Montejo”. Ibargüengoitia en La Habana es el dramaturgo que ha dejado de serlo para consagrarse como novelista premiado y escoltado por un inseparable uniforme verde olivo que no lo deja solo ni en los elevadores del hotel; Jorge con Joy en París es el que dice vivir todas las noches en México por los sueños donde se le aparecen choferes de autobús que parecen siempre rondar las calles aledañas al Paseo de la Reforma, porque uno se acuesta con la patria sin importar en realidad dónde duerme al llevar encima tanta pesadilla y tanto sueño entrañable como quien memoriza charlas de sobremesa que se guardan en la saliva y reaparecen inesperadamente en un comedor de Italia y porque uno lleva tatuados en el alma escenarios biográficos que luego se confunden y parecen un déjà-vu al cruzar una esquina de Praga o un prado en Bulgaria y creer que hemos vuelto sin explicación posible a un rinconcito ya casi olvidado de Morelia o al prado intacto de un jardín en Silao.
Los pasos de Jorge lo convertían en viajero incluso cuando iba de Coyoacán al Zócalo de la ciudad de México y en más de una ocasión sus maravillosos párrafos en periódico no eran más que la detallada crónica de una travesía que parecía inverosímil: el viaje en metro, los ajetreos del autobús y las peripecias de los taxis como continuación interminable de las aventuras como scout al aire libre, cruzando los cerros morados y luego como viajero de trenes, experto en navegaciones bizarras para atravesar el Atlántico hasta llegar al destino inexplicable –y trágico– de volar por todo el mundo (y no hay quien pueda quedarse quieto ante el óleo de colores pálidos donde Joy lo retrata sobre el infinito azul y a lo lejos se ve ese avión que podría llamarse eternidad). Es el instante que ya dura para siempre donde Ibargüengoitia camina por las calles viejas de Madrid, donde decía sentirse como en casa, y a cualquiera de sus devotos lectores nos duele tanto saber que una rara forma de evocarlo es imaginar ya para siempre que él anda de viaje, precisamente allá y más lejos, aunque lleva la patria a cuestas.

Desde chile
Álvaro Díaz
“Le cuento que la visita a la hemeroteca no fue muy exitosa. Pero valga decir en mi nombre que ahí estuve de 9:30 a 15:00 horas muy dedicada, y que luego me vine corriendo a mandarle este mensaje antes de pasar por mi chamaca.
En fin: el sistema de consulta es un desastre, y para acabarla no te dejan fotografiar los tomos, solo fotocopiar las noticias. Y si el tomo ya está malito de encuadernación no te dejan ni fotocopiar las notas. Eso me pasó en varios casos, quizá los más tristes sean los textos ‘De Jorge solo quedó un zapato; mejor así no le podrán hacer homenajes nacionales: Juan García Ponce’ (Fernando de Ita, Unomásuno, 2 de diciembre de 1983) y ‘Fundamental, mi querido Jorge’ de Juan José Gurrola (Unomásuno, 7 de diciembre de 1983), en el caso del primero quise copiártelo a mano pero eran tres columnas en casi toda la página y me desalenté rápido.”
Aunque no lo parezca, el correo de Renata, mi diligente cuñada mexicana, estaba lejos de ser una decepción. Contenía un puñado de interesantes recortes de diarios que reseñaban la trágica muerte de Jorge Ibargüengoitia y apuntes de cercanos que justificaban con creces la mañana sacrificada entre periódicos desintegrados y funcionarios hoscos. Me habían encargado el prólogo de Recuerdos de hace un cuarto de hora, selección editada en Chile de artículos de Ibargüengoitia, y deseaba establecer su lugar dentro de las letras mexicanas al momento de su muerte, objetivo que estuve lejos de cumplir y que a la postre daba lo mismo. Solo pude asegurar que Ibargüengoitia no tenía la cuenta bancaria de Vargas Llosa, pero estaba lejos de ser un vagabundo: vivía tranquilamente en París, cobraba decentemente y tenía una esposa inglesa y pintora. Lo que sí obtuve fue el relato estremecedor del Avianca capotado en el aeropuerto de Barajas y las múltiples impresiones de sus contemporáneos, que daban cuenta de una personalidad compleja, alejada de la caricatura bonachona que un aficionado podría construir de un autor eminentemente humorístico. Entre ellas una columna de Enrique Aguilar titulada “Jorge nos hizo llorar a todos”, aparecida el 29 de noviembre de 1983, dos días después del accidente. Aguilar, en tono de ficción, imagina el dolor que provoca en una familia seguidora de Ibargüengoitia la noticia de su deceso. Lo que para la mayoría era un hecho impactante pero olvidable, para los protagonistas de la columna es una fatalidad mayor. Se han leído todas sus crónicas, cuentos y novelas, y saben que ya no queda nada en ese estante fantástico. El escritor que producía el milagro de hacer reír ya no publicaría más, y los libros volverían a ser lo que eran: un decorado en la repisa, amparo seguro para el aburrimiento. “Ayer todos juntos se pusieron a chillar –escribe Aguilar en el último párrafo de su columna–. Hubo quien aún no había leído Los pasos de López y lo dijo abiertamente. A ese lo vieron con cierta envidia porque a ese Jorge aún tenía algo más que contarle que no fuera el único mal chiste que desde en la mañana todos ya sabían.”
Mi hermano Rodrigo, pareja de Renata y avecinado en el Distrito Federal, fue quien me recomendó Ibargüengoitia a ojos cerrados. Fui a buscar algún ejemplar a la librería El Sótano de Coyoacán, pero me costó un mundo encontrarlo, no porque no estuviera sino porque en la media hora de caminata se me olvidó por completo su difícil nombre. Después de un rato preguntando sin éxito (es complejo preguntar por un escritor del que se desconoce su identificación y su obra) di de rebote con Dos crímenes y recordé que ese era uno de los títulos recomendados. La portada en tonos pastel ilustrada por Joy Laville y la sencillez de la edición me asustaron un poco, porque me recordaban algunas novelas escolares chilenas de lánguido devenir. Pero bastaron un par de páginas para echar por tierra los prejuicios. Ibargüengoitia tenía un ritmo narrativo perfecto, una capacidad de observación privilegiada y sentido del humor absoluto. Lo que me gustó de entrada es que escribiera un sencillo etc. para cerrar párrafos amenazados por el tedio o un innecesario lucimiento estilístico. Mientras leía pensaba que era el guión perfecto para una película, incluso fantaseé con conseguir los derechos, pero al detenerme en la geografía del Plan de Abajo, región ficticia donde sucede el universo ibargüengoitiano, me di cuenta de que en Chile era imposible recrearla. Luego supe que otro se me había adelantado y la película ya existía. La vi pero no era lo mismo. Donde por escrito todo era encanto, en la pantalla apenas palpitaba algún esbozo de vida. El director Roberto Sneider siguió a la pata el relato pero no supo captar en imágenes su lucidez, sucumbiendo en un estilo de cine latinoamericano muy propio de hace un par de décadas: turístico, folclórico y almibarado. Este traspaso de formatos hace evidente por comparación el genio de Ibargüengoitia: escribir sin moralina, con una precisión abrumadora y hacerlo ver como si no importara, como si estar del lado del público para inquietarlo y hacerlo reír fuera fácil, lógico, un asunto de sentido común.
Ibargüengoitia estaba lejos de ser un payaso. No le interesaba la burla ni la caricatura, sino la profunda humanidad que mueve a las personas sobre la tierra. Él mismo lo define en una entrevista, aparecida en el número 100 de la revista Vuelta: “El humorismo no sé qué es. Un señor que hace chistes no me interesa. Sé que ciertas cosas son chistosas, y puedo hacer chistes, pero no me parece que la risa tenga ninguna virtud ni que sea una ventaja. Lo que a mí me interesa es presentar la realidad y si la presentación puede ser chistosa está muy bien. Pero hacer un chiste de algo que no es chistoso me parece grotesco. La muerte de alguien, la muerte de un canalla por ejemplo, puede ser la cosa más chistosa del mundo. Pero en el momento en que la presentas así pierdes una perspectiva, la escena queda fuera de su dimensión particular.”
La humanidad tendemos a confundirla con el humanitarismo y todos los loables valores que de él provienen. Pero nada más distinto. La humanidad no juzga ni hace valoraciones más allá de lo que ve. Describe desde un punto de vista concreto una realidad con ánimo de comprenderla. La desconfianza, el egoísmo y la envidia son tanto o más humanos que la generosidad o la filantropía. En el humanitarismo, el pobre y el sometido son mejores que el rico y el abusador. En la humanidad, no. En este sentido, un autodenominado “servidor público” era para Jorge un ser digno de toda sospecha, para qué decir las ceremonias solemnes y los episodios heroicos. En los mundos político-militar de Los relámpagos de agosto o universitario de Esas ruinas que ves no habita ni un solo ser digno de homenaje. Todos se mueven por miserias y son la desidia, la vanidad y el deseo los legítimos motores de todo lo que acontece. “Soy hombre, y a ningún otro hombre estimo extraño”, escribió Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida. A Ibargüengoitia esa cita le venía como anillo al dedo.

No hay comentarios: