sábado, 29 de octubre de 2011

La muerte soñada

“Es más fácil soportar la muerte sin pensar en ella”, escribió el filósofo francés Blas Pascal. Contraviniendo esta máxima, hemos invitado a cinco escritores a que imaginen, o intenten representar, su propia muerte. Acompañamos estos textos con las opiniones de Richard Ford y Martin Amis.

29/Octubre/2011

Laberinto

Muerte en vilo

Jorge F. Hernández

Hubo una época larga en la que soñaba que la muerte ideal sería a consecuencia de una cornada en la femoral, en pleno centro del ruedo de la Monumental Plaza de Toros México y como colofón a una de las más bellas faenas en la historia de la tauromaquia. Luego, al paso de las canas y la llegada de las lonjas, la muerte idealizada se volvió nefasto anhelo de gloria literaria: morir con la Mont Blanc congelada en la mano —en un rigor mortis que complicaría mucho la labor de quien quisiera zafarla de mis dedos fríos— y allí sobre el último pliego una postrera frase ya inmortalizada en medio de un charco de tinta morada.

En realidad, el garlito de una muerte ideal se filtra en el ego con una engañosa saliva de querer trascender y no irse del todo, pero no deja de ser un engaño más de la vanidad engreída. En realidad, llega la muerte y no da tiempo de considerar todas las circunstancias ideales —preparar debidamente su mis èn scène— para que el desahucio resulte perfecto. Lo digo porque me consta.

Sucede que hace poco más de una década, un cáncer amenazó con aliviar al mundo de mis necedades y su posible idealización se redujo a la profunda y convencida desolación al ver que mis hijos eran demasiado pequeños y aún nos quedaban muchos libros por leer... y hace poco más de cuatro meses sobreviví a un infarto mayúsculo que estuvo a punto de dar conmigo el punto final. Me salvé de milagro y escribo estas líneas en la perfecta soledad a la que he vuelto con la callada resignación de que a nadie preocupa ya si estuve tan cerca de irme, y a solas... pero el cornadón al miocardio sirvió para dejar de fumar de una vez por todas (y al parecer, esas tres cajetillas de tabaco ya no me hacen falta para mi insomnio) y se supone que he de bajar de peso para siempre. En realidad, por encima de todo, el infartazo me permitió leer en vida mi obituario, ver en vivo los verdaderos afectos y amistades que me son incondicionales y vivo hoy cada minuto de cada día con la convencida intención de estar a la altura de tanto amor y tanta vida que se me concede con cada abrazo y buen deseo de los demás; vivo también con la convicción que he de superarme y quizás incluso, escribir mejor, aunque lo más seguro es poder volverme mejor lector... y así, entonces: la muerte ideal es esta vida que vivo hoy. Ya veremos cuánto dura la eternidad feliz de esta nueva oportunidad... ¡algo que en realidad no había ni soñado!

El dios de mi infancia

Jennifer Clement

“No saldrás con vida de esta vida”, me decía mi padre y a veces alargaba la frase de este otro modo: “No saldrás con vida de esta vida, mi vida”.

Desde niña pensé que nunca nos decimos con cariño “mi muerte”.

Como narradora, tengo que pensar en las muertes de mis personajes dentro de las novelas que escribo. A veces estas muertes las invento, pero pueden también ser reales. En mi libro El veneno que fascina, en el coro que cierra cada capitulo, retraté asesinas verdaderas, reales. Ahí describí cómo Lizzie Borden mató a su familia con un machete; cómo Delfina y María de Jesús González (Las Poquianchis) enterraron a sus víctimas en el patio de su casa; o cómo Dhanu mató a Rajiv Gandhi cuando dejó estallar un cinturón de explosivos amarrado alrededor de su cintura. En esta misma novela, llena de muertes históricas, escribí la muerte inventada de una huérfana que pierde su vida por las quemaduras que sufre en la explosión en una refinería de Pemex. El hogar de esta niña estaba muy cerca del incendio. Para mí, como escritora, la muerte siempre está dentro del lápiz.

Me gusta ir a los panteones y caminar entre las sepulturas y leer los nombres en las piedras. A lo largo de los años he escrito sobre tumbas que me cautivan, por ejemplo sobre la tumba del periodista Víctor Noir en el Pere Lachaise de París. La sepultura de Noir es una escultura de bronce, de tamaño natural. En ella, los labios brillan porque muchos de los visitantes, fascinados por su belleza, los han besado. En el Panteón del Tepeyac me asombra siempre ver que Xavier Villaurrutia está enterrado a unos cuantos pasos de Antonio López de Santa Anna. La muerte produce unos raros compañeros de sueños y de cama.

También he escrito sobre la tumba de Isabel I de Inglaterra y María Tudor, que comparten sepulcro. En la base del mausoleo dice: “Compañeras en trono y en tumba, aquí dormimos, Isabel y María, hermanas, en la esperanza de la resurrección”. La tumba de la familia Brönte me conmueve también, porque Emily y Charlotte comparten la misma tierra. Me gusta pensar que los huesos y el polvo se confunden.

¿Cómo imagino mi muerte?

Me imagino que en la muerte le llamaré al Dios de mi infancia, el que conocí de niña, cuando creía en Dios.

No moriré en París

Sandra Lorenzano

“Moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo”, escribió César Vallejo. Y así fue.

Las palabras tienen el extraño poder de convocar realidades. Hace poco más de cinco años comencé a escribir una novela que sé que nunca terminaré. La escena inicial mostraba a una mujer de alrededor de cincuenta años tomándole la mano a su madre enferma, y recordando la vida de ambas, en la última noche que podrían compartir. Algunos meses después de que escribiera ese inicio de relato, a mi madre le descubrieron una enfermedad terminal y murió sin darnos tiempo suficiente para despedirnos con el cuidado y la prolijidad con que sí lo hacía la protagonista que no existió.

No nací en México, y aunque siento que me he “mexicanizado” en muchas, muchísimas cosas, aún me resulta imposible burlarme de la muerte. Así que mi primer intento de responder a esta invitación con un relato juguetón acorde a las fechas, murió —permítanme decirlo así— ante mi azotada y omnipresente relación con la parca.

¿Puedo, entonces, de verdad escribir algo sobre mi propia muerte? Me gustaría imaginar una muerte que no fuera el final de nada, sino un simple cambio de “estado”, por decirlo de alguna manera. Como personaje de Rulfo, claro, o de Edgar Lee Masters, en la maravillosa Antología de Spoon River. Pero tengo demasiadas dudas sobre la existencia de un más allá como para confiar en ese futuro tan incierto.

Lo que sí sé es que difícilmente muera en París, con o sin lluvia, ni en Comala, ni en Illinois. Aunque ¿quién sabe? El azar tiene caminos que la razón (incluso la más cercana para mí: la razón poética) desconoce.

¿Cómo te gustaría que fuera tu propia muerte?, me preguntan. Aquí entre nos: no me gustaría que fuera. De ninguna manera. Yo paso, quisiera responderles. No juego. Pero dado que la vida no nos deja otra opción (bueno, aunque aparentemente hay otras opciones, cercanas a la ciencia ficción, evadirla, lo que se dice evadirla, no lo lograremos nunca. Recuerdo la fascinación que nos causaba a mi hermano Pablo y a mí, el relato que nos hacía mi padre del cuerpo congelado de Walt Disney), aquí me tienen intentando imaginar lo inimaginable: mi propio fin.

¿La imagen ideal? En la cama, tomada de la mano de mi gente querida. Como en esa novela que ya nunca podré escribir. Y eso sí: muy, muy vieja.

Ante la inminencia

Andrés de Luna

La muerte es compañera fiel. Asoma su huesa en algunos momentos de la existencia, en tanto en otros mantiene una actitud desinteresada. Pensar en un final posible es elección interesante. ¿Cómo se acabará la vida?, ¿cómo concluirá este tránsito necesario e irremediable a la vez? El cuerpo, al paso de los años, queda a merced de un Cronos iracundo que devasta todo, que hace estragos en los organismos y los confina a la decadencia. Por esa razón, en mi caso personal, nunca pensaría en terminar mis días en una cama en plena cópula, en un acto erótico que podría parecer adecuado, pero que en realidad y en la práctica sería horrible, sobre todo porque a nadie le gustaría tener en su lecho a un muerto con gesto babeante y rictus de aparente placer, que estaría confinado a la máscara grotesca. ¡Nada de eso! Una muerte semejante sólo es posible con la prestancia de la juventud o de una madurez temprana al estilo del actor y director cinematográfico Max Linder, quien se suicidó en su cama al lado de su esposa después de un encuentro sexual. Para mí una muerte soñada estaría ligada a
una audición musical, la escucha de unas composiciones de música predilecta a lo largo de los años. Algo de Bach, una obra coral de las muchas que escribió, o algo del Clavecín bien temperado, aunque también podría ser el segundo quinteto de Fauré o algo de Don Giovanni de Mozart. Esto constituiría un momento grato que me conduciría con euforia por los caminos misteriosos de la Parca. Esto supone terminar sentado en un sillón y que, de pronto y sin más, irrumpiera un infarto al miocardio. Esa sería la muerte soñada, pero la que se convertiría en franca pesadilla es la de una enfermedad que me convirtiera en un estorbo, en un ser dependiente que se viera imposibilitado para realizar las funciones indispensables sin la ayuda de los otros. Entonces, creo, la obligación sería quitarse la vida con una sobredosis de algún medicamento; sin que esto fuera una tortura, más bien algo sereno y exento de complicaciones como para sobrevivir ante dicha experiencia. Debo decir que el suicidio está fuera de mis preferencias, sólo acudiría a él en un momento extremo, como una caída al abismo.
Uno navega en la esperanza, siempre absurda, de que la muerte llegará con toda la dignidad posible y nos conducirá por sendas afelpadas. También hay quienes hablan de ese final mientras se duerme; yo preferiría que viniera la muerte cuando estoy despierto, que llegara con su rayo fulminante. Alguna vez soñé que la muerte era un desprendimiento, veía que mi cuerpo flotaba; el espíritu, o lo que sea, se elevaba cual si se tratara de un globo de gas. La sensación tuvo algo de beatífica y la percibí con esa realidad que abruma. Luego de esto nunca volví a percibir ese estado. Fue tan real la experiencia que durante años pensé que de esa forma se llevaría a cabo el paso de la vida a la muerte. Ahora, más que nunca, creo que esto fue un error craso. Por lo pronto me quedo con Bach, Mozart o Fauré. Lo demás vendrá a su debido tiempo.

Post scriptum

Ana Clavel

Cada cual contenía su muerte,
como el fruto su semilla.

Rilke

Se me olvidaba decirte que, a pesar de todas mis muertes, todavía te sueño. Claro, en un mensaje de tan pocas líneas donde imaginaba mi nueva muerte, es difícil dar cabida a las turbulencias que aún provoca tu imagen. Pero cuando te sueño no te pareces. En cada sueño eres alguien diferente. No sé cómo es que a la postre termino por entender que siempre se trata de ti.

Por ejemplo, el sueño donde te creí mi padre que consigna exactamente una de las maneras en que todavía me gustaría morir. Íbamos por el sendero de arena que conducía al arroyo. Las hormigas se me subían a las chinelas que él me había regalado en otra muerte cuando era niña. Me retrasaba el cosquilleo y papá regresaba su mirada paciente a mis pasos. Entonces me subía en sus hombros y mi cuerpo era una sonrisa que florecía en cada milímetro de la piel. Llegábamos por fin a la orilla. Mis chinelas eran barquitos de seda china que me hacían flotar en el agua. Papá me las quitaba para que me hundiera mejor. Abajo del agua, su rostro ya no era el que yo conocía. Ahora era un rey tritón con sus barbas cuajadas de perlas y corales. Me daba un peine de ámbar para que le desenredara cada hilo. Al hacerlo una música desconocida se desprendía de sus barbas. Y cada acorde era una vibración que se acomodaba en mi costado haciéndome cosquillas. “Detente, papá”, le decía adolorida por tanto goce. En respuesta, papá se transformaba en un pez de escamas azules que nadaba a mi alrededor con suaves coletazos. Me decía en una voz de ecos abisales que no sé cómo conseguía yo entender: “Súbete a mi grupa”. Al obedecerlo y sentir la piel jabonosa entre mis flancos, me daba cuenta de que no se trataba ya de mi padre. Boca sin labios, ojos membranosos e hipnóticos, cabalgadura a prueba de princesas… entonces me percataba de que en realidad eras tú.

O la vez que te confundí con la vendedora de flores, con mi prima Teresa que acababa de dar a luz, con el gato del vecino francés que nunca aprendió a hablar bien español aunque llevaba treinta años de vivir en México, con el joven terrateniente de una película que muere en un torbellino de éxtasis y delirio en un bosque de abedules —y que es otra de las formas en que me gustaría morir…

Pero este dilatado post scriptum no es sino el recuento de mi reincidencia. Ahora que el día comienza a hendir espadas de fuego, sé que dejaré para después este mensaje perenne dirigido, en el sentido más literal, al hombre de mis sueños —que es, por supuesto, otra manera para referirme al hombre de mi vida, que es, ¿necesito insistir?, el hombre de mi muerte—. Siempre deseé morir y que mi muerte no fuera sino un río desbocado hacia tu reencuentro. El epitafio perfecto sería ese que escribí alguna vez en una novela, uno que dijera de mi muerte rilkeana, única y personal: “Su cuerpo no la contiene”. Así, incontenible, voy a despertar para encontrarte. ¿Cuál será ahora tu nuevo rostro en fuga?


Una parte de la vida*

RICHARD FORD

Claro que he pensado en la muerte... Tengo 67 años y no quiero que me sorprenda. No la veo con miedo, sino como algo interesante a lo que no hay que temer.

Muchas personas están aterrorizadas ante la idea de la muerte; no se sienten capaces de aceptarla cuando llegue el momento. Pero otras la miran como una parte de la vida. Para mí es eso: una parte de la vida. No tengo hijos ni padres, pero sí una esposa con la que llevo una vida intensa. Hemos estado juntos por casi cincuenta años, la conocí cuando ella tenía 17 y yo 19. Cuando vives con una persona durante tanto tiempo, te preocupas por ella, temes que le pase algo y te quedes completamente solo si ella se va. Salvo por eso, no le temo a la muerte.

Una ocasión especial*

MARTIN AMIS

¿Me preguntas si he pensado en la muerte? Sí, por supuesto. Tengo 62 años.

Mi forma ideal de morir es mientras duermo. Recuerdo que una vez estaba haciendo un cocktail, uno fuerte, y mi esposa me preguntó “¿Qué estás haciendo?”, porque yo no bebo. Le dije que era una ocasión especial, y ella contestó: “El día de tu muerte será una ocasión especial”.

¿Ha imaginado su funeral?

—No me interesa, que hagan lo que quieran. Cuando estaba a punto de morir, mi padre decía: “Métanme en el ataúd más barato que encuentren, entiérrenme y no digan nada”.

*Entrevistas realizadas por Alicia Quiñones durante el Hay Festival Xalapa 2011

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