sábado, 8 de octubre de 2011

Mi carta de Proust, a subasta

8/Octubre/2011
Laberinto
Fernando Fernández

He visto con divertida sorpresa que la carta de Marcel Proust que alguna vez tuve en las manos, que copié, traduje y publiqué en el verano de 1987 en la revista Alejandría, ha salido a subasta hace unos días. En cuanto posé la mirada en el titular de la noticia, “Rematan cartas de Proust en el DF” (Reforma digital, 27 de septiembre de 2011), me pareció que bien podía ser una de ellas. ¿O cuántos papeles de puño y letra del gran escritor francés puede haber sueltos en la Ciudad de México? El relato de mi historia con el documento me lleva a principios de aquel año, 1987, o a finales del anterior, cuando un amigo me pidió sustituirlo unas semanas en el curso que daba en una escuela privada del Pedregal a la que asistían mayormente mujeres. Como durante el tiempo que duró mi suplencia fui incapaz de no hablar a quien quisiera oírme del entusiasmo que me había provocado la lectura, llevada a buen término recientemente, de las siete partes de En busca del tiempo perdido, la dueña de la escuela me pidió que diera un pequeño curso introductorio a la “difícil” obra. Entre mis alumnas había una señora Rosenblueth, quizás esposa o viuda de un hombre de ese apellido, una persona fina y agradable que participó activamente en el curso. Sin olvidar el aspecto gozoso que debe de acompañar el primer acercamiento a un autor complejo, hice todo lo que pude por poner a mis alumnas al tanto de los recursos literarios, las atmósferas, la trama general y los personajes de la portentosa novela. También fui desgranando para ellas, de manera gráfica y sencilla, una lista de las principales obras de literatura, música y artes plásticas que conforman el gran mundo referencial de Proust. La señora Rosenblueth estaba bastante al tanto de muchos detalles y no se perdió ni una sola de nuestras sesiones. En una ocasión echamos a una bandeja de agua uno de esos pequeños objetos japoneses de papel que se mencionan en el primer capítulo de Unos amores de Swann, que en el contacto con el líquido se despliegan para hacer inusitadas formas sobre la superficie del agua, tal como ocurre en la mente del famoso “narrador” en cuanto alguno de los sentidos (el gusto pero también el olfato, el tacto o el oído) lo devuelve de manera tan instantánea como estremecedora al pasado. Al final del curso, otra alumna —¿o fue ella misma?— me regaló un reloj de bolsillo como un agradecimiento simbólico, según dijo, por haberles ayudado a apreciar algunos de los secretos del tiempo recobrado.

Un día, la señora Rosenblueth contó en clase que tenía nada menos que una carta de Proust que, si no recuerdo mal, ella y su marido habían adquirido en un viaje a París. La misiva, afirmaba con la autoridad de quien había revisado una edición de la correspondencia proustiana, era inédita. No sólo eso: generosamente, esa misma mañana me la ofreció para publicarla en la revista literaria que yo hacía con unos amigos de la Facultad de Filosofía y Letras. Por supuesto que a ellos y a mí, todos aprendices del oficio de la escritura, nos hizo mucha gracia que nuestra publicación universitaria —que por más que fuera diseñada bajo la asesoría de Alberto Kalach se elaboraba a máquina de escribir con imágenes pegadas con métodos domésticos sobre referencias espaciales trazadas poco menos que con regla T—, una revista que no circulaba más allá de los pasillos de la Facultad, estuviera a punto de sacar a la luz un pequeño manuscrito de uno de los grandes escritores del siglo XX.

Firmada un martes del otoño de 1894, la carta no es mucho más que una nota de las que debían de mandarse por centenas, de París a París, o de París a Versalles (como por lo visto es el caso), probablemente en la mañana para ser recibidas antes de la hora de comer y que hoy quizás equivaldrían a correos electrónicos. Está dirigida a Robert de Montesquieu, al que Proust ha conocido apenas el año anterior y en quien luego se basará para armar a uno de los personajes de su novela, el Barón de Charlus. En la misiva de la señora Rosenblueth, Proust le cuenta a su amigo aristócrata que ha colocado su nombre en una novela que está en poder de un editor, y añade que si esa obra tiene algún valor es porque lleva su nombre, el de Montesquieu, de la misma manera en que “en las calles oscuras, donde las casas no tienen estilo ni perspectiva las esquinas, el paseante sueña con el nombre leído a la entrada” (copio de mi propia traducción). Luego añade: “El apoyo que espero de usted es el mismo de las calles Théophile Gautier, etc…, del escritor por quien ellas son nombradas”. El interés del documento, por lo menos hasta donde alcanzan mis conocimientos sobre el tema, radica en su escritura misma, quiero decir en el complejo estilo emocional característico de nuestro autor.

En cuanto la señora Rosenblueth me entregó la carta, le hice unas buenas reproducciones y la traduje apoyado en mi flamante certificado de la Alianza Francesa, el cual —dicho sea de paso— no me sirvió luego para mucho más. También escribí una nota de presentación. Modestos y todo, no nos andábamos con pequeñeces y en la portada de aquella entrega de Alejandría, la de su primer aniversario, anunciábamos unos sonetos de Lorca que dábamos también como inéditos (y que en algún sentido lo eran), que pescamos quizá de una revista española por los días en que acababan de darse a conocer cerca de mil páginas desconocidas del poeta andaluz. Además de algunos jóvenes escritores, en el número colaboraban el narrador puertorriqueño José Luis González, Marco Antonio Campos y José Pascual Buxó. La entrega se completaba con unos poemas de Ramón Xirau y Rubén Bonifaz Nuño, y como siempre con traducciones y “aproximaciones” (en el sentido del término que puso en circulación José Emilio Pacheco) de Eliot, Ritsos, Safo, Ungaretti y Cardarelli. Las ilustraciones para nada desmerecían el elenco: nos las había prestado Juan Coronel y eran de su abuelo, Diego Rivera.

Hace unos días, en cuanto leí en internet la noticia de que iban a “rematarse” unas cartas de Proust, salté a la página de la casa Morton y de ahí a la ficha del lote número 100 de la subasta 608, que se llevó a cabo la mañana del sábado primero de octubre. En la ficha, leyendo las primeras líneas en su francés original, confirmé mi suposición: era mi carta. Si hace un cuarto de siglo tuve alguna duda sobre su autenticidad, el segundo de los dos documentos que ahora la acompañan parece dejar resuelta la cuestión: una “transcripción mecanografiada y [un] certificado de [la librería, quiero creer] Auguste Blaizot, fechado en ‘Paris le 25 Novembre 1976’”.

Como se comprenderá fácilmente, he vivido el hallazgo con divertida sorpresa pero debo de confesar que también con un pequeño dolor. Y es que el episodio tiene un sesgo que comparte con las historias de los amores contrariados. Me explico: cuando nuestra revista estaba ya en imprenta, con una portada que anunciaba en primerísimo lugar la carta proustiana, me llamó la señora Rosenblueth para decirme que lo había pensado mejor y que prefería ofrecerla a una publicación de mayor importancia. Su inesperado cambio de opinión me puso en un brete: los negativos de la revista estaban haciéndose en el momento en el que hablábamos por teléfono. Entonces me vi forzado a tomar una decisión editorial arriesgada: publicar mi traducción y mi nota pero ni una sola de las imágenes del documento original, y mucho menos su texto en francés. Así podríamos salir a la calle en tiempo y forma sin atentar contra el contenido del número, y al mismo tiempo nos cuidábamos de garantizar que la carta quedara, en rigor, inédita. Jamás pensé, vaya, ni de chiste, que fuera una lástima no tener los 100 o 120 veinte mil pesos que Morton estimaba como precio anterior a la salida en venta. Pero qué quieren, sentí que algo que de alguna manera era mío se ofrecía al mejor postor sin que pudiera hacer nada por remediarlo.

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