sábado, 15 de octubre de 2011

Una confluencia permanente: Reyes y Pacheco

15/Octubre/2011
Laberinto
Rafael Olea Franco

En una ocasión, Carlos Monsiváis me contó que durante una tertulia, Alfonso Reyes (1889-1959) escuchó alborozado una erudita pero lozana explicación histórica sobre los orígenes de lo que en México llamamos pan francés. El joven (acaso de veinte años) que dialogaba así con el maestro Reyes respondía al nombre de José Emilio Pacheco (1939) quien, entre otras cosas, aclaró que la denominación debería ser pan vienés, pues llegó al país con las costumbres de Maximiliano y su séquito. A pregunta expresa, Pacheco se negó a confirmar esta anécdota, la cual atribuyó, supongo que por modestia, a la amistad que le profesó Monsiváis. Pero la prolongada relación que Pacheco ha establecido durante más de medio siglo con la vasta obra de Reyes sí es tangible.

Aunque los inicios de la precoz y diversificada carrera literaria de Pacheco (narrador, poeta, ensayista, traductor-creador, fundador del género “inventario”) se pierden en efímeras publicaciones, su temprana inserción en el campo intelectual se remonta a la revista Estaciones de Elías Nandino, en cuyos números 5 y 6 de 1957 se difundieron, respectivamente, un soneto suyo (“Eva”) y uno de sus primeros relatos (“Tríptico del gato”). De este modo, él convivió textualmente con Reyes, quien fue asiduo colaborador de Estaciones desde el primer número de ésta (primavera de 1956), que abre con un ensayo suyo. Además de la distancia generacional que los separaba (exactamente medio siglo), el trato personal fue efímero, debido a la pronta desaparición física del maestro (27 de diciembre de 1959). No obstante, desde el principio Pacheco emprendió una ininterrumpida y fructífera labor de comentarista de su obra, porque como dijo en “Para acercarse a Reyes”, inventario de 1989 que conmemora el centenario del nacimiento de éste: “la lectura es una conversación a larga distancia pero de persona a persona”, frase que complementa la célebre expresión quevedesca de la lectura como una conversación con los difuntos.

La publicación gradual de las obras completas de Reyes a partir de 1955 encontró a un fiel difusor en Pacheco, quien desde 1959 les dedicó notas críticas en diversos suplementos y revistas, como México en la Cultura, Revista de la Universidad, La Cultura en México. De hecho, él ha recordado cada décimo aniversario luctuoso de Reyes, aunque a veces el texto correspondiente ha salido con un ligero retraso, como sucedió con “Reyes en una nuez” (La Cultura en México, 21 de enero de 1970), donde parodia el título de uno de los más famosos ensayos del escritor para ofrecer una apretada pero útil síntesis de su vida y obra, así como una serie de referencias críticas.

Pacheco examina tanto la obra de Reyes como sus simpatías y diferencias con otros escritores (entre ellos, Borges, Vasconcelos y López Velarde). En todos estos textos, que escapan a cualquier clasificación genérica, despliega una enorme creatividad. Por ejemplo, en el inventario de 1979 con motivo del vigésimo aniversario luctuoso de Reyes y Vasconcelos, imagina una conversación que implica una especie de ajuste de cuentas. En ese “Diálogo de los muertos”, mientras Reyes rechaza el presente de 1979, Vasconcelos exclama exultante: “Hay cosas buenas. Me da gusto comprobar que al fin se adoptaron oficialmente mis tesis sobre el criollismo”; pero Reyes le contesta, con simulada actitud elusiva: “Cambiemos de tema. No critico al régimen ni me gusta hablar de política”. Entonces Vasconcelos contraataca: “Ni la muerte pudo curarte de tu trauma, Alfonso: el general Reyes murió hace mucho tiempo”. Esta frase alude tanto a la muerte, el 9 de febrero de 1913, del general Bernardo Reyes, que provocó el “trauma” de su hijo, como a la Oración del 9 de febrero, quizás el más entrañable texto de Alfonso, quien por íntimo pudor lo mantuvo inédito (publicado póstumamente, se eleva como una de las cimas de la escritura autobiográfica en México). Así, Pacheco exhibe con elegante ironía su amplio conocimiento de la cultura mexicana, con lo cual, como acostumbra, imparte una sutil lección magistral a sus lectores (¡ojalá todos los maestros fueran así!).

Más abarcador es el balance de la obra de Reyes incluido en el citado inventario donde Pacheco celebra el centenario de su antecesor. Entre otros aspectos, destaca uno controversial: su helenismo, práctica en la que él mismo se declaró principiante, debido a sus limitados y confesos conocimientos del griego. Luego, Pacheco cita con inteligencia a un autor grato para Reyes: Toynbee, quien sostiene que la evocación de las múltiples experiencias griegas resulta útil porque éstas son análogas a las nuestras; de esto concluye que al interesarse por la tragedia griega, “Reyes no se alejó de su aquí y ahora: le presentó un espejo lejano”. Añade que los seis tomos reyistas dedicados a Grecia bastaron para que se forjara la leyenda de que nunca se ocupó de México, cuando incluso su excelente poema dramático Ifigenia cruel (1924), de raigambre clásica, se refiere al país. Después menciona algo silenciado: que el enemigo de Reyes fue Ángel María Garibay, quien pese a su dominio del griego jamás manejó el español como él; al final, Pacheco sueña utópicamente en lo que hubieran logrado Reyes y Garibay traduciendo juntos poesía griega o náhuatl.

Pacheco nunca ha sido un iconoclasta, por lo que reconoce con gratitud sus influencias (Reyes, Borges, Paz, López Velarde, etcétera). En noviembre de 1965, al participar en la famosa serie de tempranas autobiografías denominada Los narradores ante el público, exaltó hasta la hipérbole al maestro: “Reyes abrió la posibilidad moderna de escribir en México. Arrojó al surco la semilla para que el campo verdeciera. Todos, hasta quienes no lo leyeron, hemos salido de él; y si nos apartamos es para regresar con mayor fuerza”. En efecto, Pacheco siempre ha regresado con vigor, constancia y afecto a Reyes, rasgo incluso visible en sus trabajos de los últimos meses. Al impartir su reciente ciclo de conferencias en El Colegio Nacional, titulado “Literatura mexicana hacia 1910”, dedicó una de ellas, la del 21 de octubre de 2010, al análisis del primer libro de Reyes: Cuestiones estéticas (1911). Su más fresca aportación a las reflexiones sobre este escritor ha sido el inventario del 18 de septiembre de 2011, cuyo título es sorprendente: “Alfonso Reyes y la invención del blog”. El desconcierto inicial se diluye desde el primer párrafo, donde Pacheco, quizás en consonancia con el estilo ensayístico de Borges, enuncia su hipótesis: “En los quince números de su Correo Literario Monterrey, publicado entre 1930 y 1937 en Buenos Aires y en Río de Janeiro, Alfonso Reyes aparece como un antecedente y precursor del blog en tanto espacio a la vez público y privado”; en efecto, desde Sudamérica Reyes intentó, con su periódico unipersonal Monterrey (una “casi carta circular”, como la definió), entrar en diálogo con sus pares, del mismo modo que ahora, por medios electrónicos, se hace en numerosos blogs. Pacheco afirma que de toda la experiencia literaria de Reyes sobrevive su prosa “hoy como entonces modelo inalcanzable de naturalidad, velocidad, armonía, precisión”; concuerda así con Borges, quien solía incluir a Reyes entre los escritores que le enseñaron que el español podía ser un instrumento de precisión y elegancia. Esta alusión me sirve para concluir mi breve nota. En el epílogo de su libro El hacedor, Borges fabula que un hombre cuya vida se ha consagrado a dibujar el mundo, al final descubre que “ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”. Del mismo modo, creo que al delinear durante más de medio siglo la obra de Reyes, Pacheco ha dibujado su propia literatura (sus temas, su estilo, sus obsesiones); por ello, el Premio Alfonso Reyes que este año le ha concedido El Colegio de México confirma una vez más las infinitas coincidencias entre estos dos clásicos de nuestra cultura. Hoy, Pacheco encarna el espíritu universal y humanista de Reyes.

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