sábado, 15 de octubre de 2011

El buen juez por el título empieza

15/Octubre/2011
Laberinto
David Toscana

Entre las actividades periféricas con que los escritores nos ganamos el pan está la de ser jueces en premios literarios. Es un trabajo que, si se realizara a conciencia, nadie lo haría. A cambio de cinco mil pesos debemos leer ochenta manuscritos inéditos con un promedio de doscientas cincuenta páginas. O sea que cobraríamos un sueldo tan indigno como el salario mínimo.

Más allá del asunto monetario, ocurre que cualquiera se vuelve loco si ha de leer todos los textos participantes, entre los que el noventa por ciento son insufribles. Verdad que la lectura es un placer, pero también puede ser un gran tormento. Así, hay que desarrollar una técnica infalible para ir descartando las novelas sin mérito.

En la primera ronda, se eliminan por título. Por ejemplo, una novela que se llame El día que me enamoré de la abuelita de Batman o Cinco claveles rojos para mi hombre caprichoso, se va directo a la basura.

Las que califican a la segunda ronda, serán juzgadas por la dedicatoria. Lo mejor es que no exista. Se aceptan las sencillas: “A Margarita”, “Para José”. Incluso vale dedicar a los hijos. Pero no a los padres. Mucho menos cuando se alargan las palabras. “A mis padres, que me apoyaron con su cariño y comprensión, que me dieron la vida y la palabra”. Semejante ñoñismo no augura nada bueno en la novela. También se descartan las que van dedicadas a dios o cualquier santo.

En la tercera ronda se juzga el aspecto. Una hojeada rápida evidencia a esos novelistas que nada saben de orden, sangrías, limpieza, márgenes. ¿Cómo vamos a suponer que saben escribir? Fastidian las novelas que no vienen engargoladas, mas eso no es motivo para desecharlas. En todo caso, peor impresión causan las que llegan muy bien empastadas, hasta con diseño de portada.

En la cuarta ronda viene el seudónimo. Aquí no siempre se descartan las novelas, pero se agrupan en dos montones: las que inspiran confianza y las que seguramente son una porquería. Alguien con el seudónimo Anna Karenina va al primer montón; quien se haga llamar El Pipiripau, va al segundo.

En la quinta ronda se recurre a la convocatoria. Por ahí hay una novela de seiscientas páginas, y el reglamento del concurso dice “un máximo de cuatrocientas”. Hacemos a un lado el mamotreto y respiramos tranquilos.

No es sino hasta la sexta ronda que se hace algo de lectura. Para muestra basta un botón, y ese botón puede ser de una, cinco o diez páginas. Muchas caen por su propia liviandad, otras pocas se van separando en el cúmulo de las posibles ganadoras.

En esta ronda, la mayor bendición es una novela que destaque por sobre las demás. Así, por mera comparación, se irá descartando el resto. Mucho más trabajoso se vuelve decidir entre un grupo de obras de dudoso mérito, pues entonces sí hay que leerlas, en busca de esa perla perdida en alguno de los capítulos.

Ojalá ningún aprendiz de novelista lea este texto, pues el día en que todos manden a concurso sus novelas con buenos títulos, seudónimos y formatos, sin dedicatorias y respetando las cláusulas de la convocatoria, nos obligarán a los jueces a pasar directamente a la sexta ronda. Nos multiplicarán el trabajo, sin que por eso se multiplique la paga.

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